martes, octubre 20

Caricaturas, pre-sen-ta...






Siempre hay gente parecida a uno. O gente que dice que conoce a alguien igualito a uno. Pero lo cierto-cierto es que siempre hay personajes fantásticos que se parecen a uno. De aquellos que la gente encuentra parecidos a mí, hay dos que particularmente me gustan (Kiki y Chihiro). Sobre todo porque algo de mí, más allá de un físico caricaturizado, encuentro en ellos. Y hay un tercero con el que directamente di yo esta tarde. Voten ustedes por su favorito.
1. La brujita de Kiki's Delivery Service.
2. La Chihiro de Spirited Away (de lo que concluyo que tengo pinta de caricatura ponja).
3. Más recientemente, Mary Daisy Dinkle, la niñita de Mary & Max (que aún no se estrena por acá), pero cuyo tráiler pueden ver si le dan justo aquí.

miércoles, octubre 14

Sesiones Bolek y Lolek (y Rikso)


El otro día alguien me recordó la existencia de Bolek y Lolek, esa caricatura polaca que pasaban en el antiguo canal 11 (no el de Sariñana, pues). No recuerdo que los siguiera con la precisión milimétrica con la que prendía la tele para ver Supervacaciones. Pero supongo que de pronto algo en mi mente recordaba que había oootra barra de caricaturas y programas y le cambiaba al canal.
Recuerdo que los capítulos de Bolek y Lolek se me iban en un santiamén. Y cómo no, si ahora descubro que no dura más de 10 minutos cada uno (hay como unos 30 disponibles en youtube). Con razón pasaban dos seguidos.
Me fascinaba que no hablaran. Que sólo rieran, lloraran o gritaran. Y ya. Será que yo a esa edad hablaba lo estrictamente necesario para comunicarme con el mundo. O que siempre he sido torpísima para seguir el hilo de conversaciones o monólogos que suceden en la tele o la radio. Me gustaba también la musiquita que acompañaba sus aventuras. Más que las (casi) omnipresentes sonrisas del par de hermanos (una dinámica para mí tan desconocida), me contagiaba una alegría tremebunda. Además, siempre se las ingeniaban para meterse en problemas resimples y luego se las arreglaban para salir de ellos. Casi siempre sin la aparición de adultos, que eran algo así como entes-de uso-adorno.
Ah, y también me gustaba su perrito, Reksio. Que ahora encantada veo que es una especie de versión animada del mío. En honor a aquellas sesiones de caricaturas, les dejo dos capitulillos. Dénle justo acá o aquí

lunes, octubre 12

¿2010?, ¡¿ya?!


Este mundo editorial en el que vivo sumergida me hace pensar que enero está a la vuelta de la semana cuando apenas estamos empezando octubre. Qué le vamos a hacer. Irremediablemente mi mente navega ya entre el balance de este año casi cadavérico (en días) y el plano de viaje del gordinflas que viene.
Quizá el tema-en-boca-mundial será Sudáfrica, pero cada vez me va quedando más claro que el mío será concretar esa limpieza mental para la que he ido juntando escoba y trapeador a lo largo de los últimos meses. Pero, sobre todo, el de deshacerme de esa actitud negativa mía ante absolutamente todo. Sospecho fundadamente que será algo así como mi año Pare-de-sufrir.
El otro día en la oficina, en pleno jornaleo, grité que en una de ésas me convenía hacerme budista. Por supuesto, nadie me creyó. Ni yo (aunque no del todo). Con lo visceral que siempre soy, resultaría un milagro que yo me iluminase, un tantito siquiera. Pero tengo la esperanza de que algo puedo hacer por mí para no estar neceando tanto con este mundo. Será el budismo, la meditación, la yoga o el sereno... Pero algo he de lograr. Espero, eso sí, no una persona aburridísimamente feliz y pacífica.

Prometo que no me fumé el bajoalfombra de mi oficina.

domingo, octubre 11

¿Quién le teme a la oscuridad?


Confieso que yo, un poquillo. Concretamente a la oscuridad al interior de una casa o una habitación, cuando se supone que la parte del mundo en la que estoy duerme.
Cierto temor me abraza en el momento de absoluta oscuridad que se da en lo que el ojo se acostumbra a la penumbra, después de recién apagada la luz. Temo al caminar a tientas hacia la cocina, cuando una sed o una tos de perros me pillan a media noche sin un vaso de agua junto a mi cama. Temo cuando la vejiga me obliga a levantarme entre sueños.
No creo en fantasmas. Tampoco he visto uno. Pero temo descubrir que a diario convivimos con ellos. Cada noche sé que no hay nadie más que nosotros en casa, pero si me veo forzada a salir de las cobijas temo encontrarme con alguien tan pronto dé unos pasos lejos de éstas. Y temo más al apagar la luz, cuando he de dormir sola en un cuarto de hotel. Entonces me parece más posible que nunca que haya un mundo paralelo a este, y que la oscuridad total sea la responsable de abrir la puerta que los une. (Pocas veces he experimentado sudor frío a través de la lectura, como cuando se abren las puertas del elevador en el piso 15 del Dolphin Hotel —en Dance Dance Dance, de Murakami—, y una oscuridad absoluta aguarda al protagonista.)
Una y otra vez me digo que, a estas alturas de la vida, semejante temor resulta un tanto ridículo. Ahí, parada, en plena oscuridad, me aferro a la cuerda de lo racional que todos llevamos dentro, pero siempre llega la próxima vez y todo se repite. Aunque ahora que lo pienso, quizá temerle a la oscuridad no sea otra cosa que un reflejo de lo que me pone de cabeza el mundo: lo incierto.


*Tomé la foto con mi iPhone. Una madrugada de jueves camino a Pátzcuaro, cuando pensé que podía ser el último día que veía a mi padre.

martes, octubre 6

Vuelta (exprés) a mi infancia

Fue uno de esos fines de semana largos, de viernes a martes, que uno debe obligarse a tomar de vez en cuando. Sólo para no caer en las garras del colapso nervioso siempre inminente. No lo pasé en la casa de mi infancia, porque mi infancia transcurrió en al menos una docena de casas (algo de espíritu gitano tiene mi familia). Pero sí en la actual casa de mis padres.
Pasaron por mí y, como solíamos hacerlo, viajamos por carretera hasta nuestro destino durante algunas horas. En una de ésas, caí dormida hecha un ovillo en el asiento trasero del auto. En absoluta paz, como si Atlas, el titán ese que carga el cielo sobre sus hombros, hubiera cargado mis nublados cielos por unos días.
Durante cinco días fui despertada con la llegada a mis manos de un vaso gigante de jugo de naranja recién exprimido. Comí platillos siempre recién preparados y deliciosamente sencillos. Dormí las siestas vespertinas a los pies de la cama de mis padres. Dejé que me hicieran piojito y masajearan mis pies. Platicamos sentados a la mesa de todo y de nada y de lo de siempre sin prisa alguna, comiendo naranjas en gajos. Preparamos gorditas de anís y las devoramos con un vaso de leche. Se me pidió que hiciera algunas labores y las hice (ahora sin rechistar). Bromeamos. Reímos. Nos abrazamos. Me dormí tranquila escuchándolos hablar sobre las cuestiones del día en el cuarto de junto.
Durante cinco días disfruté de los pequeños detalles y rituales familiares que se aprecian mejor y se añoran a la distancia. Finalmente era cuestión de días para que yo regresara a mi papel de hija-emancipada-casada-y-trabajadora. Y ellos, a su papel de padres-jubilados-recién-mudados. Pero, qué fortuna poder sentirse tan cobijada y alejada del mundo real. Qué fortuna sortear eso que llaman individuación y disfrutar las pepitas de oro familiares que te deja. Oh, sí. Ya ni hablar de la fortaleza que te infunde para regresar a esto que llaman la vida adulta.