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miércoles, diciembre 22

Pink Floyd y yo




Esta foto es cortesía de @totalmentepelos
Hace unos días fui al primero de los tres conciertos que dio Roger Waters en esta ciudad. Además de salir maravillada (y en una especie de estado de shock) por haber visto en vivo The Wall, me quedé rumiando en lo que significa la música de este hombre y Pink Floyd para mí. Y llegué a la conclusión de que más que mi banda preferida, es la constante musical de mi vida. Aunque claro, tengo uno que otra memoria muy simbólica.
Recuerdo, por ejemplo, la fascinación que de chamaca me provocaba ver las portadas de cada uno de los LP que tenía mi papá (Animals y A Momentary Lapse of Reason eran las que más me gustaban). Podía verlas una y otra y otra y otra vez. Y se trataba de una fascinación propia, porque no tenía que estar puesto el disco para que me pasara un buen rato admirándolas. Tampoco es que alguien me dijera: "mira esto". Sacarlas de su lugar y contemplarlas era algo que se me podía ocurrir en cualquier momento.
También recuerdo la atracción que ejercían en mis oídos los acordes, los sonidos, la ausencia momentánea de voz, las conversaciones, las largas intros de sus canciones... Era algo muy distinto a todo lo demás que se escuchaba en casa. De entre todas las selecciones musicales que ponían mis padres los fines de semana, Pink Floyd era lo que reconocía sin fallo, lo que más extrañamente me entusiasmaba. Hasta que llegó el momento en que el que más allá del gusto de mi papá, yo quería escuchar sus discos. Me alegraba la mañana de sábado escuchar a todo volumen el inicio de "Learning To Fly" (la canción que más me gusta de ellos, de hecho), corear "Us and Them", escuchar las monedas en "Money" o los cambios de voces en "Another Brick in the Wall". Cimbrar las ventanas con cualquiera de ellas. U otra.
Otro recuerdo que conservo intacto es la tarde-noche que acompañé a mi padre al súper a comprar nuestro primer reproductor de discos compactos y el primer cd que llegó a casa: Delicate Sound of Thunder. Ambos regresamos raudos y sonrientes para conectar lo que había que conectar y ponerlo a todo volumen. Ni hablar de lo sorprendente que fue ir al concierto en el Autódromo Hermanos Rodríguez, en 1994. ¿Pena adolescente de salir con mis padres? Ninguna. Ese día me parecieron lo más cool del mundo. Tampoco olvido el día que comprendí a cabalidad la letra de "Wish You Were Here".
Desde entonces, nunca me ha faltado al menos una persona querida para quien también Pink Floyd es referencia básica. De ahí que no pueda decir que identifico sus discos con una época en particular. Más bien, su música es un continuum en mi banda sonora. De ahí el no titubeo para comprar un boleto de la primera sección cuando vino al Foro Sol, en 2007; y mi corredera angustiada por las calles para llegar mientras escuchaba los primeros acordes de ese concierto. De ahí los brincos que dimos la chuletita querida y yo cuando lo vimos tocar a escasos metros de distancia. De ahí la chilladera, la piel erizada y la emoción desbordada de estar en el Palacio de los Deportes esta vez (con todo y que The Wall no es mi disco más entrañable). Estando ahí me di cuenta de cuán arraigados están sus sonidos en mi corazón. Fui y lloré de la emoción por mí misma. Por ver el espectáculo. Por compartirlo con el mareado, para quien Pink Floyd es tan importante como para mí (no podía ser de otra forma). Por escuchar lo más alto que es posible, algo a lo que siempre me ha emocionado subirle el volumen. Lo único que faltó fue mi padre. Realmente me hubiera gustado tenerlo en el asiento de junto y ver su cara de gozo. No sé en qué estaba pensando para no reaccionar a tiempo y conseguirle un boleto. Sí que le agradezco haberme presentado (que no impuesto) a tipos como Roger Waters.

martes, octubre 26

Siempre pasan cosas

Llevo varios días pensando en la facilidad e incluso el desprecio con los que solemos decir que no pasa nada en nuestras vidas cuando, en el sentido más estricto, siempre están sucediendo cosas. No sólo a nosotros, también frente a nosotros, a nuestro alrededor. Que no pase lo que queremos, como lo queremos, en el momento que queremos... es otro asunto. Pero si uno pone atención, en vez de andar divague y divague, puede notarse que el día entero está compuesto de pequeños y grandes sucesos, uno detrás de otro, incesantes. Cambios en el paisaje, en el entorno. Personas con las que nos encontramos, casual o deliberadamente. Noticias de las que nos enteramos. Accidentes caseros u oficinísticos que nos desesperan o nos hacen reír (según el humor del que andemos). Sensaciones. Emociones. Acciones. Reacciones (propias y extrañas). Gente que viene y va. Hechos inesperados. Descubrimientos. El mundo sucede a tiempo completo, con nosotros ahí incluidos. Y eso es mucho más que suficiente para embriagarse un día sí y otro también, independientemente de nuestras expectativas ante un domingo, un lunes o cualquier otro día de la semana. Ningún día es igual, aunque echemos mano de sólo siete nombres para llevar un control de su transcurrir. Digo yo.

lunes, octubre 18

¡Yeah!

Hay una escena en In Her Shoes en la que Rose (Toni Collete), la abogada que se obliga a tomar una pausa en su vida laboral, sube corriendo unas escaleras, completamente liberada, acompañada por todos los perros que ahora pasea durante sus mañanas. Más o menos así me sentí esta mañana, paseando con el par de perros que tengo de momento como inquilinos. No subimos ningunas escaleras, pero sí atravesamos corriendo un prado que parecía estar ahí sólo para nosotros. Juro que no sólo yo iba gozando el momento. Tan pronto paré, pensé: aquello de la vida está en otra parte me resulta ya una reverenda tontería. La vida está aquí, ahora. Dentro de uno mismo. Incesante. La cuestión es si uno quiere o no admitirlo.


jueves, octubre 7

Esas cosas llamadas musicales


Llevo años peleada con los musicales (o a lo mejor debería escribir llevaba). Desde mi tiernita infancia. Culpen a Fantasía (se me revuelve la tripa de pensar en Mickey Mouse en el risco y los hipopótamos en tutú), a The Sound of Music (y en technicolor: ¡puaj!) y a la obra Cats. Y ya. Con eso tuvo mi mente (desde entonces) rígida para encontrar inconcebible la naturalidad con la que una persona o un animal empezaba hablar cantando y a bailar de la nada en plena trama. Y que luego todos siguieran una coreografía que de tan radiante parece imposible. No, no, no. Me entró la idea de que era como recibir pequeñas descargas eléctricas mezcladas con miel caliente a no sé cuántas revoluciones por segundo.
En su momento hice un pacto conmigo misma para ver Dancer in the Dark. Aunque en ello mucho tuvo que ver la compañía de esa ida al cine (hagan de cuenta que aquí escuchan un gran suspiro romántico) y que ese condenado Lars Von Trier suele hacer de mis tripitas lo que quiere. No pude hacerme la-que-no-me-gustó, aunque me dije que era porque todo 'estaba en su imaginación' (ahora veo que era un argumento muy conveniente nomás) y no lo conté a favor del género. Listo: he ahí toda mi experiencia con los musicales. He ahí la fuente de mi gran prejuicio hacia ellos.
Pero ahí estaba yo anoche, con ganas de ver algo japi-chaini y me animé a ver Across the Universe (después de tres intentos fallidos). Olviden la historia. Se trataba de una prueba máxima de resistencia no sólo porque es un musical, sino porque encima es con canciones de los Beatles (y ya se sabe que yo soy más bien gente Rolling Stone). Melchocha pura, pues. Confieso que padecí ansiedad durante el primer tercio de la película. La escena en el boliche casi logra que le cambie de canal, pero luego me apacigüé y poco a poco dejé de cuestionar si tenía lógica alguna empezar a cantar en medio de una discusión y terminé por disfrutarla. Sí, sí, como lo leen. No me levanté a cantar y a brincar encima de la cama, pero para cuando llega la escena de la azotea (o sea, el final) ya sentía calorcito en mi corazón. Y hoy amanecí todavía con todos cantando y bailando dentro de mi cabeza (sospecho que ahí estarán un rato más). Lo que me hizo darme cuenta de que si hay canciones que le inyectan a uno energía espontánea y lo llevan a agotarse en una pista de baile, frente al espejo por la mañana, en un concierto o a ir con más ánimo por la calle, ¿por qué no habrían de hacerlo por un montón de personajes a lo largo de una historia? Que yo tenga dos pies izquierdos y cante que ni para la regadera... pues, sí, es otra historia.
Sepan que con esto no estoy diciendo que me voy a entregar sin misericordia a Glee. Tampoco que correré a comprar unos boletos en Broadway, pero creo que sí puedo decir que mi prejuicio contra los musicales se ha resquebrajado y sufriré menos la próxima vez que se me atraviese uno. Ahora, si (me) hicieran uno con canciones de los Rolling Stones, lo apreciaría bastante.

lunes, septiembre 6

El mundo es así, y así lo quiero

Rina Castelnuovo, para The New York Times.
Categoría: General News 3er lugar individual.


No llevo la cuenta de desde hace cuántos años acudo a la muestra de World Press Photo en el Museo Franz Mayer. Pero sé que no son pocos. Aunque los últimos dos me abstuve de ir porque me hastié de ver siempre el mismo tipo de fotografías. Primero, el mundo destrozándose a balazos y bombazos, cayéndose a pedazos (de piel, de concreto, de tierra). Y luego, como para palmearte un poco el estómago, la poesía visual del hombre y su vida cotidiana. Bah. 
Este fin de semana pasé por ahí, como para ver si el año pasado (en el que me alejé un poco más del frenesí noticioso) había tenido un golpe de suerte y la cosa algo había cambiado. Pero no. Como era de esperarse, no. Como cada año, colgadas hay grandes fotos (de esas que entran en la categoría: el lugar correcto en el momento adecuado con el ángulo necesario), pero en ellas está retratado el mismo hombre de siempre: el sobrado de coraje, enfermo de poder, en su papel de víctima y de victimario. Y también el sonriente de espíritu, el que lleva su cuerpo a los maravillosos e increíbles límites de este, el que vive. 
Pero ahora, por primera vez, mientras transitaba a pasitos del infierno al cielo cotidiano no sentí oleadas de enojo. Tampoco se apoderó de mí la desesperanza. Me di cuenta de que por fin acepté algo que parece una tontería pero que hace una gran diferencia, y que en años anteriores no me era posible deglutir: el mundo es así, siempre lo ha sido y lo seguirá siendo. Y así está bien. Comprendí que lo único (y muy valioso) por hacerse es tomar verdadera consciencia personal de la molesta protuberancia que todos podemos ser desde nuestro pequeño punto cardinal en el universo y tratar de dejar de serlo. Así que ahora, al salir, me pregunté: ¿qué más, qué más está en mis manos? Porque estoy dispuesta a hacerlo. Como abrirme de verdad al hecho de que todos, todos somos iguales. Que nadie es mejor ni peor que yo. Ni aquellos a los que pueda considerar mis enemigos.

jueves, agosto 26

Bombas de relojería

Uno de estos días me sacudió un remolino de certeza de que nuestras vidas se rigen por una precisión inaudita, que se escapa a nuestra comprensión bípeda. El mundo está loco, nos decimos como para desestimar eso que no entendemos. Pero si uno echa un vistazo a la historia propia, resulta que todo aquello que nos ha acontecido y todas aquellas personas con las que nos hemos cruzado han desencadenado procesos en nosotros (aunque sea mínimos) y nos han llevado, básicamente, al momento en el que estamos. Todo, cual bombas de relojería. Un efecto que, sin darnos cuenta, nosotros mismos tenemos para los demás.
Y luego, fui y me encontré con esto, que tiene un poco qué ver:

Todos somos como bombas preparadas para explotar de amor. Los hombres y la mujeres más violentos, los más terroríficos, los más rechazados por la sociedad debido a sus crímenes no son una excepción. Yo estoy aquí para pulsar el detonador. ¿Cuál es el detonador? A veces casi nada. Tres segundo de presencia total en el otro pueden ser suficientes. El hombre no alcanza el punto irreversible. Aceptar tocar al otro, es aceptar hacer explotar esa bomba. Esta es la única solución a la violencia. Tocar. Yo voy a enseñarte a tocar. El shivaísmo se basa en el contacto con los 36 tattvas o categorías del universo. Esta es la base sobre la que reposa todo el tantrismo.


Di con ello en este blog. Como lo indica el posteador, se trata de un extracto de Tantra, la iniciación de un occidental al amor absoluto, de Daniel Odier. Les digo, todo está ahí en un momento determinado. Aunque no siempre estemos de acuerdo con lo que ese estar ahí implica. O lo que ese estallido pretende mostrarnos. Pero no nos queda más que ir y tocar.

martes, agosto 24

El cuento de nunca acabar

Invariablemente solemos desear que nos acaricien las mejillas vientos más amables que los que soplan. Tanto como nos cuesta trabajo disfrutarlos cuando eventualmente llegan. Entonces estamos preocupados por cuánto durarán, preguntándonos si en realidad nos merecemos esa brisa tan conciliadora. Y luego... todo se repite una y otra y otra y otra vez. Así hasta que se nos gastan los días y nos decimos que el verdadero secreto consistía en haberlo aceptado todo así como venía. Total que siempre parloteamos recriminatoria o amenamente con el pasado o el futuro, en lugar de sentarnos con serenidad a tomar el té con el presente. Ha de ser que resulta intimidante sostenerle la mirada a un interlocutor que siempre te mira con firmeza. En ello pensé cuando leí las últimas líneas de Toby Young en How To lose friends and alienate people.

You know where you are with failure –it has an air of solidity about it. But success feels fleeting and insubstantial –a mirage that might vanish at any moment. Where's that little boy in the audience? And why hasn't he stood up yet? It's only a matter of time.

jueves, agosto 19

Relatos olvidados

Escombrando papeles uno se encuentra con muchas cosas que había olvidado. Artículos y entrevistas publicados, fotos, objetos con valor sentimental, documentos perdidos,vestigios de otras épocas, de las personas que se ha sido, relatos empolvados... Como este que transcribo abajo (madre: respira profundo). Lo había olvidado por completo. Lo escribí meses después de una truculenta experiencia en Guatemala, que viene a mi mente sólo cuando alguien más la trae a cuento pero, curiosamente, sin despertarme terror alguno. Se trata de una experiencia que, salvo en los días posteriores, mientras duró nuestro regreso a México, no tuvo mayores secuelas en mi ánimo. Hecho que ha sorprendido a más de uno. Diría que incluso a mí. Tan pronto releí esto, con la distancia que proporcionan los años, creo haber entendido por fin de forma cabal por qué: la persona que vivió esto no fui yo. Me doy cuenta de que mi cuerpo me expulsó por una salida de emergencia que hasta entonces yo desconocía, y lo enfrentó él solo, sereno. Qué heroico, debo reconocerle.


–¡Ahora sí, hijos de la gran puta!, ¡abran cabrones!, ¡para atrás, para atrás! –, escuché mientras cinco sujetos nos rodeaban con ametralladoras. Un auto y una camioneta nos habían cerrado el paso en la carretera, bajo un crepúsculo endemoniadamente hermoso.
Entendí al hilo: nos estaban secuestrando. La guerrilla, supuse.
No dije nada, no pude. Quité el seguro de la puerta y me corrí al asiento trasero. Tardaste un poco en seguirme. Una pistola y un cuerno de chivo quedaron al frente; atrás nos acompañaba una AK-47. Arrancamos.
–Sabemos que traen droga, ¡¿dónde está cabrones?!–, nos preguntaban una y otra vez.
–¿Cuál droga?, decía yo en mi mudez. Ni cigarros traíamos.
Soltaron amenazas, insultos, más preguntas, una atropellada explicación de quiénes eran y qué querían. Escuchaba con los ojos bien cerrados mientras tú respondías sereno y conciliador.
Viramos violentamente. Por el traqueteó adiviné que íbamos ahora a campo traviesa. Discutían por dónde ir y decidieron no prender las luces; no tardamos en derrapar y frenar muy cerca de un barranco.
Me sacaron primero del auto y aunque me levantaron la cara, nunca les vi a los ojos. No quise. Guardé absoluto silencio y obedecí cada palabra, sin miedo hasta entonces.
Me catearon y me manosearon un poco. –No somos violadores–, me aclaró uno de ellos al oído mientras me ordenaba subirme el pantalón y me tendía un suéter. Me llevó aparte.
Escuché a los otros bajarte del auto y golpearte. Imaginé que también estarían encañonándote. Escucha al que estaba conmigo al tiempo que me preocupaba por escuchar los murmullos que venían de donde estabas. Quería asegurarme de que aún no te disparaban. Con una agujeta, el que asumí que era el líder, me ató las manos a la espalda.
–¿Le has puesto el cuerno a tu marido?–, me preguntó al tumbarme al suelo, boca abajo.
–No–, respondí, al tiempo que el miedo empezó a recorrerme.
–¿Segura?–, insistió en tono macabro.
Murmuré que sí, sin entender por qué me preguntaba eso.
–Olvídalo, es una broma–, dijo antes de traerte junto a mí.
Ahí, en el suelo, la única duda que me asaltaba era a quién mataría primero. Nos vi a la mañana siguiente con un tiro en la cabeza. Sabía que tardarían en encontrarnos; a nadie le habíamos dicho que cruzaríamos la frontera.
Pero jamás escuché el tiro. Nos dejaron a la luz de las estrellas, junto al auto chocado, con el alma atónita. A 150 kilómetros de Guatemala. Era apenas nuestro cuarto día de viaje y recuerdo que entre suspiros pensé: vamos a necesitar otras vacaciones.


Ahora le agregaría muchos otros detalles. Como que se trataba de ex policías. Que tirada en el suelo sólo sentí mucha tristeza por mis padres y la noticia que iban a darles. Que fue después, la espesa niebla para llegar a Guatemala, la que de verdad me hizo temblar de miedo. Que esto nos pasó por tomar la carretera equivocada. Que corrimos con mucha, mucha, mucha suerte, porque luego supe de demasiadas historias que terminaron como yo imaginé en aquel momento. Que jamás tuve ni he tenido pesadillas al respecto. Que jamás sentí ni he sentido odio por aquellos hombres. Que al recordar todo esto me asombra descubrirme llena de gratitud, con una sonrisa enorme para la vida... Nada más. Y estoy segura de que, escrito esto, esa gratitud y esa sonrisa serán mayores.

jueves, agosto 12

Dictadores a tiempo completo

Hoy me puse a pensar en cuánto queremos que las personas opinen lo que a nosotros nos parece adecuado. Que se conduzcan como nosotros consideramos apropiado. Que digan y piensen lo que nosotros creemos correcto. Que sean de nuestro agrado. Que manejen rápido si nosotros tenemos prisa; que no nos toquen el claxon si nada hay que nos apresure y vamos a paso más lento que el de atrás. Que el de enfrente camine ágilmente, pero que el que viene detrás no se desespere si de pronto es uno el que estorba (y todos estorbamos en algún momento). Que aprueben nuestra forma de ser y de ver el mundo sin cuestionamientos. Demandamos que los otros nunca se equivoquen, aunque nosotros cometemos un sinfín de errores cada día (pero los pasamos por alto por ser nosotros quienes lo cometen). Criticamos todo lo que sucede que no cae dentro de nuestras expectativas, en todas las escalas posibles, todo el tiempo. Estamos en desacuerdo con aquello y con aquellos que no son como según nosotros deberían de ser. Actuamos como una especie de dictadores de circunstancias a tiempo completo, sin importar si realmente tenemos injerencia en ellas o no. El asunto es dictaminar cómo debe serlo todo. Emitir a diestra y siniestra el veredicto que siempre tenemos listo en la boca: todo, to-do está mal si no se da a conveniencia propia. No importa la trascendencia del asunto. Francamente, me dije, qué ridiculez. Qué aburrida expectativa. Pero, sobre todo, qué cansado papel. Con razón siempre estamos inconformes desde el dedo meñique del pie hasta el último de los folículos capilares. Con razón es tan fácil que nos corroa el humor gris. Yo espero poder deshacerme del todo de ese pesado traje uno de estos días.

martes, agosto 10

Un abrazo casual

El otro día iba yo caminando por la calle cuando en mi camino se atravesaron un papá y su hijo. El papá se movió para dejarme pasar, pero el niño volteó a verme y automáticamente le dije ¡Hola! (al tiempo que me preguntaba quién diablos era esa que hablaba con tanta naturalidad). Me saludó de vuelta. Le pregunté cómo se llamaba. Greco, me respondió. Finalmente le pregunté cuántos años tenía. Elevó su mano y me indicó que 5. Y, sin más, me abrazó. Tan cálidamente que yo también lo abracé. Luego su mamá lo apartó y seguí mi camino. Unos pasos adelante escuché que me decía ¡adiós! y volteé para verlo y ondear mi mano. Seguí andando y lo escuché gritar de nuevo. Volví a voltear y nos sonreímos. Lo hizo una tercera vez y cuando giré, venía corriendo hacia mí (y su papá detrás de él) y me detuve para esperarlo. Abrió sus brazos unos pasos antes de llegar a mí y los cerró al alcanzarme. Sorprendida, también lo abracé. Sonriente, busqué la mirada de su papá, pero me encontré con que él miraba hacia otro lado, con la expresión distraída, como apenada y triste que tienen los papás de los niños con algún grado de Síndrome de Down. Al final, el niño me soltó y ahora sí nos despedimos. Él regresó dando brinquitos de alegría al restaurante donde se cruzó en mi camino de la mano de su papá. Yo seguí mi camino, sin lograr quitarme la sonrisa en toda la tarde. Digo, tampoco es que lo haya intentado. Se sentía bien. Muy.

martes, julio 27

Y...no, no pasa nada


Hay circunstancias que nos hacen pensar que el mundo, el nuestro, se derrumbará. Sobre todo cuando se trata de dejar de hacer algo o hacerlo. De tomar una decisión importante. De destronar un status quo. Producto de un cansancio interno insoportable, inmanejable. Uno se separa. Se cambia de trabajo. Vende su auto. Acepta que ya no se está contento... Que va en contra de sí mismo. Y contrario a todas las películas que uno se pasa en la cabeza, dado el paso, nada pasa realmente. El engranaje del mundo sigue andando, tan perfectamente desperfecto como está. Con uno mismo incluido, pero por otro camino. 
Uno entiende que las circunstancias y las personas que nos rodean son etapas. Todo, para ser la mejor versión posible de uno mismo. No para ganarle al mundo. No para demostrar que somos los mejores. No para demostrar que podíamos con todo y con todos. Simplemente para depurarnos. Y entonces, vivir con lo que hay es más posible. Se negocia con uno mismo. No con el mundo. No es que resulte sencillo, pero detrás de ello hay una serenidad que no existe detrás de la resistencia necia a todo lo que nos acontece. 
Asumir todo ello ha provocado que en las últimas semanas, si algo he revalorado, si algo he gozado, son las cosas más simples y en apariencia anodinas, las más rutinarias, pero que me han hecho hacer las verdaderas paces conmigo, como:


1. Tener tiempo para pensar.
2. Bañarme por las noches.
3. Realizar labores domésticas.
4. Cocinar y comer.
5. Un abrazo.
6. Los alcances de la paciencia.
7. Sonreír por nada en particular. 
8. Mi cuerpo.
9. Llorar.
10. Respirar y escuchar los latidos del corazón.



Escribir para uno mismo

Para mí, escribir siempre ha sido, más que una forma de desahogarme, una forma de vaciarme. Desde que recuerdo voy por la vida haciendo anotaciones por doquier. Algunas con más sentido que otras. Otras muchas completamente carentes de él, excepto para mí. Papelitos y hojas sueltos, libretas, tarjetas, documentos de Word, mails, posts, tuits... Todos me resultan una especie de sinónimo. El chiste es tener dónde vaciar eso que me sube desde la boca del estómago y llega hasta mis manos. Podría decir que, para mí, el papel y la pluma son como un pensadero como el de Harry Potter. Bueno, como el de Dumbledore, en realidad. Si paso largas temporadas sin tocar un teclado o una pluma me entran unas cosquillas extrañas en el cuerpo. Siento que me asfixio de tanto que acumulo. Una urgencia que sólo se calma al ver letras. De ahí que para mí, llevar un diario sea un hecho natural, obligado. Ha habido épocas en las que registro todo detallada y rutinariamente. A diario. Otras en las que sólo hago anotaciones de vez en vez. Cuando entro en crisis o en éxtasis, sobre todo. Lo que es cierto es que cada vez son menos y menos legibles, porque cada vez uno más y más una letra con otra, como si las palabras enlazadas me dieran mayor tranquilidad. Cuento esto a colación ¿de qué? Ah, sí, de que el fin de semana encontré un pequeño especial sobre Diarios de escritores en El País Semanal. No es que fuera muy extenso ni grandioso, pero el tema por sí solo es interesante. Quizás en el momento no lo dimensionemos, pero pasado el tiempo, lo que escribimos adquiere tintes de vestigios dejados por otro. Ese otro que alguna vez fuimos y que jamás volveremos a ser. Porque como lo dijo Virginia Woolf: "El diario es tan privado y tan instintivo que incluso permite que otro yo se desgaje del yo que escribe, que se separe y observe al primero cuando escribe. El yo que escribe es un yo extraño; a veces nada le induce a escribir".

Entre otros de los quotes incluidos en los artículos de dicho especial, reproduzco un par de entradas escritas por León Tolstói en su respectivo diario, que me parecieron fascinantes:


[18 de abril] Me he asignado demasiadas normas y he querido seguirlas todas a la vez. No tengo fuerzas suficientes.

(...)

¡Ay! Qué difícil es para un hombre mejorar cuando sólo tiene malas influencias… ¿Llegará algún día en que ya no dependa de las circunstancias? A mi entender, la perfección consiste en eso.

[3 de julio] Mi principal error… es que he confundido el perfeccionamiento con la perfección. Hay que empezar por conocerse bien a uno mismo, conocer sus defectos e intentar corregirlos, en lugar de proponerse como meta la perfección, que no sólo es imposible de alcanzar en un punto tan bajo como en el que estoy, sino que… te priva de toda esperanza de poder alcanzarla.

(...)

Estoy firmemente decidido a dedicar mi vida al prójimo. Me lo digo por última vez: si en tres días no hago nada para los demás, me mato.

(...)
Si no hago nada mañana, me suicido.



*La imagen es el fotoarte publicado en la portada de El Ángel, de Reforma, el domingo pasado. Tiene y no que ver con el asunto de los diarios. Pero es que me encantó. Es el tipo de trabajos gráficos que me gustaría ver con más frecuencia en nuestros medios impresos.

lunes, julio 26

Epifanías que todo lo cambian


El otro día, sentada, atenta a mi respiración, tuve una epifanía: descubrí que todo y todos somos parte de un gran, enorme, infinito y luminosísimo corazón, aunque no lo notemos. Del que nos sentimos aislados sólo porque queremos. La verdad es que todavía no me recupero de la impresión. De ahí mi ausencia, de ahí mi repetición constante de la palabra corazón. De ahí que parezca que se me escapan las palabras adecuadas...

*No encontré un corazón como el de mi epifanía, pero encontré esta escultura gigante de Pepón Osorio y me gustó. Y es que, habiéndolo reflexionado largamente, acepto que aquel con el que me encontré es indescriptible.

martes, marzo 30

De vestidos y pantalones





Hubo una etapa en la que Detesté, así con mayúscula, los vestidos y las faldas. Simplemente no encontraba cómo llevarme bien con ellas. Recuerdo que a mi mamá le turbaba el hecho de que en mi clóset sólo hubiera jeans (en una docena de cortes diferentes, eso sí) o pantalones de colores (nunca de pinzas o formales). Y cada que salíamos de compras sosteníamos una discusioncilla al respecto, por lo regular en el probador. Yo eventualmente cedía en el enterque y me dejaba comprar un vestido, ocasión-especial-de-por-medio, para terminar por usarlo sólo una vez y guardarlo por los años de los años en el fondo del armario, hasta que no me quedara más, lo sintiera muy pasado de moda o se me olvidara su existencia. Qué le vamos a hacer, me sentía tiesa metida en ellos (ahora confieso que me gustaría haber conservado uno que otro).
Creo que detrás de mi aversión a ellos siempre ha estado un poco de pena por mis piernucas, que desde que recuerdo me han parecido más infladas de la cuenta (de mi cuenta, claro). Aunque también algo tiene que ver la comodidad de sentarse como se te da la gana en donde se te dé la gana. Cosa que no se da igual con un vestido o una falda de por medio. Pero, curiosamente, desde hace unos meses como que ando haciendo las paces con ambos. Será que encontré referencias de moda más ad hoc a mi estilo. O será que mi lugar de trabajo sufre de efecto invernadero (mmm... no, lo cierto es que también en invierno me dio por los vestidos). O será que descubrí que uno no necesita entaconarse para llevarlos. No sé, algo cambió. Aunque siguen sin gustarme mucho mis piernas, pero pues como me llevan y me traen a todos lados muy puntualmente, siento que merecen tomar algo de sol o protagonismo de vez en cuando.
Lo que sí es cierto es que, vistos en otros personajes, algunos vestidos siempre me han parecido exquisitamente atractivos. Dígase todos los vestuarios de película de la época victoriana o las cortes francesas. O, más recientemente, los vestidos de películas como In the Mood for Love (¡qué delicia de estampados florales!) o An Education. Inevitablemente los veo y pienso: "En otra vida". En esta, me quedo con la onda fachosona.

jueves, marzo 25

Si mis manos hablaran a trazos

Me gustaría que mis manos tuvieran el don de hacer imágenes como las que ven abajo. Pero como no, ni tantito, pues nomás las voy juntando según las encuentro en revistas, páginas de internet, blogs o donde se me crucen. La primera es mi favorita (tengo una litografía esperando a ser enmarcada). Es de Kelly Vivanco. La segunda salió del imaginario de James Jean, para Prada. Las otras tres... ¡holly shit! No recuerdo de dónde salieron. Que sus autores me perdonen el irrespetuoso olvido. Pero que consideren que me gustan sus trazos.







jueves, septiembre 3

El efecto de las mujeres bellas

Hay mujeres guapas, mujeres con onda y mujeres bellas. Y ya sabemos que cada categoría puede alborotar una variopinta gama de pensamientos, emociones y actitudes en nosotras, las otras mujeres, las que no somos la ELLA en cuestión. Mucho depende de la circunstancia pero, ante cualquiera de estas especies, una bien puede sentirse incómoda, amenazada o quedarse estupefacta. Justo como me pasó el otro día (¡Ay, jijín!, diría Don Pestañita).
Resulta que estaba yo bebiendo muy amenamente con el mareado en una fiesta, cuando de pronto el anfitrión nos presentó a una chica que recién llegaba. De sólo verla me cayó bien. Cero maquillaje, vestida muy sencilla y sonriente. Como la noche aún no tenía mucho quórum, ELLA se quedó platicando con nosotros. Intercambiamos las preguntas y respuestas de rigor —dónde trabajas, qué haces/ah, qué bien, qué padre— y la charla fluyó con relativa facilidad. Pasaron algunos minutos antes de que me diera cuenta de lo que en realidad estaba pasando (chan, chan, chan, chaaaaan...)
Debe saberse que, en círculos poco familiares, el mareado es un hombre de escasas palabras. Hasta da la impresión de que pocas personas extrañas le son interesantes. Pues bien. En ese preciso momento, ese-mareado-de-escasas-palabras estaba muy charlador. Y de pronto caí en cuenta de que la conversación se daba más entre ellos dos que entre los tres. Yo sólo asentía y sonreía. Los miraba a uno y otro. Y, de algún modo, a mí, viéndolos. Estaba... fascinada por la escena.
No había pasado por alto que ELLA era muy bella (ya luego vi que no fotografía así de bien, muajajá). De ésas que hasta te obligas a enfocar dos veces porque no puedes creer que se vea tan, pero tan bien sin un gramo de producción. Y entonces fue que entendí el trance* en el que, de algún modo, nos tenía al mareado y a mí. Porque no estábamos hablando de nada trascendente. Tampoco habíamos descubierto que teníamos cosas o amigos en común ni resultamos viejos conocidos. Simplemente, la chica era bellísima y una parte de nosotros quiso agradarle.
No paso mucho tiempo antes de que ELLA dijera que iba a arreglarse un poco (!), antes de que llegara más gente. Así que de un momento a otro, el trance se esfumó. El mareado y yo volvimos a platicar y beber como si nada.
Ya en el taxi rumbo a casa, una parte de mí pensó en hablar en voz alta del episodio. Pero otra la acalló. Cacharme de no estar ofendida sino divertida por la escena me dejó pensando muchas cosas. Aunque estoy segura de que si algo así me ha pasado años antes, decir que habría montado en cólera celosa sería poco, poquísimo. Pero está visto que aquella noche de fiesta decidí dejar el asunto por la paz y me dije que ya tendría tiempo para meditar al respecto.
Hoy, sin ningún motivo, me acordé de aquella noche de fiesta. Y sólo atino a pensar que hay veces en las que las inseguridades femeninas están bien guardaditas en el clóset. Veces que toca reírse de las pequeñas situaciones en las que te pone la vida y admitir que las que son bellas, son bellas y toca admirarlas. Aunque no por ello te arrancan el trono. Si estás con la persona correcta, a lo más te robarán unos momentos de atención. Y ya (lástima que nadie te lo explica cuando eres puberta).

*Tipo Felipito (sí, el de Mafalda) caminando rumbo a la escuela y convirtiendo a las monocotiledóneas en moconotiledóneas...

Ironías de la vida

Cada que se les presenta la oportunidad, mi suegra y buena parte de la familia de mi mareado salen con el sonsonete ese de: "¿Y ustedes, para cuándo?". Refiriéndose, claro, a en qué momento de nuestras ilustrísimas vidas nos dignaremos a generar un retoño.
Uno creería que mis padres serían aún más insistentes en el renglón. Pero resulta que no. Que son exactamente el polo opuesto. Mi mamá, que aunque no niega lo mucho que le emocionaría tener un nieto (ps sí, para reteconsentirlo y fundirlo en todos los abrazos y besos que yo no me dejo dar), me ha dicho con toda franqueza: "¿Y cómo para qué querrías tener un hijo? Eso tienes que pensártelo muy bien". Palabras sabias de una mujer sabia. Mi papá, producto de su adorable-tremebundo sarcasmo característico, de plano opina: "Ay no, son muchos gastos, preocupaciones y desvelos". Palabras más, palabras menos. Y luego por qué no se puede negar que uno es digno hijo de sus padres.
Ahora, ¿que qué opino yo sobre tener hijos? La verdad, no figuran (aún) en mis planes. Y, como tampoco en los de mi mareado, me resulta muy cómico-déjenme-de-machacar con el tema. Ya cuando éste rebasa los cinco minutos de charla, uno recurre al: "¿Pero y quién los cuida y quién los mantiene?", y asunto más que zanjado. Al menos hasta la siguiente reunión.

miércoles, junio 10

Se me da mal aquello de las 'tribus'

El otro día, mis zapatos de Sra. Editora me llevaron a la primera fila de una de las semanas de moda que se organizan en esta amable-odiable-amable Capital del Caos. Y, fuera de comprobar que la escena fachionosa tiene como mojo alborotarse lo feo a como dé lugar y que la industria de la moda en México no es ni remotamente la sombra de una industria, reafirmé el repelú que los gremios causan en mis ánimos socializadores. Sean los 'istas' que sean: fashionistas, publicistas, periodistas (de cine, de moda, de belleza)... 
Obvio no pertenezco a ninguno porque, aparte de que soy mala-malísima para desenvolverme en ellos a largo plazo, me aburre sobremanera esa manía que tienen de competir todo el tiempo por ver quién carajos sabe más de su tema. Como si se tratara de una eterna partida de maratón. Y, encima, monotemática: Moda-moda-moda. Anuncios-campañas-anuncios. Medios-noticias-medios. Cine-cine-cine. Libros-libros-libros. Puaj. Digo, está bien chacotear un rato con las temáticas que nos obsesionan, pero de ahí a convertirlas en una espiral interminable que no acepta otros dimes y diretes, o construir una madeja de relaciones basadas enteramente en ellas, pues no, no es lo mío. En lo absoluto. De ahí que luego me salga lo separatista, lo individualista y todo aquello que implique poca o nula socialización. De ahí que nunca vaya a eventos 'gremiales' y que, cuando voy, no conozca a nadie. O ni me pelen. De imaginarse, ¿no?: un verdadero círculo vicioso.

viernes, mayo 15

Viernes de Club

Tuve que trabajar en Conocida revista de sociales para dejarme aceptar que ver a la gente retratada en esa especie de Sección Amarilla de 'Gente Bien' verdaderamente le fascina a mi morbo. Y en cantidades industriales. No importa que sean siempre los mismos diez pelados los que salen. O quizá es justo por eso que me causan tan tremebunda adicción. Me gusta verlos en diferentes escenarios con la actitud número 3512, la de que-todo-mundo-admire-lo-guap@-feliz-con-clase-reconocid@-altruista-que-soy (jajajajajajaja).
Cada que voy al súper, una de mis paradas obligadas es la sección de revistas. Además de tapizar con la Revista femenina en la que ahora trabajo el stand, soy feliz echándome a velocidad ultrasónica (no sé por qué siempre tengo prisa, hasta en el súper) las pinchumil páginas que suelen tener las revistas (a.k.a catálogos) de sociales. Son una joya de la humanidad actual. Me cae. Que si Pitukita y Petakita son amigas y están embarazadísimas, y salen muy abrazadas ellas, sobándose y presumiendo sus pancitas. Que si Pedrito Clavó Un Clavito y A Chuchita La Bolsearon tuvieron un bodorrio de ensueño en el que se juraron amor eterrrno. Que si Juniorcito Insoportable armó un reventonzazo en Acaaaa... ¡Ufff! Si uno tuvo un mal día, estas cosas son la Hostia Madre para evadirse.
¿Que qué me puede fascinar tanto? Todo. Ver sus ropajes quesque muy monaguescos (que luego más bien son de pena ajena), sus caras como de cera de tantas estiradas que se han dado, sus sonrisas ensayadísimas, sus poses de diversión in-cre-í-ble, sus abrazos fraternalísimos. Me divierte que, en esas páginas, la gente vive como en un eterno final feliz de telenovela. Y me los imagino perfecto tragándose el cuento una vez que el fotógrafo se ha dado la media vuelta. De ahí que una de las secciones que defiendo con las uñas el viernes a las 10am en la oficina sea la de Club Reforma. Y me choca cuando viene anoréxica. Ésa es la meritita verdad.


miércoles, mayo 6

Lo había olvidado por completo



Pero de la nada hoy recordé que de niña:

1. Le sacaba dinero al monedero de mi madre (la cartera de mi padre me parecía infranqueable). Primero sólo eran moneditas, pero poco a poco me fui permitiendo billetes. Y mi ingenuidad de entonces me daba para creer que nunca se daba cuenta. Ja. Como si de adulto uno perdiera tan fácilmente la cuenta del dinero que se esfuma.
2. Cuando jugaba a las Barbies con otras niñas (lo cual, la verdad no se daba nada seguido) que tenían algo que yo quería pero ni esperanzas de tener, así fuera una simple toallita azul, me las ingeniaba para hacerlos míos. ¡Qué avaricia de hija única, de veras!
3. Junto con una amiguita-mala-influencia de la primaria, protagonicé mi propia versión de La(s) estafa(s) maestra(s) en una tienda de Sanrio. Infinidad de veces salimos atiborradas de plumas, libretas, pines, carteras (¡todavía tengo una!)... Y nunca nos cacharon (y ni me gustaba Hello Kitty).
4. Mi prima y yo (a lo mejor la amiguita-mala-influencia era yo) intentamos apropiarnos de algunos juguetucos en un súper, pero ahí sí nos cacharon. Aunque el poli fue rebuena onda y sólo nos acusó con mi bis, que tuvo a bien improperiarnos con su terribilísimo "¡muchachas traviesas!", y ya.

Ooops. Bueno, pero además de haber tenido brotes cleptómanos (juro que ahora no robo ni un lapicito de esos amarillo-sobre-manila): 

4. Me pasaba horas y horas 'erigiendo' mansiones de campaña que abarcaban la enteridad de mi cuarto. Tardaba semanas en desmontarlas y me encantaba dormir en el piso, en un sleeping bag chaquetísimo.
5. Grababa y grababa cintas de cassete. A ratos me las daba de cuentista, a ratos de entrevistadora, a ratos de locutora... aunque nunca volvía a escucharlas. Sólo las llenaba y regrababa. Las llenaba y regrababa.
6. Odiaba bañarme. Llegar a la regadera era como mi propia chiqui-representación del viacrucis de Semana Santa (con perdón del Santo cielo).
7. No hablaba mucho (cosa difícil de creer por estos mis treintones días).
8. Me tuzaba el fleco con unas tijeras de punta chatita y bicicleaba feliz, dejando que el viento jugara con mi mordedura en pelo.
9. Le ponía un bote apachurrado de Frutsi (amaba el de uva, así como el sabor de uva de Danesa 33) a la llanta trasera de mi bici. Ya por entonces me sentía la Fitipaldi que encarné de adolescente.
10. Me embarraba Resistol blanco en la palma de las manos, dejaba que se secara y luego me extasiaba quitándola como si fuera un pellejito. El éxtasis máximo era quitarla de un solo jalón. (Mmm... con razón me gusta despaturrar las tiras de pintura que provoca la humedad).
11. Fuera de casa sólo desayunaba hot cakes con poquita miel y comía milanesa con papas. Invariablemente. Cómo le destrozaba eso a mi mamá la paciencia.
12. Y era igualita-igualita a la niña que la hace de Amelie Poulain de niña (qué impresión el día que me vi a ese tamaño de pantalla).

Y de momento es todo lo que recordé de un trancazo. Qué bonita mi infancia. Me cae.