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viernes, septiembre 3

La vida en bici

La dócil Martina.
De chamaca le ponía un Frutsi a la llanta de atrás de mi bicicleta. No sólo me gustaba el sonido al andar. También el que hacía al frenar bruscamente y derrapar. No recuerdo el día en el que aprendí a andar en dos ruedas, pero sí me recuerdo primero a bordo de un triciclo, luego de una bicicleta con llantitas amarillas, más tarde en una de tamaño medio (a esta era a la que le ponía el Frutsi), seguida por una de carreras (nunca logré entenderme bien con ella) y una de montaña.
En mi bicicleta pimpeada con el Frutsi salía cada tarde a recorrer la cuadra en la que estaba nuestra casa. Iba y venía sinfín, hasta ultrachapearme los cachetes. Para cuando tuve la de montaña, mi costumbre se volvió subir y bajar casi cada tarde la carretera del cerro cercano al que vivíamos. Me gustaba la conquista personal que representaba subir la cuesta, pero sobre todo admirar el paisaje desde la cima y escuchar cómo el viento mecía los árboles. Y luego, dejar que me acariciara las mejillas al descenso. Pero entonces entré a la universidad y a trabajar, y la bicicleta hubo de detener su kilometraje. Vino mi mudanza a 'la ciudad', al tercer piso de un edificio sin elevador, y no siempre estaba de humor para subir y bajar el armatoste, terminé por almacenarlo en casa de mi suegra (ahí sigue, por cierto).
Vuelta a mudar, ahora a un edificio con elevador que de nada me sirve porque está prohibido subirse en él con una bicicleta, opté por comprar un modelo más ligero, de cartero que le llaman. Así fue como llegó Martina a mis manos (la única bicicleta a la que en un acto de tremenda cursilería le he puesto nombre). Lo suficientemente ligera como para subirla y bajarla yo sola varios pisos. No he vuelto a andar en bicicleta con tanta ahínco como antes, pero de vez en cuando si me refugio en las calles desiertas que sólo las mañanas de domingo ofrecen en esta ciudad.
¿Y todo esto a cuento de qué? Pues nada, a que me causa una emoción grandota el que poco a poco se abran más espacios para las bicicletas en la ciudad. Que sea más común andar en una, incluso entre semana. Que se piense en ella como forma de transporte público, porque tengo la firme convicción de que pedalear de vez en cuando le hace muy bien al corazón, y no sólo en cuestiones físicas.

martes, junio 8

Mi infancia en historietas


A cuento de nada, el otro día salió a la plática qué historietas leía de escuincla, aparte deMafalda. Y junto con un alud de buenos recuerdos y carcajadas emitidas vinieron a mi mente los ejemplares desgastados de Calvin y Hobbes (ni crean que me identificaba con su risible egoísmo de hijo único), Lorenzo y Pepita, Archie (sí, Archie. Y yo era, claro, de las que detestaban a Verónica) y, en mucho menor medida Peanuts (adoraba el disfrazado mal carácter de Woodstock). Recordé también que me aburrían de forma soberana Ásterix y Óbelix (por más que uno de mis tíos les profesara un amor beato) y que, salvo por su odio recalcitrante a los lunes, nada me hacía soportar a Garfield (aunque Odie me pareciera un perrito tan adorable como estúpido). Hoy sólo conservo mis ejemplares de Mafalda, pero me gustaría contar con los de Calvin y Hobbes para releerlos. ¿Los venderán aquí? Pero fuera de si las encuentro físicamente o no, a ustedes, ¿qué historietas los hacían reír?

miércoles, mayo 20

Yo tenía 5 (cinco) perritos


En una de esas noches de ocio digital que tan bien se me dan, confeccioné mi versión del test '¿Qué tanto conoces a... La que suscribe?' en el universo facebook. Me divertí a montones esmerándome en formular preguntas-respuestas capciosonas (de no haber un límite de ocho preguntas, no sé cuántas habría hecho), lo que me valió uno que otro reclamillo por hacerme la misterinteresante. Je. Y me di cuenta que a nadie le he hablado de todos los perritos que ha habido en mi vida, salvo de los últimos dos. Así que hoy contaré sus historias, pero advierto: no son muy japi-chaini.
Perro no. 1: la Janis.
No la recuerdo de cachorra ni andando con ella de arriba abajo, aunque hay fotos de las dos juntas a lo largo de mis añitos más tiernos. Lo que sí recuerdo es una tarde de mis 5 años en la que tenía juguetes regados por todo el piso de mi cuarto (no sé bien a qué estaba jugando) y la Janis, una cocker spaniel color miel, entró cual Godzilla a pisotearlos. Lo que me desesperó bastantito y la regañé (ya desde entonces me chocaba que me revolvieran mis desmadres). Entonces llegó mi papá a decirme que había que sacarla a pasear y yo, embobada como estaba en mi juego, le dije que luego. Cuando me contestó que si no la sacábamos ya, se iría de la casa, no le creí un jamón (¿quién podría creer eso a los 5?). Ay, pero qué equivocada estaba yo. Porque, en efecto, al día siguiente, sin más, la Janis fue exiliada al rancho de un amigo. Y nunca más supe de ella.
Perro no. 2: Odie. (sí, como el perro lengüetas de Garfield)
El encantador manojo de nervios que era esta cruza de cocker-con-quién-sabé-qué color blanco con manchas negras, llegó a mi vida moviendo un rabo aún no cortado como regalo de mi abuela paterna. Éramos uña y mugre hasta el día en el que se nos salió corriendo por la puerta detrás de un chiamaco que apareció corriendo por el pasillo (vivíamos en una PB). Cuando Odie lo alcanzó, le hizo un rasguño, pero ni siquiera lo tiró al piso (de veras, no minimizo). Pero su madrecita-santa decidió que sí, que hasta lo había mordido y llamó al antirrábico (no le bastó el certificado de vacuna), que terminó llevándoselo preso a la perrera. Por supuesto, nunca volvió a ser el mismo. Sus nervios se alocaron tanto que una tarde se brincó la barda del jardín que siempre lo había contenido. Por suerte, una vecina lo agarró a tiempo de cualquier cosa. A la mañana siguiente, después de dejarme en la escuela, mis padres lo llevaron a casa de mi abuela materna durante unos días, para evitar que le pasara 'algo'. En todo el camino no dejó de ladrar, ni porque le di un par de librazos (ahora me pregunto si sabría lo que le esperaba). Total que ese mismo día, al salir de la escuela, vi llegar a mi abuela. Como no había razón para que ella estuviera ahí, me acerqué a la ventana de su auto sintiendo que se me salía el corazón. "¿Qué pasó?", balbucée. Y ahí, parada en la banqueta, la muy zoqueta me dijo que le habían atropellado a mi perro. A mis 12-13 años supe cómo te podían traicionar las rodillas. Me subí al auto en silencio y me llevó a verlo. Me petrifiqué al tocarlo y no pude abrazarlo como me hubiera gustado; estaba... helado. Por supuesto, odié con todas mis fuerzas a mi abuela por haberlo sacado sin correa. GRRRRR.
Perro no. 3: Bruno
Tristísimas, después de unos meses mi mamá y yo nos hicimos de Bruno, oootro cocker spaniel color miel. Era lindo-lindo, pero algo gruñonson. Lo que no impidió que fuéramos inseparables durante algunos años. Ya adulto, siempre estaba de malitas (¿sería porque a mí la adolescencia me tenía igual?) y como que nos empezamos a caer un poco mal. La cosa se puso peor cuando apareció el Perro no. 4: Denzel, un labrador crema que me volvió loca desde que lo vi tamaño rata-recién-nacida a mis 17. Fue el primer perro que dejé subir a mi cama por las noches, aunque sólo mientras fue un cachorrón; luego creció de tal modo que era o él o yo en la cama (o él cercenándome las piernas). Cuando lo llevé a casa estaba aferrada a la idea de que un perrito le iba a caer rebien a Bruno. Obvio, no. Se volvió celosísimo y hosco. Y como Denzel era (es) un pan de Dios, era imposible no fraternizar más con uno que con otro. Así que eventualmente llegó su época resentida, en la que soltaba mordidas a diestra y siniestra, incluso a nosotros. Hubo peleas en casa por definir su futuro, que siempre acababan conmigo en las lágrimas y el ambiente tenso. Hasta que un día Bruno desapareció. Mi mamá tomó la decisión de llevárselo. Durante años no pregunté qué había sido exactamente de él; tenía miedo. Mis papás tampoco dijeron nada. Intuía que la cosa no había acabado bien. Pero llegó el día en que me atreví a preguntar... Y no, no me atreveré a repetir lo que sé. Es en verdad una de las cosas que más triste me han puesto. Sólo diré que me siento en deuda con él, aunque haya dejado de existir hace tantos años.
Perro no. 5. Tako.
Cuando dejé de vivir con mis padres (por ahí de los 22), les heredé a Denzel. No había modo de que un labrador de sus tamaños cupiera en el departamento al que me mudé. Durante los cuatro años que viví en él, nunca me faltaron ganas de tener un nuevo perro (de dimensiones más humildes, sí), pero el casero lo había dejado claro en el contrato: no aceptaba mascotas. Así que me conformé con acariciar perritos ajenos en las calles y ver con nostalgia envidiosa a sus dueños. Pero cuando me volví a cambiar y ya no hubo restricciones, decidí que era tiempo de cerrar mi capítulo con los cockers y le abrí las puertas al hiperactivo Jack Russell responsable de haberle dado el toque art-mordió a todos nuestros muebles. Su tamaño compacto, agilidad y astucia singular (no miento, la raza es tremendamente un caso), sumados a su carita de ardilla bonachona (cualidad apreciable en la foto superior), le granjearon un lugar fijo en mi lado de la cama, a pesar de todas las negativas de mi señor mareado. Hoy, claro, Tako es EL el rey del hogar, el que verdaderamente goza las instalaciones de lunes a dormingo. Y en definitiva no hay nada como acurrucarme con él y disfrutar viendo cómo disfruta el piojito. Cómo entrecierra sus ojitos de puro placer. 

Y ya, he ahí mis historias caninas a lo Historias engarzadasCon un nudo en la garganta. Supongo que está más que claro por qué no eran conocidas. Y se entenderá aún más que mi perrito actual sea un consentido de primera, sin importar un pepino que el condenado me despierte los domingos a las 7am para salir 'al baño'.


miércoles, mayo 6

Lo había olvidado por completo



Pero de la nada hoy recordé que de niña:

1. Le sacaba dinero al monedero de mi madre (la cartera de mi padre me parecía infranqueable). Primero sólo eran moneditas, pero poco a poco me fui permitiendo billetes. Y mi ingenuidad de entonces me daba para creer que nunca se daba cuenta. Ja. Como si de adulto uno perdiera tan fácilmente la cuenta del dinero que se esfuma.
2. Cuando jugaba a las Barbies con otras niñas (lo cual, la verdad no se daba nada seguido) que tenían algo que yo quería pero ni esperanzas de tener, así fuera una simple toallita azul, me las ingeniaba para hacerlos míos. ¡Qué avaricia de hija única, de veras!
3. Junto con una amiguita-mala-influencia de la primaria, protagonicé mi propia versión de La(s) estafa(s) maestra(s) en una tienda de Sanrio. Infinidad de veces salimos atiborradas de plumas, libretas, pines, carteras (¡todavía tengo una!)... Y nunca nos cacharon (y ni me gustaba Hello Kitty).
4. Mi prima y yo (a lo mejor la amiguita-mala-influencia era yo) intentamos apropiarnos de algunos juguetucos en un súper, pero ahí sí nos cacharon. Aunque el poli fue rebuena onda y sólo nos acusó con mi bis, que tuvo a bien improperiarnos con su terribilísimo "¡muchachas traviesas!", y ya.

Ooops. Bueno, pero además de haber tenido brotes cleptómanos (juro que ahora no robo ni un lapicito de esos amarillo-sobre-manila): 

4. Me pasaba horas y horas 'erigiendo' mansiones de campaña que abarcaban la enteridad de mi cuarto. Tardaba semanas en desmontarlas y me encantaba dormir en el piso, en un sleeping bag chaquetísimo.
5. Grababa y grababa cintas de cassete. A ratos me las daba de cuentista, a ratos de entrevistadora, a ratos de locutora... aunque nunca volvía a escucharlas. Sólo las llenaba y regrababa. Las llenaba y regrababa.
6. Odiaba bañarme. Llegar a la regadera era como mi propia chiqui-representación del viacrucis de Semana Santa (con perdón del Santo cielo).
7. No hablaba mucho (cosa difícil de creer por estos mis treintones días).
8. Me tuzaba el fleco con unas tijeras de punta chatita y bicicleaba feliz, dejando que el viento jugara con mi mordedura en pelo.
9. Le ponía un bote apachurrado de Frutsi (amaba el de uva, así como el sabor de uva de Danesa 33) a la llanta trasera de mi bici. Ya por entonces me sentía la Fitipaldi que encarné de adolescente.
10. Me embarraba Resistol blanco en la palma de las manos, dejaba que se secara y luego me extasiaba quitándola como si fuera un pellejito. El éxtasis máximo era quitarla de un solo jalón. (Mmm... con razón me gusta despaturrar las tiras de pintura que provoca la humedad).
11. Fuera de casa sólo desayunaba hot cakes con poquita miel y comía milanesa con papas. Invariablemente. Cómo le destrozaba eso a mi mamá la paciencia.
12. Y era igualita-igualita a la niña que la hace de Amelie Poulain de niña (qué impresión el día que me vi a ese tamaño de pantalla).

Y de momento es todo lo que recordé de un trancazo. Qué bonita mi infancia. Me cae.