viernes, mayo 28

Obviedades


Son las 12 del día. Los dictados de mi hambre me han traído a almorzar un plato grande de pozole, con maciza y sólo lechuga. He venido con un libro para acompañarme en la faena. No contaba con que el lugar estuviera a medio llenar. Mientras espero mi plato, echo un vistazo a la concurrencia. Me embobo contemplando a las familias sentadas en algunas de las mesas. A las dos enfermeras que han venido por una cubeta entera de pozole. Al oficinista que, BB en mano, se cura la cruda con unas quesadillas bien ensalsadas y una michelada. A un trío de amigas sonrientes. A una mamá y su hija. A la mujer embarazada cuyo andar delata que está en las últimas semanas... Cuánto movimiento. Cuánta vida. Qué maravilla, se dice una parte de mí.
Gente en la calle siempre hay, ¿eh?, yendo y viniendo, se dice otra. Sí, ya. Ya sé que vivir es lo cotidiano. Pero cuando uno se pasa 10-12 horas al día enchufado al escritorio de una oficina y ha llegado al punto de no pensar en otra cosa más que trabajo y niveles de estrés, es un detalle nimio que fácilmente se esfuma. ¡Mierda! Mi corazón se acongoja y llora unas lágrimas por lo enajenado que uno puede permitirse estar. Qué gran lujo, pienso toda yo. Y de pronto, me atraviesa la certeza de mi fortuna, por estar aquí y ahora, con estos zapatos puestos. Lo que fue, ya no importa. Lo que vendrá, ya será. Provecho.

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