Jueves. Hago mal uso de Google maps y ando media hora hacia el rumbo equivocado. Chispea y el viento sopla frío. Cuando por fin el hotel está a tiro de piedra, siento que he llegado a algo parecido a La Meca. Tengo apenas una hora para acomodarme y arreglarme. Me espera una presentación y una entrevista. Pasan por mí al diez para las 3. Todo sale bien. Quedamos a las 7:30 pm para echar un trago en el bar del hotel. El elevador que sube directo al 18 (el único que sube, de hecho, a ese piso) tarda unos 5 minutos en funcionar. Por no revisar el mail a tiempo espero media hora en el piso 18. Otra vista espectacular, pero todo el tiempo me siento incómoda. No porque esté sola, sino porque es justamente el tipo de lugar que no es mi lugar. Todas las mesas están reservadas, así que me siento en la barra. El bartender tarda horas en darme la carta. Para entonces ya estoy camino a recoger mi saco en la entrada. Bajo a mi habitación en el piso 7. Veo que la cita se había cambiado para ir a cenar. La hora de México se me graba en la cabeza, así que para cuando vuelvo a ver el reloj ya voy media hora tarde. Corro. Por fortuna, es literalmente en la esquina. Llego y el grupo ya está sentado; hacer la mesa más grande parece una misión imposible. El lugar está... Sí, abarrotado. Más que restaurante, parece antro fresa de Las Lomas. Pero se logra. La comida llega como en viandas. Pruebo unos diez platillos diferentes. La cocina es de inspiración asiática. Indescriptiblemente deliciosa. Hacemos rondas también con los postres. Un placer comatoso. Hay una especie de merengue que parece caído del cielo. Un té de naranja y jazmín cierra la comilona. Apenas he cruzado palabras con mis compañeras de grupo. Pensar que a la vuelta de la cuadra finalmente me espera una cama y un cuarto para estar a mis anchas adquiere tintes de una verdadera bendición.
Viernes. Me quedo en la cama hasta que es inevitable salir de las cobijas para llegar al almuerzo. Estoy ahí antes que el grupo. Apenas me estoy acomodando en la barra cuando empiezan a llegar. Pido Bullabesa, el plato del día. No hablo en toda la comida. De lo rico que está. Pero también por lo fuera de lugar que me siento. No puedo opinar sobre si prefiero NY o París; no prefiero ninguna. Tampoco del nivel de shopping del que se habla. No tengo hijos. Pienso en la cara que he de tener. Por fortuna mi plato es grande y me aboco a acabar con él. A la hora del postre, se habla de libros. Por fin siento que puedo participar. Crème brulée. Isla flotante. Pudín de chocolate. Crepes suzette. Otro placer comatoso. Dos tazas de café. El bullicio es tremendo. El lugar está, sí, también a reventar. Salgo de ahí para encontrarme con un viento fuerte, pero también de nuevo con Chelsea. Greenwich Village. El Soho. Más tarde, de vuelta a Union Square. Hace frío. Estoy agotada. Me compro mi regalo de Navidad (unas Dr. Martens verde) y me digo 'suficiente'. Quiero darme un baño en la tina, ponerme mi pijama y leer. Quizá escribir. Nada más. Ha vuelto a chispear. El viento sopla tan fuerte que me cuesta trabajo ir de frente. Con la mano en la puerta giratoria del hotel, suspiro de alivio. Cometo el pecado de pecados: deseo amanecer en mi casa. Chateo. A las 8:10 pm concluyo que esta semana ha sido una dura prueba para mi rigidez mental. Muchas cosas se salieron de curso, se dieron a destiempo (¿cuándo no?). Pero fui capaz de disfrutarlo todo. De enfrentarme únicamente al aquí y al ahora (o al menos lo intenté con ganas). De apreciar los pies que me llevan y me traen. De, como siempre, comprobar que la que sale de viaje no es nunca la misma que regresa.
Sábado. La vida dirá. Y ya veremos qué tanto caso le hacen mis pies.