miércoles, marzo 31

10 reflexiones (personales) sobre el caso Paulette


Es el tema del día y no voy a salir con que no me ha dado vueltas en la cabeza. Y es que a mí, casos como este (o como el del chico que atropelló al policía por evitar el alcoholímetro) me dejan pensando muchas cosas sobre nuestras conductas como seres humanos, como animales sociales, sobre nuestras reacciones y emociones. Aquí, diez reflexiones personalísimas (sin otro orden que como me fueron viniendo a la mente) a raíz del tristemente célebre caso Paulette:

1. Hoy todos decimos que sospechamos desde el principio que la niña no estaba perdida. Puede que algunos sí, otros no. No importa. Sólo creo que después de tanta cobertura y deilusión mediática, a muchos se les minarán las pocas o muchas ganas de difundir mensajes de ayuda de este tipo en un futuro. Qué pena por los que en verdad la requerirían.

2. No sé por qué a la hora de juzgar a la gente se nos olvida que, como nosotros, son seres humanos. Que las cosas nunca son negras o blancas. Todos creemos que somos buenas personas, incapaces de mover un dedo. Pero yo creo que bajo presión extrema, ante situaciones traumáticas graves o bajo el influjo ardiente de una emoción a chorro, cualquiera puede darse un encontronazo con un yo completamente absurdo. Por más que pregonemos lo contrario, somos capaces de mucho más de lo que nos gusta creer. Olvidamos que, así como somos frágiles, podemos ser dementes.

3. Somos unos clasistas de mierda. Somos adictos al drama y al morbo.

4. La cantidad de malas y absurdas decisiones que uno puede tomar en momentos de estrés severo pueden ser sorprendentes. El miedo, la culpa, el terror... Sólo unos segundos nos separan de las fatalidades.

5. En este país, para llamar la atención de las autoridades y sí, de algunos periodistas, hay que tener dinero o buenos contactos. ¿Cuántos niños se pierden a diario? ¿Y a cuántos no les importa un comino moverse para que aparezcan? ¿Cuántos carteles de personas desaparecidas no se convierten en basura por las calles?

6. El resentimiento social se potencia gracias al anonimato en las redes. La gente es capaz de argumentar las cosas más descabelladas y crueles porque no tiene que dar la cara.

7. Nuestras autoridades son de un incompetente horrendo. En la acción, en el compromiso, en el hablar... Qué tristeza inmunda.

8. De que hay recursos (mal administrados) y voluntad social, los hay. Pero somos muy roñosos y caprichosos para encausarlos.

9. Ser padre no es sinónimo de ser una persona juiciosa a tiempo completo. Dentro de la naturaleza humana tiene cabida la perversidad. Así que, para mí, todos corremos un poco de peligro.

10. Alguien necesita preocuparse por la hermanita de 7 años de Paulette. A esa edad, uno capta y almacena muchas cosas, aunque no se las entienda del todo. Lo que le espera es durísimo. Sea lo que sea que realmente haya pasado, las circunstancias que le ha tocado vivir son una verdadera putada.

Ah, y me quedo con una pregunta ociosa... Todos aquellos que difundieron el mensaje, y que usualmente desconfían de este tipo de cadenas, ¿por qué decidieron ayudar esta vez? ¿Por qué confiaban en quien originalmente se los había mandado? ¿Porque se trataba de una niña linda? ¿O por qué?

martes, marzo 30

Directo al corazón


Les dejo, nomás porque sí, este pasaje de El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, de Haruki Murakami, que me pareció hermoso:

—No dejes que el cansancio se adueñe de tu corazón* –dijo ella–. Mi madre siempre me lo decía. Me decía que, aunque el cansancio llegue a dominar nuestro cuerpo, debemos seguir siendo dueños de nuestro corazón.
—Sí, es un buen consejo –dije.
–Lo cierto es que no sé qué es el corazón. No sé qué significa exactamente, ni tampoco sé cómo se usa. Sólo he aprendido la palabra.
–El corazón no se usa –dije–. El corazón está ahí y basta. Es como el viento. Es suficiente con que puedas sentir su latido.


*La palabra corazón, en japonés, tiene un significado más amplio que en español; abarca ámbitos del conocimiento, los sentimientos y la voluntad, de manera que incluye conceptos como pensamiento, mente, alma y espíritu (N. de la T.)

De vestidos y pantalones





Hubo una etapa en la que Detesté, así con mayúscula, los vestidos y las faldas. Simplemente no encontraba cómo llevarme bien con ellas. Recuerdo que a mi mamá le turbaba el hecho de que en mi clóset sólo hubiera jeans (en una docena de cortes diferentes, eso sí) o pantalones de colores (nunca de pinzas o formales). Y cada que salíamos de compras sosteníamos una discusioncilla al respecto, por lo regular en el probador. Yo eventualmente cedía en el enterque y me dejaba comprar un vestido, ocasión-especial-de-por-medio, para terminar por usarlo sólo una vez y guardarlo por los años de los años en el fondo del armario, hasta que no me quedara más, lo sintiera muy pasado de moda o se me olvidara su existencia. Qué le vamos a hacer, me sentía tiesa metida en ellos (ahora confieso que me gustaría haber conservado uno que otro).
Creo que detrás de mi aversión a ellos siempre ha estado un poco de pena por mis piernucas, que desde que recuerdo me han parecido más infladas de la cuenta (de mi cuenta, claro). Aunque también algo tiene que ver la comodidad de sentarse como se te da la gana en donde se te dé la gana. Cosa que no se da igual con un vestido o una falda de por medio. Pero, curiosamente, desde hace unos meses como que ando haciendo las paces con ambos. Será que encontré referencias de moda más ad hoc a mi estilo. O será que mi lugar de trabajo sufre de efecto invernadero (mmm... no, lo cierto es que también en invierno me dio por los vestidos). O será que descubrí que uno no necesita entaconarse para llevarlos. No sé, algo cambió. Aunque siguen sin gustarme mucho mis piernas, pero pues como me llevan y me traen a todos lados muy puntualmente, siento que merecen tomar algo de sol o protagonismo de vez en cuando.
Lo que sí es cierto es que, vistos en otros personajes, algunos vestidos siempre me han parecido exquisitamente atractivos. Dígase todos los vestuarios de película de la época victoriana o las cortes francesas. O, más recientemente, los vestidos de películas como In the Mood for Love (¡qué delicia de estampados florales!) o An Education. Inevitablemente los veo y pienso: "En otra vida". En esta, me quedo con la onda fachosona.

domingo, marzo 28

Receta para un almuerzo


Como hoy ando de compartida (y de posteadora), aquí les dejo una sencilla pero deliciosa receta para arrancar una mañana de domingo (o sábado, por qué no). Aparte, claro, de una rigurosa taza de café o té. La conocí en casa de la amiga de una amiga en unas vacaciones en Cancún. Como desde entonces no la suelto, particularmente en fines de semana, bauticé el plato como huevos domingueros, porque es un almuerzo abundante (con dos uno queda más que satisfecho) y se disfruta (y prepara) mejor con la calma de tener aún la pijama puesta y el día entero por delante para uno.

¿Qué se requiere?
Mayonesa.
Mostaza (si es Dijon, sabe más).
Queso (el gouda o el manchego aumentan el sabor).
Pan (blanco, integral, multigrano, el que se quiera o se tenga).
Huevos.

¿Qué hay que hacer?
1. Mezclar una porción de mayonesa con una de mostaza (la mezcolanza debe alcanzar para untar una o dos caras de pan, según el hambre).
2. Tostar la(s) rebanada(s) de pan al gusto.
3. Embadurnar una de las caras de cada rebanada con la mezcolanza de mayonesa y mostaza.
4. Sobre ésta, colocar una rebanada de queso.
5. Coronar con un huevo estrellado y... voilá!

Nota: la foto no le hace justicia a cómo sabe. Lo prometo.


¿Regresarán aquellos tiempos?*

Cuando éramos niños, andar en bicicleta y en patines por nuestra cuadra o colonia era cosa de todas las tardes. Incluso sin madre a la vista. A lo más, regresábamos a casa chamagosos y raspados, producto de una espectacular caída. Pero eso fue hace más de tres, cuatro… décadas. Hoy, aquello nos parece una hazaña irrepetible, no sólo para nuestros hijos, incluso para nosotros mismos. La ciudad ha crecido; el tránsito ha enloquecido. Tanto, que no importa cuánto hayamos rodado nuestras llantas con un Frutsi, eso de montar una bicicleta y salir como si cualquier cosa a la calle nos parece digno de una demencia absoluta. Aunque hay valientes que cada día salen a reclamar el espacio ciclista. Y como son cada vez más, poco a poco la confianza de todos se ha ido refrescando. Se nota los mañanas de domingos en Reforma. Se nota en el paseo dominical cada fin de mes. Se nota en algunas colonias durante los fines de semana. Pero no es lo mismo ir al volante de una bici en un fin de semana o en un área controlada que salir en ella al tránsito feroz. Lo que es cierto es que sortear muchos de los peligros que implica básicamente tiene que ver con respeto, de unos y otros por igual. Como un intento por hacer patente cuánto debemos trabajar aún en estos asuntos, desde 2003 (www.ghostbikes.org), por las calles del mundo han ido apareciendo bicicletas pintadas de blanco allá donde cayó un ciclista en un accidente de tránsito. Lo mismo si fue en una avenida transitada o en una esquina aparentemente inofensiva. Son fantasmas que, de algún modo, se instalan ahí para recordarnos que el ciclista al que respetas puedo ser yo. Que el ciclista al que respeto, puedes ser tú.


*Quería compartirles este textilo que escribí para la versión impresa del boletín mensual Todos en movimiento.

Despertar de domingo

Me encanta dormir. Tanto, que me pone (muy, muy) de malas que me despierten. De ahí que si alguien me hubiera dicho hace unos años que levantarme temprano a voluntad en domingo me causaría emoción, lo habría tildado de no conocerme ni los dedos gordos del pie, como mínimo (y tampoco mi madre lo habría creído). Pero, curiosamente, es justo lo que me pasa cada vez con más frecuencia. Los fines de semana me gusta dormir temprano para levantarme temprano al día siguiente.
Será que así siento que me rinde más el día. Porque así puedo llegar a patinar a Paseo de la Reforma sin que haya tanta gente (aunque me da gusto que más y más gente saque sus bicis y patines). Porque así siento cómo van cambiando la temperatura y la luz del día. Cómo va despertándose la ciudad. Porque así el desayuno y el café me saben a calma, una calma que no necesariamente puede lograrse entre semana. Porque así puedo leer todas las notas que se me antojan en los periódicos. Y las revistas que tengo pendientes. Y los blogs y el libro en turno. Y aún hay tiempo para ver una película o para no hacer nada. Vaya, que así el día es una suma interminable de momentos que me gustan. Y entonces sopla en mí un aironazo constante de alegría. Y todo por levantarme temprano en domingo. Qué simpleza.

sábado, marzo 27

Dichosas palabras

Escritas sobre el papel parecen unidimensionales. Pero en la mente pueden adquirir tal nivel de resonancia que, por más que las hayamos escuchado y escrito a lo largo de nuestros cuadernos, es posible encontrarles nuevas dimensiones. Desde hace unos meses, eso me pasa con:

Comprender.
Contemplar.
Amar.
Compasión.
Honestidad.
Gratitud.
Honrar.
Perfecto.
Natural.
Estar.
Ser.
Es. Es. Es. Es...



jueves, marzo 25

Si mis manos hablaran a trazos

Me gustaría que mis manos tuvieran el don de hacer imágenes como las que ven abajo. Pero como no, ni tantito, pues nomás las voy juntando según las encuentro en revistas, páginas de internet, blogs o donde se me crucen. La primera es mi favorita (tengo una litografía esperando a ser enmarcada). Es de Kelly Vivanco. La segunda salió del imaginario de James Jean, para Prada. Las otras tres... ¡holly shit! No recuerdo de dónde salieron. Que sus autores me perdonen el irrespetuoso olvido. Pero que consideren que me gustan sus trazos.







miércoles, marzo 24

No desearás...


A uno se le consumen los días deseando, ansiando todo aquello que no se tiene o que se cree que no se tiene en cantidades suficientes. Aquello que se considera in-dis-pen-sa-ble para ser feliz. Cosas. Situaciones. Personas. Dinero. Puestos. Estatus. Posesiones. Habilidades. Otros días. Otras circunstancias... La lista no para. Nunca de los nuncas. Pues no. Se nos ha enseñado que de eso va la vida: de ir córrele que córrele detrás de lo que no tenemos.
Claro, eventualmente uno se hace con alguno o algunos de todos esos deseos, pero sólo para darse cuenta de que ya se alojó en nosotros uno nuevo o varios. Que el agasajo de eso que deséabamos se esfumó en el preciso momento en el que lo obtuvimos (¡oh, decepción!). Y así, al infinito y más allá. Y luego, cuando (con suerte, por casualidad u obligado) uno se toma un respirito y le echa un vistazo al masacote de deseos, en apariencia tan pero tan indispensables, y se percata de que no, que no lo son en absoluto, encima uno cae en cuenta de que no se tiene ni la más remota idea de cómo demonios conducirse ante esa especie de no-deseo. No tarda una vocecita en cuestionarnos "¿qué clase de sandez hippie es ésa?".
No es que haya llegado a un punto en el que no deseé ni una cucharada de helado. No, no. Nomás que llevo varios días en los que mis prisas por llegar adonde se suponía que debía llegar a los 30 para a los 40 tener derecho a decir que le había sacado provecho a mi vida, se cuartearon. Y estoy aquí, parada, contemplando ese montón fracturado. Cosa nada fácil. Es como si me cosquilleara esa incomodidad de cuando no sabes qué hacer con las manos o hacia dónde mirar en un elevador lleno. Potenciadísima, por supuesto.
De pronto, no anhelo fervientemente haber dado ya el siguiente paso. Una parte de mí sólo tiene ganas de sentir el viento (y sus distintas intensidades) que sopla justo donde estoy. Pero no, la mente no está acostumbrada a ello. No le es fácil soportar semejante neutralidad. ¡Lás-ti-ma Mar-ga-ri-ta! Porque no voy a ceder.


*Nota curiosa sobre la ilustración: googlée wind y fue la primer imagen que me apareció. El nombre del archivo: Wind Serenity. Ajá. Las coincidencias no existen.

martes, marzo 23

Hombrecitos grises


Ya sé que Magritte pintó este cuadro, titulado Golconde, mucho antes de que Michel Ende escribiera Momo. Pero verlo en gran formato irremediablemente me recordó a los hombrecitos grises que describe el escritor en dicha novela. Hombrecillos engabardinados, sombrerudos y sin rostro definido. De esos que siguen poblando a millones este mundo.

jueves, marzo 11

Just push

De una madre a un hijo

Bien, hijo, te lo digo:
la vida, para mí, no ha sido una escalera de cristal.
Ha sido una escalera
llena de clavos y de astillas
y de tablas rotas
y de sitios de suelo sin alfombras,
desnudos.
Y todo ha sido
subir
y llegar a descansillos
y torcer esquinas
y a veces avanzar en la oscuridad,
donde no hay ninguna luz.
Así que, hijo mío, no retrocedas.
No te quedes sentado en los escalones
al ver que el ascenso es más bien duro.
No desfallezcas ahora...,
porque yo sigo, cariño,
yo sigo subiendo,
y la vida para mí no ha sido una escalera de cristal.

Este es el poema, escrito por Langston Hughes, que memoriza Precious Jones para recitarlo un día en clase, frente a sus compañeras y la maestra Blue Rain.
Leyendo Push, de Sapphire (en la que se basa Precious), pienso: qué cabrona puede ser, no la vida, sino la gente. Aunque, en realidad, no importa la mierda que te suceda. Importa cómo la afrontas. Importa no quedarse ahí sumido y empujar.

martes, marzo 9

Yoísmo


Yo. YO. yo. Yo. Yo. Yo. YO. yo. Yo. YO. YO. yo. Yo. YO. yo.yo.yo.yo. Yo. YO. Yo. YO. Yo. Yo. YO. yo.yo.yo. Yo. YO. yo.yo. YO. yo. Yo. Yo. Yo. YO. yo. Yo. Yo. Yo. Yo. YO. yo. Yo. Yo. Yo. Yo. YO. yo. yo.yo.yo. yo...

Ejem, ustedes disculparán. Es mi ego el que escribe a gritos, porque últimamente se me está sintiendo muy amenazado. Pero es que, claro, a quién le va a gustar que se le tache de fascista, totalitario y dictatorial. Pues no, a nadie. Menos a él. No le ha gustado nada que le diga de frente: "Ego: no eres mi identidad. Eres una barrera. Me traes corriendo, con tanta prisa, que no me dejas ni pensar tantito las cosas, para ver lo que estamos haciendo y por qué lo estamos haciendo". Se me enfurece nomás de oírlo.
Y entonces le entran estas ganas insaciables de reafirmarse y me hace unas preguntas muy, cómo decirlo, deterministas." ¿Y, entonces, sin mí, qué eres?, ¿y todos tus planes?, ¿NUESTROS planes para conquistar el mundo?". Y entonces yo le digo: "Estás de chequelete, mano". Y seguimos luchando. Él por plantarme nuevos deseos. Yo, por verlo a los ojos y decirle con una sonrisa: "Gracias, ya tuve suficiente". Los mantengo al tanto.

lunes, marzo 8

A patín





Patino desde que recuerdo. Ergo, me pasé la infancia y la pre-adolescencia (jo,jo) con las rodillas hechas una miseria. Primero lo hice trepada en unos súper Fisher-price azules con naranja (aunque con éstos, más que deslizarse, uno arrastraba los pies. Shjjjss, shjjsss, shjjjss, shjjsss). Luego lo hice en unos de metal ho-rri-pi-lan-tes, que gritaban a kilómetros de distancia ahí-viene-la-Patinstein. Pero claro, resultaba muy práctico para la economía familiar que se ajustaran a mi creciente pie. Bah, como si por entonces uno entendiera de esas cosas.
Luego tuve unos de cuatro ruedas, de botita (sí, de botita), que, ejem, no me duraron mucho porque... ¡me creció el pie! Ni siquiera lo suficiente como para que recuerde de qué color eran o qué habrá sido de ellos. Pero luego, ¡por fin!, ¡POR FIN!, ya que mis inestables pies decidieron no estirarse más, me compraron unos en línea, que usé hasta que no dieron más de sí. Pobres, al final ya daban pena de tan mal que los trató el asfalto.
Y luego... Luego me hice adulta y lo de patinar se fue al carajo. Al menos por un rato. En parte porque no tenía tiempo, en parte porque las tiendas de deportes decidieron que los patines en línea no estaban de moda. Bendito el día en que salí de viaje y me crucé con una tienda de patines. No me importó desembolsar una contante cantidad para hacerme de unos Roller Blade que siempre traigo en la cajuela del auto. No se me vaya a ofrecer la ocasión y yo sin estar preparada. Antes, por supuesto, no me daba miedo brincar, saltar, virar y patinar hacia atrás. Ahora me la pienso tanto que siempre que lo intento siento que estoy a punto de caerme o realmente estoy a punto de caerme. Pero al menos puedo ir a la par de Takechi en su versión más desenfrenada los domingos por Reforma, liberando mi droga favorita: las endorfinas.

El día que descubrí a Lorrie Moore



Descubrir a un autor que te cautive, del que quieras devorarte todo aquello que ha escrito, es un néctar delicioso, aunque no necesariamente común. Porque, aun cuando hay un un sinfín de buenos autores, no siempre se hace ese click con la voz de sus personajes.
Di con Lorrie Moore por casualidad el año pasado, justo cuando retomé el hábito de echarle un ojo a las recomendaciones de Babelia, en El País (acá la entrevista). Me llamó la atención que mencionaba haber retratado, en cierto modo, a un Estados Unidos post 11-S (tengo una curiosa obsesión por las novelas con este tema) y lo anoté en mi infinita lista de libros a comprar y leer.
Finalmente llegó a mis manos como regalo de cumpleaños (¡gracias L.! y no quise apilarlo en el altero de 'ya llegará su momento'.
Como con todo autor desconocido para uno, temí no engancharme y arrastrarme para acabarlo. Pero gratamente me bastaron unas páginas para disipar esa nube y descubrir, bien plantado, un humor ácido y crítico. Y, a la vez, una trama aparentemente sencilla, pero llena de sacudidas entre líneas.
Al pie de la escalera retrata un tema algo ajeno para México: la adopción interracial entre una clase media supuestamente liberalísima, a través de Tassie, una estudiante universitaria, procedente de uno de esos pueblos situados en medio de la nada, Dellacrosse (del que la narradora dice que es el espacio exterior del espacio exterior, donde la gente le resulta alienígena).
Diálogos, reflexiones y monólogos para despatarrarse de risa, hay muchos. Como también momentos para detenerse en seco a reflexionar, a lagrimear por cómo somos, por lo que dejamos que nos pase. Además que las quejas-observaciones de Tassie son fascinantes, (como los tamaños orwellianos de los vasos en Starbucks o que en su pueblo hablen en un tiempo pluscuamperfecto, porque al hablar, todo es preámbulo), uno de los pasajes que más me impactó fue este (que se da cuando Tassie está jugando en el parque con la niña a la que cuida cada tarde):

—¿Crees que podríamos quedar de vez en cuando para que jueguen?, preguntó la mujer. Maddie no tiene amigos afroamericanos, y creo que le vendría muy bien tener uno, sonrió.

El otro, con el que sí se desgarra uno las vestiduras, no se los cuento, por si leen el libro. Como sea, es lamentable a morir que en nuestras librerías no esté disponible su obra. Dirán los libreros: ¿pero a quién le va interesar esta neoyorquina? Pues sí. Maldita mente pueblerina que tenemos.

Escombro, luego existo





















En mi familia soy famosa, entre otras aptitudes, por malgeniuda (porque me pone de malas que me despierten, que me interrumpan cuando estoy leyendo, por no comer a mis horas, por estar cansada... Ok. Mejor le paro). Pero también por mi sorprendente habilidad para ir formando (y acumulando) montones y montones de cosas, de libros, de revistas, de papeles, de ropa. Básicamente de lo que se deje, por donde se pueda. Aunque a pesar del amontonamiento crónico, sé perfectamente dónde está cada cosa (o eso me digo). Excepto las llaves, que siempre estoy perdiendo y encontrando, así sea dentro de mi propia bolsa.
Pero he de decir que siempre (así sea más temprano que tarde) llega el momento en que me da por acabar hasta con el último y más recóndito montón. Símbolo de muchas cosas, entre ellas, claro, que ya me harté de mi propio desastre de acomodo. O de que ya me aburrió el panorama. O de que hay algo en particular que no encuentro (esta vez fue un brazalete que llevaba extraviado meses). O de que estoy mudando otra capita de piel. O de todo un poco.
Depurar. Redecorar. Reacomodar. Tres de los verbos más constantes en mi vida; en algunas etapas con más vehemencia que en otras (habría que preguntarle a mi mamá cuántas veces reacomodé mi cuarto durante la adolescencia). Y es que a veces me basta mover una lámpara de lugar o un portarretratos. O cambiar una foto o hasta la colcha. Pero hay momentos en los que me resulta necesario mover absolutamente cada mueble. De una zona en particular o de la casa entera (bueno, eso es ahora; antes sólo tenía mi cuarto como campo de prácticas). Meter todo en cajitas o canastas. Cambiar la cama de lugar. Reordenar los cajones. Acomodar los libros con algún nuevo orden. Doblar/colgar la ropa por colores, por tipo, por estaciones... Me sobran ideas sobre cómo acomodar todo (¿obsesiva, yo? ¡noooo!), y siempre me falta tiempo para lograrlo.
Pero lo que verdaderamente me gusta de 'poner todo en orden' no es el resultado (a veces no pasa ni un día cuando ya me regresó lo amontonadora). Para mí, lo reconfortante es, simplemente, hacerlo. Sacarlo todo de su lugar, limpiarlo y reordenarlo (ajá, justo como los papás de Amélie). Mientras lo hago, no existe nada más que encontrarle el lugar adecuado a cada cosa. Es entonces cuando más disfruto escuchar música (y hasta canto y bailo, lo juro). Y, una vez cumplida la misión, nada se equipara con el suspiro de alivio de haber vencido al monstruo del desorden y darle la bienvenida al que está ya tocando la puerta. Yo qué sé, entre despedir a uno y recibir a otro, algo se aclaran y acomodan mis ideas, y voy por la vida un poquito más ligera. Hasta que he vuelto a acumular demasiado.

domingo, marzo 7

Momentos Hornby

(A propósito: las bragas de las mujeres me supusieron una terrible decepción en cuanto empecé a cohabitar con ellas. La verdad, nunca me he recuperado del pasmo que me supuso descubrir que las mujeres son como son, que hacen lo que hacen y que luego pasa lo que pasa: se reservan las mejores prendas para esas noches en que saben en que van a dormir con compañía. Cuando vives con una mujer, esas prendas indefinibles, ese trozos de tela desvaída, encogida, habitualmente comprados en las rebajas de Mark & Spencer, aparecen de pronto colgados de todos los radiadores de la casa, y tus lascivos sueños de adolescente, tu idea de que la edad madura iba a ser un tiempo en el que estarías rodeado de lencería exótica para siempre jamás..., todos esos sueños se desmoronan y se hacen polvo).

Este hilarante párrafo se lo debemos a Rob Fleming (Rob Zimmerman en una llamada telefónica estupidísima), en Alta fidelidad, de Nick Hornby (editado en México por Anagrama). Quise compartírselos así porque sí, porque fue uno de los tantos momentos de este libro que me hicieron reír a carcajadas durante la semana pasada.


*La portada del libro de Penguin me pone verde de envidia. No entiendo por qué carajos no podemos tener esos diseños por este lado del mundo.

miércoles, marzo 3

¿Se irá a acabar el mundo?


Vaya uno realmente a saber. Tendremos que esperar al 2012 para descubrirlo. O no. Como sea, siento que se trata de una pregunta que nos estamos haciendo cada vez, no sólo con mayor frecuencia, sino con más apremio. Como si una duda más certera se nos fuera enclavando de a poco. Y claro, con desastres como el de Haití o el de Chile (¡8.8 por minuto y medio!) sobra tela de dónde elucubrar.
Algunos dicen que la Tierra está enojada con nosotros, que está resentida por cuánto hemos abusado de ella. A lo mejor. A lo mejor no tanto. Sabrá ella. Lo que sí me parece es que el 2010 arrancó de tajo, y no tomando vuelo paulatinamente, como nos habría gustado (o como creemos que debería de ser). No sólo es que todos andemos corriendo como caballos desbocados ante tanto bomberazo. Es que, de algún modo, todos hemos enfrentado sismas personales, raspones, sinsabores, desconciertos, pedradas, accidentes, asaltos... Súmenle. Pero, sea lo que sea, como que nos han agarrado con el carro frío, a lo áspero. O al menos así ha sido en mi entorno cercano.
A mí lo único que me va haciendo algo de sentido es que tanta adversidad está que ni pintada para reducir un poco nuestra velocidad (¡oh, ironía!), repensar y repensarse. Cercionarnos de lo que sea que cada uno tenga que cerciorarse. Al nivel que sea. Digo, nunca está de más darse un tiempito para responder a una pregunta como... ¿pero, qué carajos estoy haciendo? (¿o sí?) Si lo que tenemos que decir al respecto nos gusta o no, bueno, cierto esfuerzo podría hacerse para cambiarlo. Y, entonces, darnos aliento para llegar a buen trote a ese mítico 2012. Que a lo mejor resulta tan poco espectacular como el 2000, cuando nos dimos cuenta de que no volaban los autos, ni volarían pronto.

lunes, marzo 1

Dos y contando


Hoy, hace exactamente dos años, hice lo que durante muchos años dije que no haría: fui la novia de la boda. Y no me arrepiento ni una pizquita. Aquel día es uno de los mejores recuerdos de mi vida a los que he dado forma desde cero.
Me hace sonreír el corazón el cariño con el que quienes fueron suelen recordar ese día, cuando me dicen que deberíamos de repetirlo. Me sonríe el corazón de recordar a todos baile y baile, tomando fotos con las cámaras que pusimos en cada mesa, brindando, torciéndose el pie, yendo a la tienda por un six de cervezas, llevándose una de las antorchas que iluminaban el jardín... Cuántas anécdotas para una sola noche. Cuántos recuerdos maravillosos y jocosos. Antes, durante y después. Incluso a la mañana siguiente (¡¿ron con agua de la llave?!).
Y todavía me sonríe más el corazón al re-escuchar "Amor violento", de Los Tres, la canción que el mareado y yo bailamos (haciendo gala de los dos pies izquierdos que cada uno tiene) aquel 1 de marzo de 2008, en Tepoztlán. ¡Salud, pues, por aquel día y por los que vendrán! Gracias a todos los que estuvieron ahí con nosotros. Gracias a los que han estado desde entonces. A los que se han ido sumando. A los que han estado siempre.

Y acá, el blog escrito durante los meses previos al bodorrio. Digo, por si alguno se pregunta qué diablos hizo que decidiera ser la novia.