Domingo.
Vuelo de 4 horas: 50 minutos con turbulencia moderada. Julie & Julia distrae lo suficiente el sudor frío de mis manos. Por primera vez, el agente de migración no pregunta ni siquiera por qué estoy en su país. Mi segunda maleta es de las últimas en salir a la banda. If someone offers you a ride, he probably might not be... O algo así leo en un cartel mientras la espero. A la salida, un tipo con rasgos de Europa del este me conduce a su taxi. Algo me dice que no debo subir porque no es amarillo, pero mi cuerpo va en piloto automático y mi voz parece haberse extinguido. Me cobra una fortuna por llevarme al barrio de Williamsburg, en Brooklyn. Mientras saca mis maletas de la cajuela, intento abrir la puerta; no puedo. El seguro para niños está activado. Pero el chofer se disculpa y me abre la puerta. Llegué, pienso. Toco el timbre del edificio; el bip para entrar no se deja esperar mucho. En el piso 8 sólo hay dos puertas. Ninguna el 803. Una marca 810. La otra conduce a un pasillo, al final del cual se escucha música. Quizá alguien ha dejado abierta su puerta. Me quedó ahí, afuera del elevador, pensando si me habré metido al 473 en vez del 475. ¿O era al revés? Antes de que me decida, por la puerta sin número aparece mi casero número 1 de esta semana. Fiu. Tras un largo pasillo, finalmente estoy en su loft. La vista de Manhattan es tan espectacular que desconcentra. Sin ninguna razón en particular siento que el taxista me estafó. Cuento los billetes. Me falta uno. Clic. Más allá de la fortuna por traerme, hizo pasar uno de mis billetes por otro de menor denominación. Hijo de puta. Con razón arrancó tan rápido. Foc. Foc. Foc. Mil veces foc. El acto de un verdadero mago me hace comprender aquel cartel del aeropuerto. Demasiado tarde. Pero aún hay cosas que resolver para la misión del día siguiente. Me digo que no puedo nublarme con el asunto del dinero. No de momento. Dos horas después, me siento una completa idiota. Pero unas copas de tinto, una gran charla y el descubrir varias (sabias) coincidencias de la vida que me han llevado justo a ese loft en Brooklyn, bastan para dejarlo ir. Es dinero, sí. Y no poco. No. Pero esa noche estoy ahí, contemplando el esplendor nocturno de Manhattan a lo lejos. En paz. Y encima no hace ni pizca del frío del pronóstico que consulté.
Lunes.
He dormido poco. La tensión se nota más cuando estás en una cama ajena. Es una ajetreada mañana de producción, pero todo fluye sorprendentemente bien. Hacia las 4:00 pm, el loft ha vuelto a la tranquilidad del día anterior. Sólo quiero descansar y admirar como boba la vista. Como la pizza marguerita que sobró del catering. Un pedazo tras otro. Por la noche, en el piso 11, una pequeña reunión improvisada entre latinos se acompaña con té de menta. Y un vistazo desde una de esas míticas terrazas de un PH en Nueva York. Se puede estar afuera sin que el viento cale los huesos. Caigo rendida sobre la almohada.
Martes.
Cruzo el puente de Williamburg a Manhattan con mi par de maletas anaranjadas. A la 1:15 pm estoy tocando el timbre de mi casero número 2. Me diluyo en los correos de la oficina. Para comer: spring rolls y pad thai. A unos metros, la policía detiene a un estudiante negro. Parece que ha habido una trifulca en la prepa de esa cuadra. Cerca de 15 patrullas y el cierre de varias calles para detener a un solo chico. Qué escandalosos son los gringos, me digo. Caminata por el nuevísimo highline del Meatpacking district criticando las carencias de los medios de comunicación mexicanos y de los periodistas. Café. Visita a la librería en Union Square, que está tomada por la gente que sale de sus oficinas. El estante de revistas está prácticamente vacío. La gente se apiña con su respectiva pila de libros y revistas seleccionados para leer in situ. Un atascón de libros es el mejor regalo de cumpleaños que puedo darme. Una ensalada con arándanos y queso azul para cenar. Year of the Dog mientras llega un amigo de mi casero. Extraño a Takechi. Vuelvo a caer rendida sobre la almohada a eso de la 1:30 am.
Miércoles.
Quiero dormir hasta tarde, pero mis ojos se abren con el primer rayo de sol que entra por las cortinas. Doy vueltas sobre el sofá de la sala hasta que escucho que mi casero se levanta. Salgo a la calle para desayunar algo. Visto ropa ligera. Error garrafal. Apenas llego al deli de la esquina, compro un quiche de espinacas con champiñones y un jugo de naranja, y me regreso a cambiar. Me quedo trabajando toda la mañana en un artículo. Para cuando me da hambre, ya tengo una recomendación en mente y he decidido dar un largo paseo. Voy a un lugar llamado Mamoun's, en MacDougal Street. Pido un falafel. 2,50. Lo devoro. Pido otro. 2,50 más. Satisfecha. Sueño con un puesto así a la vuelta de mi casa mientras estoy sentada en la banquita que tienen para comer ahí. Me prometo volver antes de regresar a México. De ahí, camino a Prince Street 118: Kidrobot. Las casas y árboles repletos de hojas otoñales son una delicia visual. Me aterra pensar que querré comprarlo todo. Pero no, sólo echo un ojo a las vitrinas. Me sofoca la calefacción y me salgo sin rumbo fijo. En un par de cuadras me topo con Broadway... y su multitud. Siento como si hubiera chocado contra una pared. El tránsito está detenido por una señora que se ha bajado de su camioneta; le grita a un policía que la ayude. Dice que le han robado algo y señala a un tipo negro que va ya media cuadra adelante. Entro a una tienda. Salgo de otra. Los ríos de gente no sólo están en las calles, también adentro. Muchos llevan bolsas. Muchos hablan por teléfono. Me cruzo a la acera menos congestionada. Repito la operación. Sigo hasta encontrarme con una tienda de disfraces que resulta más grande de lo que pude imaginar. Paso los siguientes 40 minutos fantaseando cuál me pondría. Me falta poco para comprar uno cuando recuerdo que no me gustan las fiestas de disfraces. ¿O sí? Cuando vuelvo a encontrarme con Union Square, me siento agotada. Me sorprendo de no traer ninguna bolsa de compras conmigo. Caigo en cuenta de que todo lo que he visto me ha parecido una versión modificada de lo que ya hay en mi clóset. Mi tarjeta se alivia. Yo no me reconozco del todo, pero sonrío. Un enorme bowl de arroz blanco con cortes de sashimi es mi cena.
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