–El paraíso está escondido en el alma de cada uno de nosotros: en este momento se oculta en la mía, y, si quiero, podré realizar ese sueño para toda la vida. (Hablaba conmovido, mirándome con cierto aire misterioso y como si me interrogase). En cuanto a la culpabilidad de cada uno de nosotros en las culpas ajenas, aparte los pecados propios, sus consideraciones no pueden ser más justas y lógicas, y es asombroso que haya podido comprender con tanta amplitud idea tan magna y elevada. Cuando los hombres la comprendan, no será un sueño al advenimiento del reino de los cielos, sino una realidad.
–Sí, pero ¿cuándo llegará ese instante? –exclamé, con dolor–. ¡Tal vez no sea más que un sueño!
–¿Acaso, no cree usted en sus propias palabras? Lo que usted llama ilusión, se realizará, sin duda alguna, pero no ahora, porque todo está sometido a leyes. Se trata de un fenómeno moral, psicológico, y es preciso que los mismos hombres cambien de camino para renovar el mundo. No puede existir la fraternidad mientras el corazón de cada uno de nosotros no se sienta hermano del corazón del prójimo. No sabrán los hombres, en nombre de la ciencia y del interés, repartir apaciblemente entre ellos la propiedad y los derechos: nadie se creerá suficientemente favorecido, y se envidiarán y se exterminarán los seres. ¿Pregunta usted cuándo se realizará esto? Llegará el instante, cuando haya terminado la era del aislamiento humano, que reina en todas partes, y cuyo término no ha llegado aún. Actualmente cada uno aspira a aislar su personalidad de la de los demás: quiere saborear por sí solo la plenitud de la vida, sin comprender que todos esos esfuerzos, lejos de acercarlo a su objeto, tienden al suicidio social e impiden, por lo tanto, que en ese aislamiento pueda nadie afirmar plenamente su personalidad. En efecto, durante este siglo todo se ha fraccionado en unidades: cada uno se aisla en su escondrijo, se aparta de los demás, se oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y los aleja de sí. Amontona bienes él solo, satisfecho de su poder y su grandeza, pero ignora el insensato que cuanto más se enriquece, más acentúa una fatal impotencia. Se ha acostumbrado a no contar más que consigo mismo; se ha apartado de la colectividad; no cree en el mutuo apoyo, y tiembla apenas se echa a pensar que desaparezca su fortuna y con ella los derechos que le otorga. El espíritu humano empieza a perder de vista la más alta verdad, ya que la única sólida garantía del individuo consiste, no en su esfuerzo personal aislado, sino en la solidaridad. Este terrible individualismo terminará, sin duda, y acabarán los hombres comprendiendo cuán contraria era la naturaleza a esta doctrina. Y las gentes, en los tiempos venideros, extrañarán que el mundo haya permanecido tanto tiempo en las tinieblas.
*Parte de una de las apasionadas conversaciones entre el infeliz Miguel y Zósimo, en Los Hermanos Karamazov. Pinche Dostoievski brillante.
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