Pasaron por mí y, como solíamos hacerlo, viajamos por carretera hasta nuestro destino durante algunas horas. En una de ésas, caí dormida hecha un ovillo en el asiento trasero del auto. En absoluta paz, como si Atlas, el titán ese que carga el cielo sobre sus hombros, hubiera cargado mis nublados cielos por unos días.
Durante cinco días fui despertada con la llegada a mis manos de un vaso gigante de jugo de naranja recién exprimido. Comí platillos siempre recién preparados y deliciosamente sencillos. Dormí las siestas vespertinas a los pies de la cama de mis padres. Dejé que me hicieran piojito y masajearan mis pies. Platicamos sentados a la mesa de todo y de nada y de lo de siempre sin prisa alguna, comiendo naranjas en gajos. Preparamos gorditas de anís y las devoramos con un vaso de leche. Se me pidió que hiciera algunas labores y las hice (ahora sin rechistar). Bromeamos. Reímos. Nos abrazamos. Me dormí tranquila escuchándolos hablar sobre las cuestiones del día en el cuarto de junto.
Durante cinco días disfruté de los pequeños detalles y rituales familiares que se aprecian mejor y se añoran a la distancia. Finalmente era cuestión de días para que yo regresara a mi papel de hija-emancipada-casada-y-trabajadora. Y ellos, a su papel de padres-jubilados-recién-mudados. Pero, qué fortuna poder sentirse tan cobijada y alejada del mundo real. Qué fortuna sortear eso que llaman individuación y disfrutar las pepitas de oro familiares que te deja. Oh, sí. Ya ni hablar de la fortaleza que te infunde para regresar a esto que llaman la vida adulta.
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