viernes, enero 29

De pop corns y pañales

—¿Te conté que ya nació mi otro hijo?, me dijo casualmente un día un amigo mientras charlábamos y nos echábamos unos tragos, después de meses de no vernos.
Acto seguido: escupí el whisky que me estaba tomando.
—Ni siquiera me habías dicho que ibas a tener otro, balbucée estúpidamente.
Ah, ¿no?, me respondió sin extrañeza. Bueno, se llama J.
—Mierda, pensé. Nos está cargando la vida.

Pop. Pop. Pop. Pop... Como palomitas en micro. Así van brotando las parejas con-hijos a mi alrededor últimamente. Hace un par de años, si acaso era una la aventurada en eso de extender la familia. Era el negrito en las comidas y reuniones. Pero ahora pareciera que vamos a todo galope en pos del casi todas (¿pero en qué momento?, me pregunto yo). Ah, los treintas y sus cosas.
A algunos los he visto muy montados en su papel, como si hasta silla acolchada tuviera el asunto (y me dan ganas de decirles que si hubiera una campaña pro-paternidad, ellos deberían ser protagonistas). Otros, la verdad, parecieran pagar caro la ocurrencia de montar a pelo. Eso, o los he agarrado en los tres minutitos de sinceridad y espanto en los que todo papá admite que eso de ser papá no es precisamente un cuento de Disney. Ya luego recobran un poco la compostura y echan la pelota a tu lado de la cancha con el "y-tú-para-cuándo".
Espanto más, espanto menos, lo que todos te sueltan es aquella obviedad de "un hijo te cambia la vida". "Sí, se nota", me dan ganas de responderles, pero siempre me limito al amable "me imagino" para no herir susceptibilidades.
Lo que realmente me causa curiosidad es el tono con el que te lo dicen. Porque tengo la sensación de que pronuncian esas cuatro palabras como si pretendieran suspenderlas en el aire. Como si buscaran impregnarlas de todo el peso que conlleva tener un hijo. Para que, con suerte, uno capte por qué a pesar de los desvelos, las preocupaciones, los gastos, la corredera, la chilladera, el reflujo, bla, bla, bla, hay algo mágico en procrear uno. A veces también me parece que en esa fracción de segundo en la que te lo dicen, y en la que parecen desenfocarte, repasan su vida, con y sin hijos; poniendo sus pros y sus contras sobre la balanza. Y luego, rápidamente, se apresuran a inclinarla hacia la sonrisa con la que acompañan su convencido "pero sí vale la pena".
Escucharlos me hace pensar en que quizás la posibilidad de nuestros tiempos —la de vivir como pareja como un fin en sí mismo, en lugar de tener una pareja sólo para formar una familia— ha venido a sacudirnos todo a todos. Antes, tener hijos era lo que procedía. Punto. Hoy, puede ser una elección de vida. Y entonces, pasar de una vida sin-hijos a una con-hijos tiende un puente sobre el que nuestros padres no caminaron: el del peterpanismo en pareja.
Uffff. Qué intensa. En esto pensé el fin de semana pasado, whisky en mano, mientras veía cómo, poco a poco toma forma una nueva frontera en nuestro círculo de amistades y conocidos: la que dibujan los con-hijos de los sin-hijos. Me consta que unos trataron de mezclarse con los otros. Pero qué lío mantener conversaciones fluídas. Cualquier hilo se rompe porque... El bebé llora. Se echa a correr. Se inquieta. Hay que ir por la carriola para dormirlo. Cambiarlo.
Y luego está el tema de que no se sabe bien a bien de qué hablar. Los con-hijos hablan de sus nuevas vidas con hijos. Los sin-hijos, de cualquier cosa con la que llenemos nuestros tiempos (y no es que una cosa sea mejor que la otra). Es como un diálogo de locos. Aunque supongo que, en algún momento, todos volveremos a reconocernos unos a otros. O algo por el estilo.
Lo dicho: los treintas y sus cosas. De veras.

sábado, enero 23

Del verbo cacarear


Orgullo gallinesco. Dícese de aquel que uno cacarea hasta el cansancio, ante quien se deje y ante quien no, motivado por un logro propio o de alguien importante para uno.

Algo así me pasa con el hecho de que el guión escrito por el mareado (en coautoría con dos amigos más) no sólo ha sido filmado, sino que ya tiene fecha de estreno (anoten: 12 de marzo).
Es curioso, porque yo padecí el proceso de escritura. Lo detesté, de hecho. Durante meses implicó vernos menos, mucho menos, de lo que ya de por sí podíamos vernos (eso de tener trabajos de éxito, ya saben). Implicaba que cansado fuera una constante más evidente. Que se cancelaran o pospusieran planes tras planes porque había que hacer unos cambios o porque había que replantear una escena, etc., etc. Como todo, pasó.
Pero la primera vez que vi un corte, recién terminado el rodaje, la piel se me puso chinita, chinita. Me inundó una alegría pura. De esa que, lagrimitas incluidas, te hace levitar un poco. Al menos el alma. Pues sí, ahí, en pantalla, estaba su esfuerzo. Pasaron meses sin que supiéramos nada sobre el estreno. Incluso pensamos que iría a parar directo a video. Hasta que hace unos días por fin llegaron las noticias de una fecha concreta para RockMari (así se llama la película). Uff. Doble Uff. Triple Ufff.
El mareado sufre de lo que imagino sufrirá cualquiera que haya escrito algo para ser interpretado por otro (o quien lee un libro y luego ve la adaptación): siempre es mejor lo que se proyectó en tu cabeza. No es que yo esté segura de que vaya a ser la-mejor-película-mexicana-jamás-escrita. No, tampoco se trata de perder el piso. Pero que haya quedado fabulosa o dos-tres (si apesta es harina de otro costal) me importa en un segundo plano. Me importa que se hizo y la puerta que podría abrirse a raíz de ella. Por él. Por nosotros.
Yo no leí el guión (por tirria al proceso, claro) y ahora me emociona ir a descubrir una historia de la que sólo me han contado la sinopsis. Una historia que escribió la persona a la que admiro por siempre darse tiempo para concretar proyectos personales. Sea pintar un Munny pitufo o trazar un detalladísimo esténcil. Lo que sea y a la hora que se pueda con tal de sonreír.
Y claro, muerdo de ansias por descubrir qué frase me robó para una escena. Je.
Total, cacareado el huevo (otra vez), les dejo el tráiler de RockMari, que yo quisiera que se convirtiera en algo así como la Hanna Montana región 4. No es mucho pedir, ¿o sí?

domingo, enero 17

Momenticos random

El viernes pasado por la tarde el tránsito de la ciudad fue un caos absoluto cortesía de los ventarrones que amablemente echaron abajo nuestro (endeble) sistema de luz. Me tomó hora y media llegar a mi casa, pero ir a vuelta de rueda se me hizo amenísimo al echar ojo a los cientos de momentos almacenados en mi iPhone. Nada de fotos artsy. Sólo fragmentos capaces de hacerme sonreír por la historia de la que son parte. Les comparto algunos:
















miércoles, enero 13

Sueños Macabros Inc.


Terremotos. Masacres. Muertos. Siempre en imágenes nítidas. Muuuuy nítidas. Por razones para mí desconocidas (si alguien tiene teorías, ¡bienvenidas!), esos son temas recurrentes en mis sueños. De ahí que me abstenga de ver películas de horror. No vaya a ser que le proporcionen ideas de más a mi subconsciente y el terrible erizamiento-entumecimiento que te sacude cuando el sueño te desagrada suba tres rayitas de nivel, me digo.
He tenido cientos de sueños sangrientos (de los que lo mismo soy protagonista que mera testigo), pero hay un par que recuerdo en particular. No sé bien a bien por qué. Quizá porque han sido de los más vívidos.
Está, por ejemplo, aquel en el que corría desesperada en una oscuridad total para salvarme de mi perseguidor, hasta que algo casi hizo que me cayera. Me vi entonces obligada a detener mi carrera y tantear el terreno. De modo que mis pies se encontraron con un bulto voluminoso y blando. De mis bolsillos saqué una lámpara de mano y lo iluminé: era un muerto desconocido, simplemente abandonado a la mitad de la nada. Adjudico este sueño al hecho de que unos días antes, afuera de la morgue de un hospital, había visto los pies descubiertos de un cadáver al que, envuelto en una sábana, dos personas acomodaban en su ataúd.
También está ese otro en el que, hoz en mano, masacraba a no sé cuánta gente en una casa de campo semi abandonada. No recuerdo cómo llegué ahí ni la razón, pero que mi reacción obedecía a una absoluta situación de peligro. ¿De dónde vino esta escena? No sé, jamás pude encontrar algo que la detonara.
Todo esto lo recordé por un sueño que tuve hace tres días, en el que después de una trifulca entre el Ejército, la PFP y unos amigos, me veía obligada a mover a mi mareado, quien estaba tirado en el piso, con la cabeza molida. Pero bien consciente y platicador. WTF?

martes, enero 12

Y sí, me devoré Twilight


Bueno. Lo hice (¡oh, pecado!). Me convertí en una más de los millones de mujeres que han sido abducidas por la saga de Twilight (y en una más de las que han hecho millonaria a su autora). Por culpa del esperpento de película que hicieron de ésta, durante una semana fui presa de no querer parar de leer sus cuatro libros. Así fueran las 2am y al día siguiente tuviera que ir a trabajar. Así fueran las 4am y llevara más de diez horas de un día de vacaciones leyendo (sólo con las necesarias pausas humanamente necesarias). Mi mente (tan dada ella a las obsesiones) fue poseída por ese insaciable "una página más y ya, una página más y ya". Y confieso que tuve que leer como tres veces el final (que me pareció medio anticlimático) para convencerme de que la historia había llegado a su punto final.
No, Doña Stephenie Meyer no es ningún portento literario ni mucho menos. Tampoco es que la historia sea algo del otro mundo. Pero sí que es entretenida a rabiar e ideal para fantasear a las anchas. Irremediablemente uno se deja zambullir en el mundo de Bella y los Cullen, y entran las ganas de ser un miembro más de esa peculiar familia, pero no por todo el misterio que suele rodear a las historias de vampiros, sino porque, en esas páginas, tiene que ver con ser cool. No a pesar del freak personal, sino precisamente por éste.
Esfuerzo más, esfuerzo menos, Twilight le saca a uno la teen que todavía se lleva dentro. Esa a la que se ha intentado sepultar bajo capas y capas de supuesta madurez y experiencia, pero que se deja ver en las inseguridades que nos carcomen cuando nos probamos un nuevo vestido, cuando conocemos a alguien que nos gusta, cuando vemos pasar a una mujer buenísima y guapísima y no tardamos ni dos segundos en desear ser como ella...
Sus cientos de páginas son campo fértil para revivir y sí, también celebrar, la intensidad del primer galán en serio (EL bombón al que según nosotras no merecemos). La sensación de vida o muerte ante la posibilidad de perderlo. De no pasar el tiempo suficiente a su lado. Las descargas eléctricas en el estómago tan sólo de verlo. Ya no digamos de besarlo. La calentura desbordada. El deseo que nunca parece apagarse. El romance en su concepción más cursi (Edward Cullen es un romántico modelo 1918). Un bien comprimido combo sacude a la adulta, que no tarda en transformarse en un manojo de emociones adolescentes conforme avanza entre las páginas.
¿Que hay otras cosas que hacer? ¡Ná! Todo puede esperar. Al menos hasta que llegue la última página y uno recuerde que ya no se tienen 17 años. Por fortuna. Así que, más que lamentarse ante ello, uno se pregunta cuándo diablos habrá otra saga que haga verle la mejor cara a la peor etapa de ser joven (al menos yo la pasé fatal). La historia de Twilight es, en tantos y tantos sentidos, la película que uno se pasó en la adolescencia (con o sin vampiros). Una y otra y otra vez. ¿O acaso ha habido alguna que no rogara porque su own-personal-Edward-Cullenapareciera a la vuelta de la esquina?

domingo, enero 10

Fábulas desde La Tierra




Es enero. Mientras nosotros nos deseamos ¡feliz año! y hablamos sobre lo que nos depara el futuro, en el Ártico el sol finalmente se deja ver en el horizonte. En medio de una solitaria ladera, entre la nieve se abre paso una osa polar. Tan pronto sale de su refugio invernal, se dejar ir cuesta abajo, deslizándose gozosa. Unos segundos después, detrás de ella, se asoman dos oseznos de ocho semanas, que por primera vez en su vida ven la luz del día e intentan dar sus primeros pasos...
Más o menos así empieza Earth, el formidable documental de Disney que sigue a tres familias —osos polares, elefantes y ballenas— a lo largo de las cuatro estaciones del año. No exagero. Abundan las tomas animales espectaculares (como la del tiburón blanco brincando muy por encima del nivel del mar, la del oso polar enfrentándose a un grupo de morsas, la de una parvada que cruza las cimas más altas del Himalaya, las panorámicas de los caribús...). Los paisajes son sobrecogedoramente hermosos. Pero, más allá de recordarme lo obvio de este planeta que nos asila y cuán fácilmente lo pasamos por alto, el documental (que requirió de 5 años para realizarse) me hizo asir con mayor claridad ese precepto budista que, en la selva de asfalto en que habitamos, me ha costado un poquito de trabajo comprender: aquello de que cada uno de nosotros en realidad es parte de un mismo todo. Y a partir de lo cual el amor y la compasión hacia todos tiene un pelín más de sentido.
Ver cómo una pequeña gacela es devorada por una chita o cómo una manada de leones acaba con un elefante me estruja el corazón. Sí, pero también me fascina. Porque, lejos de emociones edulcoloradas, es la naturaleza en su estado más puro y perfecto. Un ejemplo magnífico de la cadena vital. Simple y llana. Allá afuera, un animal existe para que subsista otro, que a su vez existe como sustento de un tercero... Es tan necesario como natural que un elefante o un caribú se confundan y desprendan de la manada para que otro lleve sustento a sus cachorros... Las estaciones del año se suceden una a la otra para hacer florecer distintos niveles de vida. Y no hay nada qué cuestionar.
Claro, en el mundo animal es fácil ver la relación del uno con el todo. Ah, pero de vuelta en casa esa facilidad se desdibuja por completo. Porque a nosotros no nos guía el instinto puro. Porque se nos ha aleccionado bajo un montón de convenciones sociales rígidas y mezquinas, creo yo. De los demás, uno quiere salvarse como se quisiera salvar a la gacela acechada por la chita. Uno quisiera evitar que los demás lo lastimaran, como quisiera evitar que un oso polar sucumbiera de inanición. Pero vaya esfuerzo inútil. Así como sonríe y ríe, uno cae y se lastima. Uno se levanta. Sólo para volverse a caer. Y, eventualmente, uno muere, claro.
Está visto que lo conveniente es practicar a tiempo completo aquello de que la gente que se te atraviesa a lo largo de la vida o las circunstancias a las que ésta te enfrenta tienen un solo motivo, llamado aprendizaje. Lástima que no es cosa de niños. No, no. Pero vaya si da perspectiva pensar en la vida, nuestra vida, mi vida... como parte de un todo engranado.
En fin, en todo esto me hizo pensar Earth. Ah, y en lo tonto que resulta tomarse tan malditamente en serio cualquier eventualidad contenida entre las cuatro paredes de una oficina o de una casa. ¿Vale la pena? No, en absoluto. ¿Recordaré esto mañana lunes? Damn! Ojalá que sí.