sábado, mayo 29

La culpa es de todos

–El paraíso está escondido en el alma de cada uno de nosotros: en este momento se oculta en la mía, y, si quiero, podré realizar ese sueño para toda la vida. (Hablaba conmovido, mirándome con cierto aire misterioso y como si me interrogase). En cuanto a la culpabilidad de cada uno de nosotros en las culpas ajenas, aparte los pecados propios, sus consideraciones no pueden ser más justas y lógicas, y es asombroso que haya podido comprender con tanta amplitud idea tan magna y elevada. Cuando los hombres la comprendan, no será un sueño al advenimiento del reino de los cielos, sino una realidad.

–Sí, pero ¿cuándo llegará ese instante? –exclamé, con dolor–. ¡Tal vez no sea más que un sueño!

–¿Acaso, no cree usted en sus propias palabras? Lo que usted llama ilusión, se realizará, sin duda alguna, pero no ahora, porque todo está sometido a leyes. Se trata de un fenómeno moral, psicológico, y es preciso que los mismos hombres cambien de camino para renovar el mundo. No puede existir la fraternidad mientras el corazón de cada uno de nosotros no se sienta hermano del corazón del prójimo. No sabrán los hombres, en nombre de la ciencia y del interés, repartir apaciblemente entre ellos la propiedad y los derechos: nadie se creerá suficientemente favorecido, y se envidiarán y se exterminarán los seres. ¿Pregunta usted cuándo se realizará esto? Llegará el instante, cuando haya terminado la era del aislamiento humano, que reina en todas partes, y cuyo término no ha llegado aún. Actualmente cada uno aspira a aislar su personalidad de la de los demás: quiere saborear por sí solo la plenitud de la vida, sin comprender que todos esos esfuerzos, lejos de acercarlo a su objeto, tienden al suicidio social e impiden, por lo tanto, que en ese aislamiento pueda nadie afirmar plenamente su personalidad. En efecto, durante este siglo todo se ha fraccionado en unidades: cada uno se aisla en su escondrijo, se aparta de los demás, se oculta con sus bienes, se aleja de sus semejantes y los aleja de sí. Amontona bienes él solo, satisfecho de su poder y su grandeza, pero ignora el insensato que cuanto más se enriquece, más acentúa una fatal impotencia. Se ha acostumbrado a no contar más que consigo mismo; se ha apartado de la colectividad; no cree en el mutuo apoyo, y tiembla apenas se echa a pensar que desaparezca su fortuna y con ella los derechos que le otorga. El espíritu humano empieza a perder de vista la más alta verdad, ya que la única sólida garantía del individuo consiste, no en su esfuerzo personal aislado, sino en la solidaridad. Este terrible individualismo terminará, sin duda, y acabarán los hombres comprendiendo cuán contraria era la naturaleza a esta doctrina. Y las gentes, en los tiempos venideros, extrañarán que el mundo haya permanecido tanto tiempo en las tinieblas.

*Parte de una de las apasionadas conversaciones entre el infeliz Miguel y Zósimo, en Los Hermanos Karamazov. Pinche Dostoievski brillante.

viernes, mayo 28

Obviedades


Son las 12 del día. Los dictados de mi hambre me han traído a almorzar un plato grande de pozole, con maciza y sólo lechuga. He venido con un libro para acompañarme en la faena. No contaba con que el lugar estuviera a medio llenar. Mientras espero mi plato, echo un vistazo a la concurrencia. Me embobo contemplando a las familias sentadas en algunas de las mesas. A las dos enfermeras que han venido por una cubeta entera de pozole. Al oficinista que, BB en mano, se cura la cruda con unas quesadillas bien ensalsadas y una michelada. A un trío de amigas sonrientes. A una mamá y su hija. A la mujer embarazada cuyo andar delata que está en las últimas semanas... Cuánto movimiento. Cuánta vida. Qué maravilla, se dice una parte de mí.
Gente en la calle siempre hay, ¿eh?, yendo y viniendo, se dice otra. Sí, ya. Ya sé que vivir es lo cotidiano. Pero cuando uno se pasa 10-12 horas al día enchufado al escritorio de una oficina y ha llegado al punto de no pensar en otra cosa más que trabajo y niveles de estrés, es un detalle nimio que fácilmente se esfuma. ¡Mierda! Mi corazón se acongoja y llora unas lágrimas por lo enajenado que uno puede permitirse estar. Qué gran lujo, pienso toda yo. Y de pronto, me atraviesa la certeza de mi fortuna, por estar aquí y ahora, con estos zapatos puestos. Lo que fue, ya no importa. Lo que vendrá, ya será. Provecho.

jueves, mayo 27

¿Y yo por qué veía Lost?


Ya. Se acabó Lost (aunque ahora sus guionistas salgan con que hay un bonus del mandato Hurley-Ben en el Blu-ray de la sexta temporada. Ash). Todos lo sabemos de sobra. ¿Que si me gustó el final? Pues no. Aun cuando les perdono lo ambiguo, pues así fue toda la serie, me pareció sobradamente cursi, y terrible que más de 40 minutos se consumieran en ver cómo caminaban todos de un lado a otro de la isla. Hubiera preferido un capítulo más conciso. ¿Que si le entendí? Ps sé. Total, aquí uno puede entender lo que quiera y no estar mal, sino todo lo contrario.
Pero, más allá de interrogantes sobre el episodio final y de qué iba la cosa en sí, lo que realmente me ha estado rumiando la cabeza es: ¿por qué vi, semana a semana, una serie durante seis años, cuando hace dos o tres que se transmitieron sus mejores capítulos? ¿Por qué una persona como yo, tan adicta a buscar certezas, se embaucó con una trama todo menos cierta y absolutamente enredosa e inconexa? Pues no sé. Es un misterio digno de la serie. Bueno, no, puede que no tanto. A ver:
En principio debo decir que, para mí, Lost fue la puerta al universo de la tele de paga. Porque sí, yo crecí sin su influencia. En mi tele sólo hubo canales distintos a los nacionales hasta que viví por cuenta propia. Así que no, no vi en tiempo real ninguna serie previa. Luego, estaba el factor avión-que-se-cae-cuyos-pasajeros-sobreviven. Y cuántas veces no me he imaginado yo en semejante caso (cada que tomo un vuelo, por supuesto). Sumado al hecho de que todos sus personajes eran unos gafes de alturas incuestionables, y a mí me fascinan los personajes así. Y, claro, estaban además los sucesos extraños e inexplicables que todos citamos como gancho al hígado; entiéndase: los osos polares en pleno paraje tropical, el humo negro, Walt y su vital importancia para la isla, la iniciativa Dharma, Los Otros y... ¿y ya? No, seguro que ya me olvidé de muchas cosas. Espero.
También es cierto que lo que sucedía en la tele daba para pasarse horas teorizando por aquí y por allá (y cómo nos gusta teorizar), o para ironizar sobre las teorías, por qué no. Para dárselas de descifrador de misterios nato, de guionista en potencia (desperdiciado) al anticiparse a lo que iba a pasar. O fracasar en ello estrepitosamente, como era más bien mi caso. Y quizás ahí radica uno de mis mayores anzuelos: el "a ver ahora con qué me salen". Aunque, según yo, después de cierto número de capítulos hubo que empezar a justificar a la condenada serie bajo el "ya mero se va a poner buena". La verdad es que se componía un capítulo o dos y luego, derechito al fondo del aquí no pasa nada. Cinco minutos de sorpresa a chorro por docenas de impasse. Pero quién puede sostener el mismito nivel de calidad argumental siempre. Ni la vida, caray, me decía.
Tampoco debo omitir que verla se convirtió en una especie de ritual no declarado de pareja. Por más que fuéramos adictos a extender nuestras jornadas laborales, el mareado y yo solíamos salir a una hora decente, primero en lunes y luego en martes, para llegar al sillón y verla. Y luego, religiosamente, a abrir una sesión de preguntas y respuestas (adivinen quién preguntaba y quién explicaba).
Dicho esto, lo lógico era preguntarme si siento que perdí mi tiempo, como muchos de los no fans aseguran que ha pasado. No mentiré. Por un momento pensé que sí, pero nada de dramas ni exageraciones. Así como para los críticos de entretenimiento Lost marcó una pauta en la relación de los fans con las series y la mercadotecnia de estas, para mí Lost representa, además de la serie que me permitirá recordar mi paso de los veintes a los treintas (como Beverly Hills 90210 lo hace con parte de mi adolescencia), mi abrazo más sincero al entretenimiento puro. Porque yo de purista televisiva, tenía mucho. Y, curiosamente, su final ha marcado también el final de una era personal. Eso sí, creo que volveré a la costumbre de ver series sólo en DVD (o en el formato vigente, pues). Así puedo hacerlo a destiempo y sin anuncios. Y en maratones a mi antojo. Lo hice con Seinfeld, Sex and The City y Six Feet Under. Los Soprano: ¡es su turno! (ya sé, voy al revés. Pero mírenlo así: me espera una grande, cuando ya todos creen que la época dorada de las series va en picada).

Pd. Hago patente mi deseo de encontrarme un trabajo como el de los guionistas de Lost. Es decir: hacer un amasijo desastroso con todas mis obsesiones y teorías personales, fanatizar a media humanidad, decirles dos temporadas antes que no les voy a resolver todas las dudas que ya les sembré y que se me alabe por ello. Miles de dólares de por medio. ¿Dónde firmo?

Pd 2. ¿Ya saben que la foto es de AXN, no?

Instantáneas









Directo desde mi iPhone para ustedes. Obsesión por mis pieseses, los tenis y otras chucherías cotidianas. Ah, y una de las fotos de cuando era escuincla que más me gusta. Ah, y mi perriuqui adorado. Todo en un orden distinto al (des)escrito. Ustedes disculpen.

Nota mental

"Cualquier momento es bueno para comenzar... Y ninguno es tan terrible para claudicar".
Lo dijo-escribió Pablo Neruda.

miércoles, mayo 26

Munny-me




¿Ya hice patente que me gustaría ser un poco más hábil dibujando, no? Bueno. ¿Qué creen? Que también me gustaría ser un poco más ocurrente para hacer cosas como estos Munny (el yogui y la emperlada, parte de munnyexhibit.com). Digo, tampoco es que sean algo así como una ecuación matemática de nivel astrónomo, pero yo compro uno en blanco (bueno, me regalan uno en blanco) y lo único que se me ocurre, después de horas y horas de pensarle, es ponerle un lunar a la altura de la boca. ¡Clap, clap, clap! Bien egocéntrica yo.

El sonido del silencio

Estando sola en casa, hay gente que hace de la tele un compañero ambiental. Otra que hace lo propio con la radio o la música. Gente que canta, llama por teléfono o busca platicar con lo que se deje prácticamente a tiempo completo. Cada quien sus rutinas. A mí, aparte de estar sola, desde niña me gusta sintonizar con el silencio y los ruidos aledaños. Me gustaba jugar o hacer la tarea sin nada de fondo más que el silencio espectral de la casa de mi abuela, interrumpido sólo por los gritos de mi bisabuela, que me llamaba a comer. Y ahora me gusta sentarme a leer o a escribir en mi casa mientras escucho cómo se estiran los cristales fríos conforme les dan los rayos del sol. El agua corriendo por las tuberías del baño. El martilleo a lo lejos en una construcción. El trinar de alguno de los pájaros mutantes de la ciudad. El gugururu de la paloma que se apoltrona en una columna, afuera de mi cocina. El eco de los ladridos de un perro. El aire meciendo las persianas. La sirena de la ambulancia que pasa rauda a una o dos cuadras. Pero, por encima de esos sonidos aledaños, me gusta escuchar esa especie de murmullo silencioso que despide el espacio en sí que conforma mi casa (hoy es esta, pero así ha sido con todas aquellas en las que he vivido). Me gusta llegar de la calle, meter la llave en la cerradura, abrir la puerta y dejarme envolver por su 'vacío' auditivo. Me inunda de mucha, mucha paz. ¿Por qué? No lo sé de cierto. Pero creo que tampoco importa. Quizás importa más poder hacer esto mismo en donde sea que se esté.

*Sí, por supuesto, el título es alusivísimo a The Sound of Silence, esa canción de Paul Simon que, invariablemente, me transporta a un sitio cuya apacibilidad también va más allá de mi comprensión.

martes, mayo 25

A la una, a las dos... ¡salta!









Nunca había pensado en ello, pero sospecho que el fotógrafo Philippe Halsman (nacido en ¡Latvia!, en 1906) tenía mucho de razón al decir que: “Cuando le pides a alguien que salte, su atención se concentra en la acción misma de saltar, por lo que su máscara cae, permitiendo que se haga visible la persona real.” Claro, tratándose de un adulto. Porque de niño, quién no brinca sin límites sobre la cama, o de una cama a otra, o donde sea, sin importar cuántas veces se caiga y se rompa la boca.
Y a sabiendas de que la edad acartona (supongo que la fama más), saltar era justamente lo que le pedía Halsman a sus fotografiados una vez terminada la sesión oficial. Un guiño infantil que se tornó en su sello más personal (bajo el término jumpology), en un libro llamado
Jump Book y, ahora, en una energética exposición en una galería neoyorquina (pues sí, ¿dónde más?). De modo que, en estos días, en las paredes de la Laurence Miller, uno puede apreciar quizás algunas de las imágenes (en total, 50 retratos) más espontáneas que existen de esos estrellones que fueron Marilyn Monroe, Fred Astaire, Sophia Loren, Grace Kelly, Richard Nixon, entre otras por el estilo, en la década de los 50. Ush. Y si al ver las imágenes en pantalla entran unas ganas tremendas de saltar, asumo que son irrefrenables estando ahí, frente a ellas. Como sea: ¡A la una, a las dos... ! Pero que alguien nos capture para la posteridad. O al menos, para recordarnos en unos años, ¿no?

Ah, sí. Quién es quién en las fotos.
En orden, todas íconos glamurosos de su época, convertidas en sendas escuinclas por el tipo que trabajaba para la revista Life:
Philippe Halsman (su cara de anodado es fantástica) y Marilyn Monroe, 1954.
Audrey Hepburn, 1955.
Brigitte Bardot, 1951.
Janet Leigh, 1951.
Jean Seberg, 1959.
Grace Kelly, 1959.
J. Fred Muggs (¡un chimpancé!), 1953.

Acá, una nota del New York Times sobre la exposición.
La muestra completa pueden verla aquí (sólo hasta este viernes 28 de mayo).

*Por supuesto, los derechos de las fotos pertenecen a la Galería Laurence Miller.

lunes, mayo 24

Lo que tenga que ser


Yo no sé si Cerati se irá a despertar del coma inducido sin un gramo de secuelas, para recordar todo esto que le pasa como un mal sueño. Puede ser. Puede que no. No nos queda más que esperar para saber.
Yo descubrí al argentino por Bocanada. De ahí conocí a Soda Stereo, cuando ya nada quedaba de ellos (les digo, se me dan tarde los descubrimientos musicales). Aunque hay varias canciones de Cerati como solista que me gustan, ninguno de sus discos me ha vuelto a envolver como aquel de la magnética foto azul. Pero ese no era el punto.
Con esto que le pasa a Cerati pienso en algo que siempre me ha resultado curioso: cómo nos cuesta trabajo aceptar lo natural (aquello de enfermar, envejecer y morir). Nos preguntamos cómo puede pasarle algo así a alguien de 'apenas' 50 años, talentoso, querido. Cómo puede estar en riesgo de muerte él y no otro más prescindible (para nosotros). Cómo puede ser que en un segundo cayera fulminado, si el anterior estaba bien; sobre todo cuando aún tiene tanto que darle al mundo (cómo sabemos esto, quién sabe). Pero en ningún caso hay otra respuesta más que: así, así como pasó. En un abrir y cerrar de ojos. Foc. ¿Que sorprende? Pues sí. ¿Que entristece? También. Qué más quisiera uno no ser confrontado tan de sopetón con lo ilusoria que es nuestra idea de certeza, de permanencia. De todo aquello que nos importa y de nosotros. En fin. Cerati: si tienes que volver, que sea en las mejores condiciones posibles. Si tienes que irte, se te extrañará.

domingo, mayo 23

Una simple taza de café

Conectar la cafetera. Abrir el depósito de agua. Vaciar en él una taza y piquito de agua. Cargar el filtro con tres y media cucharaditas de café. Colocar la taza debajo del filtro. Encender la cafetera. Escuchar el sonido del agua bullendo. Aguardar cuestión de casi un minuto para que gota a gota el ambiente empiece a impregnarse del olor a café. Esperar unos minutos (1' 31", en la mía) para que la taza se llene. Vertir un chorrito de leche. O no, según el humor. Aguardar unos minutos más para no escaldarse la lengua. Saborear sorbo a sorbo. Sin prisas. Sentir cómo el líquido recorre el interior de nuestro cuerpo. Cómo la cafeína alegra la circulación. Ah. Qué maravilla poder llenar el día de simples rutinas como esta. Mejor que esperar impaciente en una atolondrada fila. Garantizado. Es cosa de no pensar más que en lo que se está haciendo. Y ya.



sábado, mayo 22

1 día, 1 película

A partir del lunes, ver al menos una película por día entre semana será parte de mi día (o al menos eso me he propuesto). ¿Por qué? Porque ya me harté de ir sumando títulos a mi repisa con mejor condición de la que tengo para verlos; sea por primera vez, por segunda o por quincoagésima. Porque qué caso tiene ir coleccionando películas si uno no hace más que suspirar por algún día poder tener tiempo para ¡(re)verlas!, en lugar de buscar el espacio para hacerlo. Pero, sobre todo, lo haré porque las películas me hacen soñar, reír, viajar, llorar, enojar, me sorprenden, me transportan, me seducen, me motivan, me desgarran, me alegran, me... tantas cosas. Y mi yo hedonista ha decidido que es hora de embriagarse a diario con cocteles así, en vez de licuados de estrés y amargue oficinil. Y punto. Lo haré, pues, porque quiero y porque podré. Porque siempre se puede, y es más bien uno quien pierde el tiempo diciéndose que no. Total, está visto que ya les iré relatando qué veo y qué siento. Por lo pronto, ya sé de cierto que arrancaré semejante dieta cinematográfica con Los lunes al sol.

Y es acá donde daré cuenta de mi maratón: http://dietadeocio.blogspot.com

lunes, mayo 10

Exquisiteces para el corazón


Nunca fui una niña que coleccionara muñecas. Más bien fui una niña que jugaba con ellas. Una vez salidas de la caja, jamás volvían a ser merecedoras del calificativo impecables. Si no perdían la cabeza para luego recuperarla a costa de un poco de cuello, terminaban con terribles cortes de pelo (que a mí entonces me parecían fantásticos) o un tanto chamagosas, de tanto arrastrarlas. Eso sí, de poco paseadas jamás pudieron quejarse. Pero curioseando el otro día me topé con estas de la foto, llamadas kouklitas, que sí me dieron ganas de sumar a una de mis repisas (ha de ser porque son de trapo). Además de hacerme pensar en algo muy simple (tan simple que se pasa por alto), más allá de lo exquisitamente hechas que están...
No sé por qué, pero cuando eché un vistazo a la página del neoyorquino que las hace (¿por qué siempre la gente detrás de cosas así es 'neoyorquina'?) me imaginé a su creador emocionado, primero, decidiendo qué look darle a cada una. Luego, pintándolas con ahínco y confeccionando cada traje. Y, finalmente, alistándolas para la foto vendedora. Siempre con una sonrisa en el corazón. Porque según yo, de no ser así, sus minirréplicas de modelos de pasarela no resultarían tan apetecibles.
Así que nada. Lo sabido: el entusiasmo que uno pone en lo que hace, se transmite. Y ello hace toda la diferencia. Para uno y para el resto del mundo. Qué importante es no traicionar al corazón. No obligarlo a hacer cosas que, en vez de alegría, le infunden desaliento de manera rutinaria.
A hacer, pues, cosas que nos alimenten en vez de drenarnos. Y si lo olvida uno de nuevo, a atender los guiños que la vida nos hace para recordárnoslo.