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miércoles, diciembre 22

Pink Floyd y yo




Esta foto es cortesía de @totalmentepelos
Hace unos días fui al primero de los tres conciertos que dio Roger Waters en esta ciudad. Además de salir maravillada (y en una especie de estado de shock) por haber visto en vivo The Wall, me quedé rumiando en lo que significa la música de este hombre y Pink Floyd para mí. Y llegué a la conclusión de que más que mi banda preferida, es la constante musical de mi vida. Aunque claro, tengo uno que otra memoria muy simbólica.
Recuerdo, por ejemplo, la fascinación que de chamaca me provocaba ver las portadas de cada uno de los LP que tenía mi papá (Animals y A Momentary Lapse of Reason eran las que más me gustaban). Podía verlas una y otra y otra y otra vez. Y se trataba de una fascinación propia, porque no tenía que estar puesto el disco para que me pasara un buen rato admirándolas. Tampoco es que alguien me dijera: "mira esto". Sacarlas de su lugar y contemplarlas era algo que se me podía ocurrir en cualquier momento.
También recuerdo la atracción que ejercían en mis oídos los acordes, los sonidos, la ausencia momentánea de voz, las conversaciones, las largas intros de sus canciones... Era algo muy distinto a todo lo demás que se escuchaba en casa. De entre todas las selecciones musicales que ponían mis padres los fines de semana, Pink Floyd era lo que reconocía sin fallo, lo que más extrañamente me entusiasmaba. Hasta que llegó el momento en que el que más allá del gusto de mi papá, yo quería escuchar sus discos. Me alegraba la mañana de sábado escuchar a todo volumen el inicio de "Learning To Fly" (la canción que más me gusta de ellos, de hecho), corear "Us and Them", escuchar las monedas en "Money" o los cambios de voces en "Another Brick in the Wall". Cimbrar las ventanas con cualquiera de ellas. U otra.
Otro recuerdo que conservo intacto es la tarde-noche que acompañé a mi padre al súper a comprar nuestro primer reproductor de discos compactos y el primer cd que llegó a casa: Delicate Sound of Thunder. Ambos regresamos raudos y sonrientes para conectar lo que había que conectar y ponerlo a todo volumen. Ni hablar de lo sorprendente que fue ir al concierto en el Autódromo Hermanos Rodríguez, en 1994. ¿Pena adolescente de salir con mis padres? Ninguna. Ese día me parecieron lo más cool del mundo. Tampoco olvido el día que comprendí a cabalidad la letra de "Wish You Were Here".
Desde entonces, nunca me ha faltado al menos una persona querida para quien también Pink Floyd es referencia básica. De ahí que no pueda decir que identifico sus discos con una época en particular. Más bien, su música es un continuum en mi banda sonora. De ahí el no titubeo para comprar un boleto de la primera sección cuando vino al Foro Sol, en 2007; y mi corredera angustiada por las calles para llegar mientras escuchaba los primeros acordes de ese concierto. De ahí los brincos que dimos la chuletita querida y yo cuando lo vimos tocar a escasos metros de distancia. De ahí la chilladera, la piel erizada y la emoción desbordada de estar en el Palacio de los Deportes esta vez (con todo y que The Wall no es mi disco más entrañable). Estando ahí me di cuenta de cuán arraigados están sus sonidos en mi corazón. Fui y lloré de la emoción por mí misma. Por ver el espectáculo. Por compartirlo con el mareado, para quien Pink Floyd es tan importante como para mí (no podía ser de otra forma). Por escuchar lo más alto que es posible, algo a lo que siempre me ha emocionado subirle el volumen. Lo único que faltó fue mi padre. Realmente me hubiera gustado tenerlo en el asiento de junto y ver su cara de gozo. No sé en qué estaba pensando para no reaccionar a tiempo y conseguirle un boleto. Sí que le agradezco haberme presentado (que no impuesto) a tipos como Roger Waters.

jueves, octubre 7

Esas cosas llamadas musicales


Llevo años peleada con los musicales (o a lo mejor debería escribir llevaba). Desde mi tiernita infancia. Culpen a Fantasía (se me revuelve la tripa de pensar en Mickey Mouse en el risco y los hipopótamos en tutú), a The Sound of Music (y en technicolor: ¡puaj!) y a la obra Cats. Y ya. Con eso tuvo mi mente (desde entonces) rígida para encontrar inconcebible la naturalidad con la que una persona o un animal empezaba hablar cantando y a bailar de la nada en plena trama. Y que luego todos siguieran una coreografía que de tan radiante parece imposible. No, no, no. Me entró la idea de que era como recibir pequeñas descargas eléctricas mezcladas con miel caliente a no sé cuántas revoluciones por segundo.
En su momento hice un pacto conmigo misma para ver Dancer in the Dark. Aunque en ello mucho tuvo que ver la compañía de esa ida al cine (hagan de cuenta que aquí escuchan un gran suspiro romántico) y que ese condenado Lars Von Trier suele hacer de mis tripitas lo que quiere. No pude hacerme la-que-no-me-gustó, aunque me dije que era porque todo 'estaba en su imaginación' (ahora veo que era un argumento muy conveniente nomás) y no lo conté a favor del género. Listo: he ahí toda mi experiencia con los musicales. He ahí la fuente de mi gran prejuicio hacia ellos.
Pero ahí estaba yo anoche, con ganas de ver algo japi-chaini y me animé a ver Across the Universe (después de tres intentos fallidos). Olviden la historia. Se trataba de una prueba máxima de resistencia no sólo porque es un musical, sino porque encima es con canciones de los Beatles (y ya se sabe que yo soy más bien gente Rolling Stone). Melchocha pura, pues. Confieso que padecí ansiedad durante el primer tercio de la película. La escena en el boliche casi logra que le cambie de canal, pero luego me apacigüé y poco a poco dejé de cuestionar si tenía lógica alguna empezar a cantar en medio de una discusión y terminé por disfrutarla. Sí, sí, como lo leen. No me levanté a cantar y a brincar encima de la cama, pero para cuando llega la escena de la azotea (o sea, el final) ya sentía calorcito en mi corazón. Y hoy amanecí todavía con todos cantando y bailando dentro de mi cabeza (sospecho que ahí estarán un rato más). Lo que me hizo darme cuenta de que si hay canciones que le inyectan a uno energía espontánea y lo llevan a agotarse en una pista de baile, frente al espejo por la mañana, en un concierto o a ir con más ánimo por la calle, ¿por qué no habrían de hacerlo por un montón de personajes a lo largo de una historia? Que yo tenga dos pies izquierdos y cante que ni para la regadera... pues, sí, es otra historia.
Sepan que con esto no estoy diciendo que me voy a entregar sin misericordia a Glee. Tampoco que correré a comprar unos boletos en Broadway, pero creo que sí puedo decir que mi prejuicio contra los musicales se ha resquebrajado y sufriré menos la próxima vez que se me atraviese uno. Ahora, si (me) hicieran uno con canciones de los Rolling Stones, lo apreciaría bastante.

miércoles, agosto 25

¿Por qué un tatuaje?

Los polinesios recurrían a los tatuajes como ornamentación corporal, aunque también como símbolos de jerarquía. Las mujeres egipcias, principalmente, les daban funciones protectoras y mágicas. Los indígenas de América del Norte se tatuaban para proteger el alma en su paso de la pubertad a la edad adulta. En América Central lo hacían como muestra de adoración a sus dioses. En India o Pakistán, los tatuajes han servido más bien como ornamento nupcial. En las islas Marquesas implican un significado erótico. En las antiguas Grecia y Roma se usaban para marcar e identificar a los criminales. Todo eso (y un alud interminable) encuentra uno si se va tras los rastros de la historia de los tatuajes.


Por estos días, las implicaciones culturales de estos siguen siendo igual de variadas, creo yo. Quizás la peculiaridad es que todas esas variedades se dan al mismo tiempo dentro de una sola región o país, entre personas con todo menos idénticos bagajes. ¿Cuál de todas las razones posibles habría de animarlo a uno a dejarse una huella imborrable sobre la piel?
Por ahí he leído que uno termina contando su vida no como en realidad fue, sino sólo como la recuerda. Lo que hace de las memorias todo menos un reflejo confiable, si de ser preciso se trata. Para mí, los tatuajes son una pequeña memoria indeleble (aun cuando el color se desgaste). Una especie de foto sobre la propia piel para evocar con cierta certeza una época personal significativa y lo que la envolvía. Un recordatorio de la forma en la que te enfrentaste al mundo en cierto momento. El rastro del viraje dado dentro de tu propio mapa.
Hace más o menos diez años me hice un primer tatuaje. Mi decisión sobrevino a una época en la que me reinventé tras una ruptura amorosa y personal de la cual me costó más de un año levantarme. Para no olvidar que había podido hacerlo y qué había aprendido en ello me hice ese pequeño primer tatuaje. Ahora ha sido otro arduo proceso personal el que me ha llevado al tatuaje número dos. Un poco más grande y situado en línea recta por encima del anterior (aquí cobra más sentido aquello del mapa).


Llevaba un año pensando en hacerlo. Supongo que sentía correr nuevos tiempos dignos de no olvidar nunca. Como todo, la convicción del diseño y el momento indicado llegó por sí sola, hace apenas unos días. Esta vez opté por un símbolo obvio para recordarme que la vida es un flujo por el que hay que dejarse conducir gozosamente, a pesar de la fuerza de sus cauces. Para recordar que uno nace, florece y muere en muchos sentidos, todo el tiempo; cosa que de pronto se olvida por andar distraído tomándose el asunto demasiado en serio. Mientras lo coloreaba, el tatuador me dijo que el mínimo eran tres (dicen que una vez hecho uno, siempre querrás otro). Ya veremos si en los próximos diez años se me ocurre que mi mapa requiere de un nuevo punto cardinal.







jueves, septiembre 3

El efecto de las mujeres bellas

Hay mujeres guapas, mujeres con onda y mujeres bellas. Y ya sabemos que cada categoría puede alborotar una variopinta gama de pensamientos, emociones y actitudes en nosotras, las otras mujeres, las que no somos la ELLA en cuestión. Mucho depende de la circunstancia pero, ante cualquiera de estas especies, una bien puede sentirse incómoda, amenazada o quedarse estupefacta. Justo como me pasó el otro día (¡Ay, jijín!, diría Don Pestañita).
Resulta que estaba yo bebiendo muy amenamente con el mareado en una fiesta, cuando de pronto el anfitrión nos presentó a una chica que recién llegaba. De sólo verla me cayó bien. Cero maquillaje, vestida muy sencilla y sonriente. Como la noche aún no tenía mucho quórum, ELLA se quedó platicando con nosotros. Intercambiamos las preguntas y respuestas de rigor —dónde trabajas, qué haces/ah, qué bien, qué padre— y la charla fluyó con relativa facilidad. Pasaron algunos minutos antes de que me diera cuenta de lo que en realidad estaba pasando (chan, chan, chan, chaaaaan...)
Debe saberse que, en círculos poco familiares, el mareado es un hombre de escasas palabras. Hasta da la impresión de que pocas personas extrañas le son interesantes. Pues bien. En ese preciso momento, ese-mareado-de-escasas-palabras estaba muy charlador. Y de pronto caí en cuenta de que la conversación se daba más entre ellos dos que entre los tres. Yo sólo asentía y sonreía. Los miraba a uno y otro. Y, de algún modo, a mí, viéndolos. Estaba... fascinada por la escena.
No había pasado por alto que ELLA era muy bella (ya luego vi que no fotografía así de bien, muajajá). De ésas que hasta te obligas a enfocar dos veces porque no puedes creer que se vea tan, pero tan bien sin un gramo de producción. Y entonces fue que entendí el trance* en el que, de algún modo, nos tenía al mareado y a mí. Porque no estábamos hablando de nada trascendente. Tampoco habíamos descubierto que teníamos cosas o amigos en común ni resultamos viejos conocidos. Simplemente, la chica era bellísima y una parte de nosotros quiso agradarle.
No paso mucho tiempo antes de que ELLA dijera que iba a arreglarse un poco (!), antes de que llegara más gente. Así que de un momento a otro, el trance se esfumó. El mareado y yo volvimos a platicar y beber como si nada.
Ya en el taxi rumbo a casa, una parte de mí pensó en hablar en voz alta del episodio. Pero otra la acalló. Cacharme de no estar ofendida sino divertida por la escena me dejó pensando muchas cosas. Aunque estoy segura de que si algo así me ha pasado años antes, decir que habría montado en cólera celosa sería poco, poquísimo. Pero está visto que aquella noche de fiesta decidí dejar el asunto por la paz y me dije que ya tendría tiempo para meditar al respecto.
Hoy, sin ningún motivo, me acordé de aquella noche de fiesta. Y sólo atino a pensar que hay veces en las que las inseguridades femeninas están bien guardaditas en el clóset. Veces que toca reírse de las pequeñas situaciones en las que te pone la vida y admitir que las que son bellas, son bellas y toca admirarlas. Aunque no por ello te arrancan el trono. Si estás con la persona correcta, a lo más te robarán unos momentos de atención. Y ya (lástima que nadie te lo explica cuando eres puberta).

*Tipo Felipito (sí, el de Mafalda) caminando rumbo a la escuela y convirtiendo a las monocotiledóneas en moconotiledóneas...

sábado, agosto 22

Yo #noquierotrabajar

De niña, como muchos otros pequeñuelos incautos de clase media, aprendí que trabajando (que no transando) se llega a Roma. Quizá por ello me di a la tarea de arrancar mi periplo laboral a los 16. "Cuanto antes empiece, mejor", me dije. No me llevó mucho tiempo entender que trabajar no es la actividad más placentera del mundo, por más-más que te guste el área. Por eso pagan, me dirá alguien. Pues sí.
No creo que nuestros padres gozaran al ir a trabajar todos los días. No. Nomás que era la fórmula probada para sacarnos adelante, y punto. Pero ésa es una convicción que yo no comparto, y creo que muchos de mis congéneres tampoco. Todos estamos de acuerdo en que quisiéramos consumirnos la vida leyendo, viendo películas, series, jugando videojuegos, andando en bicicleta, en patines... Disfrutándola. Porque, para nosotros, el trabajo no dignifica; el trabajo explota, consume. ¿Y a cambio de qué? De nada cierto.
Como suele tener por costumbre, el mundo ha cambiado. El otro día leí que ha llegado la primer generación (o sea nosotros) que, estadísticamente, tiene palpables probabilidades de no superar el estilo de vida que llevaron nuestros padres. Es más, ni siquiera de mantenerlo. Ouch.

Si a eso sumamos las siguientes diez condiciones imperantes en el mundillo laboral, se entiende por que eso del Sunday blues es un mal común:
1. Lo de hoy es que una persona haga el trabajo de al menos dos. Al menos. Pero con un sueldo de media o acaso una.
2. Eso de 'hacer carrera' en una empresa es un término de museo. Desde que entras a una empresa sabes que, tarde o temprano, te darán una patada-por-el-culo disfrazada de tenemos-que-dejarte-ir. Cuanto más si eres suficientemente idiota para ser parte del género proactivo que, encima, dice lo que opina.
3. La perspectiva de estabilidad laboral que a largo plazo te permite hacerte de un auto, de una casa, tener una familia y pagar la escuela de tus hijos sin privarte de vacaciones y un decoroso estilo de vida roza ya la categoría de fantasías-mi-alegría.
4. Aquello de que un sueldo bastaba para sacar adelante un hogar es leyenda. O se tienen dos trabajos (uno fijo y uno de freelance) o ambas partes trabajan. O todo lo anterior.
5. Los derechos o prestaciones laborales cada vez son más una especie de sueños de opio.
6. El ritmo de trabajo se frenetiza, pero la vida laboral es cada vez más corta. En algunos sectores, tener más de 40 años es sinónimo de ser un vejestorio.
7. A los 30 te puedes sentir tan frustrado con el ámbito laboral como quizá lo hicieron tus padres a los 45-50. O sea, con más de una década de adelanto. Preguntarte cómo estarás de ánimo a los 40 puede resultar terrorífico.
8. La pensión o jubilación es, básicamente, una quimera. Y culturalemente el ahorro no se nos da ni se nos ha inculcado.
9. El corporativismo premia, cada vez más descaradamente, al que menos se esfuerza o al amigo-del-amigo.
10. Vivimos una época en la que la que un ascensco significa mayor carga de trabajo, pero no un mejor sueldo. Siempre hay un pretexto para no dártelo, y no necesariamente se llama crisis.

No es, pues, extraño que la batalla por ganarse el pan se haya hecho un tanto amargosa. Y es que además de las horas-trabajo, hay que lidiar con el desencanto, contra la incredulidad, contra la apatía y contra un hedonismo cada vez más acendrado (¿de qué otro modo vamos a equilibrar el asunto, si no?). Estemos o no conscientes de ello. Pero ahí están. Estoy segura.
La única respuesta que he encontrado funcional es que se trabaja por uno. Para no convertirse en uno de esos cínicos tan recalcitrantes que tienen al mundo como lo tienen. Aunque ello no implica resignarse a tragar la mierda que pretenden. Aunque no sea ni una pizca fácil lograrlo. Pero algo tenemos que hacer por romper el status quo. Y pronto. O no.

jueves, agosto 20

Vicisitudes de la jefatura

Opino que, sea cual sea el campo en el que se trabaje, ser un buen jefe-empleado son palabras mayores que cuesta harto trabajo pronunciar. Y no cualquiera tiene la dicción necesaria. Yo digo que los aciagos departamentos de RH debieran preocuparse por quienes ocupan esas importantes sillas y darles, junto con su código de ética de la empresa y una lista de sus sagradas responsabilidades, una especie de manualito de Lo que Ud. debe esperar... O, ya de perdis, un decálogo a lo 10-tips-para-reinar-en-un-pestañeo, al menos como para que no se diga que nadie les advirtió. Aquí mis humildes sugerencias, sesudas reflexiones de diversas trincheras. For your consideration.

-Las dotes de psicólogo-adivino son más que necesarias. De otro modo te será imposible agarrarle el modo a cada persona que integra tu equipo y, faltaba más, a tu propio jefe. De poseerlas depende que sepas cuándo conviene apapachar a un subordinado, cuándo regañarlo, cuando está 'en llamas', cuando sólo le está haciendo al újule o cuándo la suegra le agrió la mañana.
-Entender que tus horas más productivas de trabajo son antes de que lleguen todos. Y después de que todos se hayan ido. Ésas son las verdaderas horas de trabajo con goce de cero interrupciones (y de sueldo, claro).
-Se espera que tengas todas las respuesta a imprevistos, situaciones, problemas, dilemas, cuestionamientos y misterios divinos en 3,2,1... Sobra decir que a toda hora debes estar completamente lúcido.
-Cuando hay que dar cuentas por los errores, los verbos se conjugan en 'tú'. Ps sí, eres el que más gana y el responsable del proyecto. Cuando es turno de asumir aciertos, se habla en 'nosotros'.
-Usar audífonos a media mañana para concentrarte es símbolo de 'Vengan ahora con todas sus peticiones', no de 'Estoy concentrado, dénme champucito'.
-Debes aprender a creer que hay gente a la que le pasa de todo. Si una mañana alguien llega tarde y te dice que fue culpa de un marciano, puedes irle creyendo.
-Inevitablemente, todo lo que puede salir mal, sale mal (de ahí la indispensabilidad de contar siempre con plan B, C... y hasta el Z).
-Entre más centrado y justo trates de ser, menos probabilidades tienes de lograrlo. Tarde o temprano terminarás aplicando una política con -40 puntos de rating o tomando una decisión que a nadie le parezca adecuada.
-La gente demanda que le apapaches sus logros, pero jamás se acostumbrará a que le señales sus errores. Ésos, como el alcohol, con moderación.
-Tus superiores te gritarán por una coma; pero a ellos se les pueden olvidar un par de ceros sin que haya razón para reclamos.
-Tu jefe puede tardarse una eternidad en resolverte una duda (o nunca hacerlo), pero tus entregas siempre son para ayer.
-Tus ideas propuestas siempre deben ser creativas. No importa las condiciones bajo las cuales hayas tenido que generarlas.
-Algunas personas se confunden y desorientan ante la palabra planeación. Ya no digamos ante su verdadera ejecución. "Trabajan mejor bajo presión", dicen.
-A toda hora debes traer bien puesta la camiseta. Fines de semana incluidos. Que los jefes no la traigan puesta ni en horas de oficina es una cuestión de jerarquías.
-La gente es olvidadiza hasta decir... ¿qué? Y los olvidos pueden salirte muy caros. Se da por hecho que a ti nada se te puede 'pasar'.
-Se te requiere un promedio de bateo de pretextos y permisos mejor que el de un beisbolista profesional.
-Aunque haya un encargado de sección o departamento, los contactos más inesperados te llamarán directamente a ti, con las ofertas más absurdas, porque sufrimos del mal el-jefe-lo-ve-todo.
-La gente externa a tu oficina está convencida de que lo único que tienes que hacer es atender su llamada o responder a su email.
-Tu chamba es mejorar la chamba de los otros; detener problemas o errores. Pero si lo haces en el último minuto, porque hasta entonces te has dado cuenta, serás un miserable perfeccionista.
-Te debe gustar el juego del gato y el ratón. O no podrás 'corretear' a nadie.
-Adelantado a tu época, es de 'cajón' que cuentes con, al menos, un par de clones, para que mientras uno pierde los días en juntas, otro prepare ese informe o estrategia ur-gen-te y uno más haga tu trabajo.
-La falta de claridad sin lugar a discusiones es tuya. No es que la gente no sepa seguir instrucciones. No, cómo te atreves a pensar semejante atrocidad.
-Todo lo que digas puede ser usado en tu contra (lo que no, también).
-Haz el favor de ser siempre muy propio y estar de buen humor. O caes mal.

Ahora que el camino más fácil para ejercerla de jefe, sin importar el calificativo que le anteceda, es bañarse en cinismo y creerse que serlo sólo consiste en vestirse de traje y poner cara de ocupado porque, para lo que se llegue a ofrecer, están los demás.

viernes, mayo 22

No, no quiero una Monogram, gracias

Llevo no sé ya cuánto duro y dale con sacarle a cuento el mismo tema a quien se deje, y aquí voy de nuevo: que alguien por favor me explique con palitos y bolitas la obsesión de las mexicans (y no sólo las mexican Barbies) por las bolsas de marca, pero sólo por las forradas con tela tipo papel tapiz enlogado. En serio. 
Digo, habiendo tantísimos modelos tan originales y exquisitos (olvidemos lo exclusivo por ser sinónimo de caro), no me entra en la cabeza que tantas y tantas ahorren y ahorren para comprar el diseño menos interesante de una marca. Ok. Pensemos que mi gusto es patético y que esto del papel tapiz enlogado es LA Hostia Madre. Vale, pero entonces me pregunto: ¿por qué derrapan por comprar un modelo que parece el mismito sea cual sea su tamaño? A lo mejor por despistada me perdí el momento en el que se decretó oficialmente que a las mujeres nos pone mal que otra traiga el mismo vestido-blusa-falda-pantalón (o lo que sea), pero no que un ejército entero traiga la misma bolsa (original o pirata, porque ya sabemos que hasta el marchante sabe de vanguardias y tendencias). Si fue así, que alguien me lo diga y ya está, asunto resuelto.
Si no es así, puedo seguir por la vida elucubrando teorías ociosas sobre algo que, visto sin arrogancia intelectual, es un reflejo social harto interesante (imaginen el titular: "Para las mexicanas, los logos son sinónimo de logro profesional" o "Las verdaderas motivaciones de la consumidora mexicana". Ah, cambia la cosa, ¿no?). Como me gusta esa teoría de que los zapatos hablan mucho de quien los calza, de momento me inclino por creer que quizá ahora vivimos días en los que los loguitos-logos-logazos de tu bolso (más allá de su tamaño) acallan a cualquier par y son los señores encargados de decirle al mundo en qué cancha femenina juegas. 
Cuando invariablemente mi criticómetro detecta una de estas bolsas, me pregunto: ¿será que si la marca no es a prueba de ciegos, de nada vale haberle invertido ene quincenitas? ¿O a lo mejor es que las co-workers no te ven como de la misma raza si no traes una igual o parecida? ¿O es un asunto de gusto genético? ¿O, o, o... qué? (O a lo mejor me expulsaron del paraíso y yo ni enterada). Sólo así me explico que el "Yo quiero una Tous, una Coach, una Purificación, una Carolina, una Louis Vuitton..." pasara de ser una frase de baño (sobre todo cuando se acude en grupo) a una de charla cafetera tipo hola-¿cómo-estás? Por supuesto, también me intriga el papel impulsor que, en este asunto, pudieron o no haber tenido que ver las publicaciones de moda. 
Ay, de veras, tantas preguntas sueltas por mi cabeza nomás por ver bolsitas con logos por escaleras eléctricas, pasillos de oficina y centros comerciales como si fueran alucinaciones. En fin, ya sé que cada quien su bolsa, pero aun así me gustaría saber: ¿qué les ven?



miércoles, mayo 20

Yo tenía 5 (cinco) perritos


En una de esas noches de ocio digital que tan bien se me dan, confeccioné mi versión del test '¿Qué tanto conoces a... La que suscribe?' en el universo facebook. Me divertí a montones esmerándome en formular preguntas-respuestas capciosonas (de no haber un límite de ocho preguntas, no sé cuántas habría hecho), lo que me valió uno que otro reclamillo por hacerme la misterinteresante. Je. Y me di cuenta que a nadie le he hablado de todos los perritos que ha habido en mi vida, salvo de los últimos dos. Así que hoy contaré sus historias, pero advierto: no son muy japi-chaini.
Perro no. 1: la Janis.
No la recuerdo de cachorra ni andando con ella de arriba abajo, aunque hay fotos de las dos juntas a lo largo de mis añitos más tiernos. Lo que sí recuerdo es una tarde de mis 5 años en la que tenía juguetes regados por todo el piso de mi cuarto (no sé bien a qué estaba jugando) y la Janis, una cocker spaniel color miel, entró cual Godzilla a pisotearlos. Lo que me desesperó bastantito y la regañé (ya desde entonces me chocaba que me revolvieran mis desmadres). Entonces llegó mi papá a decirme que había que sacarla a pasear y yo, embobada como estaba en mi juego, le dije que luego. Cuando me contestó que si no la sacábamos ya, se iría de la casa, no le creí un jamón (¿quién podría creer eso a los 5?). Ay, pero qué equivocada estaba yo. Porque, en efecto, al día siguiente, sin más, la Janis fue exiliada al rancho de un amigo. Y nunca más supe de ella.
Perro no. 2: Odie. (sí, como el perro lengüetas de Garfield)
El encantador manojo de nervios que era esta cruza de cocker-con-quién-sabé-qué color blanco con manchas negras, llegó a mi vida moviendo un rabo aún no cortado como regalo de mi abuela paterna. Éramos uña y mugre hasta el día en el que se nos salió corriendo por la puerta detrás de un chiamaco que apareció corriendo por el pasillo (vivíamos en una PB). Cuando Odie lo alcanzó, le hizo un rasguño, pero ni siquiera lo tiró al piso (de veras, no minimizo). Pero su madrecita-santa decidió que sí, que hasta lo había mordido y llamó al antirrábico (no le bastó el certificado de vacuna), que terminó llevándoselo preso a la perrera. Por supuesto, nunca volvió a ser el mismo. Sus nervios se alocaron tanto que una tarde se brincó la barda del jardín que siempre lo había contenido. Por suerte, una vecina lo agarró a tiempo de cualquier cosa. A la mañana siguiente, después de dejarme en la escuela, mis padres lo llevaron a casa de mi abuela materna durante unos días, para evitar que le pasara 'algo'. En todo el camino no dejó de ladrar, ni porque le di un par de librazos (ahora me pregunto si sabría lo que le esperaba). Total que ese mismo día, al salir de la escuela, vi llegar a mi abuela. Como no había razón para que ella estuviera ahí, me acerqué a la ventana de su auto sintiendo que se me salía el corazón. "¿Qué pasó?", balbucée. Y ahí, parada en la banqueta, la muy zoqueta me dijo que le habían atropellado a mi perro. A mis 12-13 años supe cómo te podían traicionar las rodillas. Me subí al auto en silencio y me llevó a verlo. Me petrifiqué al tocarlo y no pude abrazarlo como me hubiera gustado; estaba... helado. Por supuesto, odié con todas mis fuerzas a mi abuela por haberlo sacado sin correa. GRRRRR.
Perro no. 3: Bruno
Tristísimas, después de unos meses mi mamá y yo nos hicimos de Bruno, oootro cocker spaniel color miel. Era lindo-lindo, pero algo gruñonson. Lo que no impidió que fuéramos inseparables durante algunos años. Ya adulto, siempre estaba de malitas (¿sería porque a mí la adolescencia me tenía igual?) y como que nos empezamos a caer un poco mal. La cosa se puso peor cuando apareció el Perro no. 4: Denzel, un labrador crema que me volvió loca desde que lo vi tamaño rata-recién-nacida a mis 17. Fue el primer perro que dejé subir a mi cama por las noches, aunque sólo mientras fue un cachorrón; luego creció de tal modo que era o él o yo en la cama (o él cercenándome las piernas). Cuando lo llevé a casa estaba aferrada a la idea de que un perrito le iba a caer rebien a Bruno. Obvio, no. Se volvió celosísimo y hosco. Y como Denzel era (es) un pan de Dios, era imposible no fraternizar más con uno que con otro. Así que eventualmente llegó su época resentida, en la que soltaba mordidas a diestra y siniestra, incluso a nosotros. Hubo peleas en casa por definir su futuro, que siempre acababan conmigo en las lágrimas y el ambiente tenso. Hasta que un día Bruno desapareció. Mi mamá tomó la decisión de llevárselo. Durante años no pregunté qué había sido exactamente de él; tenía miedo. Mis papás tampoco dijeron nada. Intuía que la cosa no había acabado bien. Pero llegó el día en que me atreví a preguntar... Y no, no me atreveré a repetir lo que sé. Es en verdad una de las cosas que más triste me han puesto. Sólo diré que me siento en deuda con él, aunque haya dejado de existir hace tantos años.
Perro no. 5. Tako.
Cuando dejé de vivir con mis padres (por ahí de los 22), les heredé a Denzel. No había modo de que un labrador de sus tamaños cupiera en el departamento al que me mudé. Durante los cuatro años que viví en él, nunca me faltaron ganas de tener un nuevo perro (de dimensiones más humildes, sí), pero el casero lo había dejado claro en el contrato: no aceptaba mascotas. Así que me conformé con acariciar perritos ajenos en las calles y ver con nostalgia envidiosa a sus dueños. Pero cuando me volví a cambiar y ya no hubo restricciones, decidí que era tiempo de cerrar mi capítulo con los cockers y le abrí las puertas al hiperactivo Jack Russell responsable de haberle dado el toque art-mordió a todos nuestros muebles. Su tamaño compacto, agilidad y astucia singular (no miento, la raza es tremendamente un caso), sumados a su carita de ardilla bonachona (cualidad apreciable en la foto superior), le granjearon un lugar fijo en mi lado de la cama, a pesar de todas las negativas de mi señor mareado. Hoy, claro, Tako es EL el rey del hogar, el que verdaderamente goza las instalaciones de lunes a dormingo. Y en definitiva no hay nada como acurrucarme con él y disfrutar viendo cómo disfruta el piojito. Cómo entrecierra sus ojitos de puro placer. 

Y ya, he ahí mis historias caninas a lo Historias engarzadasCon un nudo en la garganta. Supongo que está más que claro por qué no eran conocidas. Y se entenderá aún más que mi perrito actual sea un consentido de primera, sin importar un pepino que el condenado me despierte los domingos a las 7am para salir 'al baño'.