viernes, mayo 29

María Antonieta a la Coppola


Anoche vi Marie Antoinette, de Sofia Coppola, por nisecuangésima vez y, para variar, me gustó más que la última y mil veces más que la primera. ¿Por qué será?, ¿por su frescura?, ¿por los colores?, ¿por la música?, ¿porque realmente la filmaron en Versalles?, ¿porque siempre he fantaseado con esas épocas de vestidos y pelucones de pastel pomposo?, ¿porque soy una tontona sentimentaloide de vez en cuando?... Sí, supongo que sí pero, sobre todo, creo que es por lo humana que me resulta la María Antonieta de la Coppola. Tan íntima y arriesgadamente retratada (porque ya se sabe de sobra, en la historia que se escribe con hache mayúscula, María Antonieta no está del lado de los buenos).
Pero, mandando al diablo las consideraciones políticas e históricas correctas (que me parece es la propuesta de la Coppola), uno puede imaginar con absoluta libertad lo desolador que sería que te endilguen completamente sola a los 16 a una familia, a una corte, a una cultura ajena. Lo incomprensible/desconcertante/inmedible que es convertirte en reina de FRAAAANCIA a los 18. Lo aterrador de tener los ojos de una nación entera puestos sobre ti. Lo desorientador/pernisivo que sería que tu casa fuera Versalles, con todos sus sirvientes incluidos (tan sólo como museo, Versalles es tan im-po-nen-te que quita el aliento. No hay modo de estar ahí y no pensar en lo fastuoso de lo fastuoso que debió haber sido en los días de Louis XV-XVI y en que debiera existir una máquina del tiempo para viajar en ella y espiar-para-creer). Uffffa, yo diría que son circunstancias más que suficientes para que cualquiera pierda el piso, la cabeza, la realidad, y sea una persona todo menos promedio, sensata y centrada. Ya sé, ya sé, eran otras épocas, la gente vivía menos años y bla, bla, pero ¿no será que una mente adolescente es justo eso: una mente que adolece sin importar el año histórico en que se vive?  
Los franceses (y muchos críticos) detestaron la 'superficialidad' de la Coppola para retratar a María Antonieta y se megaindignaron. Pues sí, su película es un pastelazo muy politícamente incorrecto (cameo de Converse incluidos). Pero, a mi parecer, otra cerecita al bien logrado pastel intimista que es su filmografía. Además tiene el mérito de haber provocado que yo, la me-da-repelú-leer-sobre-historia, corriera a comprar el libro de Antonia Fraser en el que está basado la película para saber más de Doña María Antonieta. Aunque debo decir que, por su letra tan pero tan chiquita, sigue esperando turno en el estante. Será que todavía me falta ver Marie Antoinette un par de veces más para decidirme a devorarlo. Ya veremos.

jueves, mayo 28

Sobre los hijos únicos, y qué no decirles

Se los digo ya, entre las cosas más tontas que pueden preguntarle a un hijo único se encuentra la recurrentísima: "¿Y te hubiera gustado tener hermanos?", que es tonta por dos razones muy simples: 1. A un hijo único llevan preguntándole lo mismo toda la vida (es como preguntarle a un escritor consagrado cómo escribe) y 2. ¿Cómo diablos va un hijo único a saber si le hubiera gustado tener hermanos si no tiene la más remota idea de lo que significa tener uno? Ha de saberse que los hijos únicos son felices jugando solos, fantasean (no sé si más que alguien con hermanos), aprenden a convivir con otros niños cuando están con otros niños... Vamos, que se las arreglan como cualquier otro niño antes de tener hermanos. La diferencia está en que un día, a uno le llegan con un 'muñequito' y su forma de ver el mundo cambia, y el otro sigue su curso como desde que llegó al mundo. Así de simple.
"Ay, qué padre, entonces toooda la atención era para ti, te consentían en todo", es otro comentario muy común, en tono de qué-emoción-qué-padre. Nnnnnnnnnrrrr. Error. Otra línea a evitar. Porque, si se piensa un poquillo, tener toooda la atención paterna tiene su lado bueno y su lado no tan bueno, como todo. Que todos los juguetes sean tuyos, que nunca compartas el cuarto con nadie o que los papás puedan gastar más en ti encuentra su par en que no hay nadie a quién echarle la culpa de tus travesuras o con quién compartir la regañiza, que no hay quién te abra brecha (como creo que pasa si tienes un hermano más grande) y en que la natural aprehensión y exigencia paterna se explaya... sólo en ti. 
Total que a los hijos únicos nos tocó ser hijos únicos y punto. Jugamos a la vida como aprendimos a hacerlo desde que pusimos pie en ella. ¿Que si somos más egoístas y egolátras que alguien con hermanos? No, no lo creo. Aunque ello no quita que por naturaleza lo seamos un poco o un mucho; finalmente la obra de teatro siempre nos ha tenido como protagonistas. Pero también somos muy buenos en eso de convivir con nosotros mismos, a fuerza de haberlo hecho ya una cosa de todos los días. 
En fin, que les digo esto a colación de nada. No es que alguien me haya salido con esta cantaleta hoy. Nomás me vino a la mente el asunto. Y en una de ésas de algo les es útil, digo yo.

miércoles, mayo 27

Cosas que me gustan. Capítulo 2

15. Limpiar a dedazos la mezcla que queda en el tupper tras hacer panqués.
16. La placidez del cuerpo sudado después de ejercitarse.
17. Pasar por un parque y subirme a un columpio.
18. La gente que al saludar te abraza con verdadera calidez.
19. Las chapotas que me salen tras hacer ejercicio.
20. Hacerle piojito a mi mareado o a Taco.
21. El sonido de las hojas de los árboles movidas por el aire.
22. Hacer obsequios sin motivo alguno.
23. Por ende, escribir notas de regalo y dedicatorias personalísimas.
24. Subirme al elevador de mi casa y olvidar apretar el botón del piso al que voy (me pasa a cada rato).
25. Quitar los jirones o burbujas derivados de la humedad en alguna pared. Supera a ponchar las burbujas estas de plástico que ahora no sé cómo se llaman.
26. Encontrar por casualidad en la tele una peli que tenía ganas de ver.
27. Andar descalza.
28. Anotar en una tarjetita las frases o pasajes que me gustan de un libro.
29. Comprobar que la complicidad y las sonrisas con la mirada sí que existen.
30. Levantarme a trozos el esmalte de uñas (cómo son 'buenos' los barnices caros para eso).
31. Mirar por la ventanilla de un avión, por encima de las nubes (no importa si voy o vengo).
32. Aterrizar de vuelta en el D.F., MI ciudad.
33. Doblar los dedos de los pies hacia dentro mientras estoy sentada y descalza.
34. Quitarme con unas pinzas las cejitas que están de más.
35. Caminar por las calles despejadas un domingo por la mañana.
36. Saberme la más yo cuando estoy en casa.
37. Ver las fotos que hay en mi refri.

Sí, sí continuará todavía...

martes, mayo 26

Y esa niña, ¿quién es?


El pequeño bodoque que mira directamente a la cámara (o más bien a mi padre detrás de ella), soy yo. Lo sé sólo porque reconozco en la que me va cargando a mi madre, pues como recuerdo ese momento me es en lo absoluto extraño. Algo que me sucede siempre que echo un ojo a las fotos de mi primera infancia. Aun cuando diez de cada diez imágenes son el retrato de una chiamaca ora bien sonriendo, ora posando con toda intención para la cámara, ora disfrutando una paleta de hielo o con un gesto adusto (como si desde entonces tuviera esos episodios de abstracción en los que pareciera estar a punto de desentrañar las entrañas mismas de este mundo), aquella época me parece la mar de ajena y extraña. Como si alguien más la hubiese vivido en mi lugar. Hay tantas cosas y eventos que, por más que intento, mi cabecita atolondrada nomás no recuerda (para tramafat de mi pobre madre). Y me encantaría descifrar por qué.
En cambio, hay momentos, o más bien debo decir emociones, que podría decir sentí ayer. Soy capaz de revivir la impresión que me causaron con tanta viveza como cuando las experimenté por primera vez. Curiosamente, son las emociones fuertes, de ésas que ya de adultos denominamos traumáticas, las que tengo harto grabadas. Qué caprichosa mi memoria, ¿eh? 
Por ejemplo: Mi mamá siempre me cuenta que se tardaba hasta una hora en llevarme caminando cada mañana a la guardería, aunque vivíamos a unas cuantas cuadras. Y todo porque me subía a cada uno de los juegos que se nos cruzaban. Pero yo no recuerdo ni pizca de ello. Lo único que recuerdo de mis años de guardería, aparte de una maestra haciéndome trenzas y los respectivos tirones de pelo, es el día que a mi papá se le hizo tardísimo para recogerme. Tanto, que era ya la única niña esperando. No era que temiera que me hubiera dejado ahí, no. Sabía que tarde o temprano aparecería por la puerta. Nomás que, estando sola en aquella sala de juegos para entonces vacía, sin otra cosa que hacer que esperar, me entró una especie de... no sé, de algo inmenso que hoy sólo atino a llamar vacío de tristeza. 
Está también el día que cocinaron moronga (guá-ca-la) y decidieron no dejarme levantar de la mesa sino hasta acabar con el plato que me habían servido. Aunque ese día lo que quedó en claro fue mi férrea voluntad, porque casi se hizo de noche y yo no me comí ni un solo bocado de aquel quesque guisado. O está también el día en que a la ñoñaza-que-desde-entonces-era le entregaron la bandera, y cual heroína loser captada en cámara lenta, busqué y busqué a mis padres entre el público sólo para darme cuenta que no habían llegado AL momento 'cumbre' de mi vida escolapia. Llegaron casi al final de la ceremonia, de hecho. "Bah, ¿ya para qué?", me dije yo.
En fin... que anécdotas por el estilo le resultan sencillísimas de traer a cuento a mi chip de memoria. Y la única explicación que se me ocurre para una aptitud selectiva tan peculiar (aparte de haber nacido escorpión, el signo al que las cosas que le hacen sentir mal se le graban con efe-u-e-ge-o) es que en una de las tantas veces que de niña me pegué en la cabeza, haya abollado de más la vena drama-queen de mis neuronas. ¿O de qué otro modo podría explicármelo?

Cosas que me gustan. Capítulo 1

La encarnación más abominable de mi inherente mal humor me persiguió todo el fin de semana. Ni porque se avecinaba un lunes-no-lunes me puse menos amarguetas. F*ing hormonas, he de decir. Pero el no aguantarme ni yo misma me hizo pensar en las cosas simples que, sin más ni más, me ponen de buenas, que me arrancan una sonrisa o, en el mejor-mejor de los casos, me llenan los pulmones de aire. Y he aquí la lista, en su primera entrega (me dio harto gusto darme cuenta que es larguísima), sin otro orden más que como se me fueron ocurriendo...

1. El olor del café fresco, particularmente en mi cocina una mañana de domingo.
2. Dejarme vencer por el sueño siestero sobre el sofá de mi cuarto de tele... y babear.
3. Tener flores frescas en mi casa. No girasoles. No rosas. Entre más apariencia silvestre, mejor.
4. Regalar un libro que sé que será leído y disfrutado. No importa el género. Me encanta regalar las letras que le gustan a los otros.
5. Anotar ideas/títulos/textos/párrafos en un papelito cualquiera tan pronto se me ocurren.
6. Abrir la puerta de mi casa y ver mi sala, mis plantas... respirar mi hogar, simplemente.
7. Los incesantes lengüetazos de Takechi a mis pies descalzos mientras vemos la tele o leo un libro (justo como ahora).
8. Andar todo el día en pijama.
9. No tener que desmaquillarme por las noches.
10. Las gotas de lluvia pegadas a mi ventana.
11. El olor a la lluvia que viene; el de la tierra mojada después de ésta.
12. Observar a la gente: cómo es, cómo se mueve, cómo habla, cómo gesticula, cómo se viste... cómo es.
13. Pillar a mi mareado viéndome dormir.
14. Estar en silencio.

Continuará...

viernes, mayo 22

No, no quiero una Monogram, gracias

Llevo no sé ya cuánto duro y dale con sacarle a cuento el mismo tema a quien se deje, y aquí voy de nuevo: que alguien por favor me explique con palitos y bolitas la obsesión de las mexicans (y no sólo las mexican Barbies) por las bolsas de marca, pero sólo por las forradas con tela tipo papel tapiz enlogado. En serio. 
Digo, habiendo tantísimos modelos tan originales y exquisitos (olvidemos lo exclusivo por ser sinónimo de caro), no me entra en la cabeza que tantas y tantas ahorren y ahorren para comprar el diseño menos interesante de una marca. Ok. Pensemos que mi gusto es patético y que esto del papel tapiz enlogado es LA Hostia Madre. Vale, pero entonces me pregunto: ¿por qué derrapan por comprar un modelo que parece el mismito sea cual sea su tamaño? A lo mejor por despistada me perdí el momento en el que se decretó oficialmente que a las mujeres nos pone mal que otra traiga el mismo vestido-blusa-falda-pantalón (o lo que sea), pero no que un ejército entero traiga la misma bolsa (original o pirata, porque ya sabemos que hasta el marchante sabe de vanguardias y tendencias). Si fue así, que alguien me lo diga y ya está, asunto resuelto.
Si no es así, puedo seguir por la vida elucubrando teorías ociosas sobre algo que, visto sin arrogancia intelectual, es un reflejo social harto interesante (imaginen el titular: "Para las mexicanas, los logos son sinónimo de logro profesional" o "Las verdaderas motivaciones de la consumidora mexicana". Ah, cambia la cosa, ¿no?). Como me gusta esa teoría de que los zapatos hablan mucho de quien los calza, de momento me inclino por creer que quizá ahora vivimos días en los que los loguitos-logos-logazos de tu bolso (más allá de su tamaño) acallan a cualquier par y son los señores encargados de decirle al mundo en qué cancha femenina juegas. 
Cuando invariablemente mi criticómetro detecta una de estas bolsas, me pregunto: ¿será que si la marca no es a prueba de ciegos, de nada vale haberle invertido ene quincenitas? ¿O a lo mejor es que las co-workers no te ven como de la misma raza si no traes una igual o parecida? ¿O es un asunto de gusto genético? ¿O, o, o... qué? (O a lo mejor me expulsaron del paraíso y yo ni enterada). Sólo así me explico que el "Yo quiero una Tous, una Coach, una Purificación, una Carolina, una Louis Vuitton..." pasara de ser una frase de baño (sobre todo cuando se acude en grupo) a una de charla cafetera tipo hola-¿cómo-estás? Por supuesto, también me intriga el papel impulsor que, en este asunto, pudieron o no haber tenido que ver las publicaciones de moda. 
Ay, de veras, tantas preguntas sueltas por mi cabeza nomás por ver bolsitas con logos por escaleras eléctricas, pasillos de oficina y centros comerciales como si fueran alucinaciones. En fin, ya sé que cada quien su bolsa, pero aun así me gustaría saber: ¿qué les ven?



miércoles, mayo 20

Yo tenía 5 (cinco) perritos


En una de esas noches de ocio digital que tan bien se me dan, confeccioné mi versión del test '¿Qué tanto conoces a... La que suscribe?' en el universo facebook. Me divertí a montones esmerándome en formular preguntas-respuestas capciosonas (de no haber un límite de ocho preguntas, no sé cuántas habría hecho), lo que me valió uno que otro reclamillo por hacerme la misterinteresante. Je. Y me di cuenta que a nadie le he hablado de todos los perritos que ha habido en mi vida, salvo de los últimos dos. Así que hoy contaré sus historias, pero advierto: no son muy japi-chaini.
Perro no. 1: la Janis.
No la recuerdo de cachorra ni andando con ella de arriba abajo, aunque hay fotos de las dos juntas a lo largo de mis añitos más tiernos. Lo que sí recuerdo es una tarde de mis 5 años en la que tenía juguetes regados por todo el piso de mi cuarto (no sé bien a qué estaba jugando) y la Janis, una cocker spaniel color miel, entró cual Godzilla a pisotearlos. Lo que me desesperó bastantito y la regañé (ya desde entonces me chocaba que me revolvieran mis desmadres). Entonces llegó mi papá a decirme que había que sacarla a pasear y yo, embobada como estaba en mi juego, le dije que luego. Cuando me contestó que si no la sacábamos ya, se iría de la casa, no le creí un jamón (¿quién podría creer eso a los 5?). Ay, pero qué equivocada estaba yo. Porque, en efecto, al día siguiente, sin más, la Janis fue exiliada al rancho de un amigo. Y nunca más supe de ella.
Perro no. 2: Odie. (sí, como el perro lengüetas de Garfield)
El encantador manojo de nervios que era esta cruza de cocker-con-quién-sabé-qué color blanco con manchas negras, llegó a mi vida moviendo un rabo aún no cortado como regalo de mi abuela paterna. Éramos uña y mugre hasta el día en el que se nos salió corriendo por la puerta detrás de un chiamaco que apareció corriendo por el pasillo (vivíamos en una PB). Cuando Odie lo alcanzó, le hizo un rasguño, pero ni siquiera lo tiró al piso (de veras, no minimizo). Pero su madrecita-santa decidió que sí, que hasta lo había mordido y llamó al antirrábico (no le bastó el certificado de vacuna), que terminó llevándoselo preso a la perrera. Por supuesto, nunca volvió a ser el mismo. Sus nervios se alocaron tanto que una tarde se brincó la barda del jardín que siempre lo había contenido. Por suerte, una vecina lo agarró a tiempo de cualquier cosa. A la mañana siguiente, después de dejarme en la escuela, mis padres lo llevaron a casa de mi abuela materna durante unos días, para evitar que le pasara 'algo'. En todo el camino no dejó de ladrar, ni porque le di un par de librazos (ahora me pregunto si sabría lo que le esperaba). Total que ese mismo día, al salir de la escuela, vi llegar a mi abuela. Como no había razón para que ella estuviera ahí, me acerqué a la ventana de su auto sintiendo que se me salía el corazón. "¿Qué pasó?", balbucée. Y ahí, parada en la banqueta, la muy zoqueta me dijo que le habían atropellado a mi perro. A mis 12-13 años supe cómo te podían traicionar las rodillas. Me subí al auto en silencio y me llevó a verlo. Me petrifiqué al tocarlo y no pude abrazarlo como me hubiera gustado; estaba... helado. Por supuesto, odié con todas mis fuerzas a mi abuela por haberlo sacado sin correa. GRRRRR.
Perro no. 3: Bruno
Tristísimas, después de unos meses mi mamá y yo nos hicimos de Bruno, oootro cocker spaniel color miel. Era lindo-lindo, pero algo gruñonson. Lo que no impidió que fuéramos inseparables durante algunos años. Ya adulto, siempre estaba de malitas (¿sería porque a mí la adolescencia me tenía igual?) y como que nos empezamos a caer un poco mal. La cosa se puso peor cuando apareció el Perro no. 4: Denzel, un labrador crema que me volvió loca desde que lo vi tamaño rata-recién-nacida a mis 17. Fue el primer perro que dejé subir a mi cama por las noches, aunque sólo mientras fue un cachorrón; luego creció de tal modo que era o él o yo en la cama (o él cercenándome las piernas). Cuando lo llevé a casa estaba aferrada a la idea de que un perrito le iba a caer rebien a Bruno. Obvio, no. Se volvió celosísimo y hosco. Y como Denzel era (es) un pan de Dios, era imposible no fraternizar más con uno que con otro. Así que eventualmente llegó su época resentida, en la que soltaba mordidas a diestra y siniestra, incluso a nosotros. Hubo peleas en casa por definir su futuro, que siempre acababan conmigo en las lágrimas y el ambiente tenso. Hasta que un día Bruno desapareció. Mi mamá tomó la decisión de llevárselo. Durante años no pregunté qué había sido exactamente de él; tenía miedo. Mis papás tampoco dijeron nada. Intuía que la cosa no había acabado bien. Pero llegó el día en que me atreví a preguntar... Y no, no me atreveré a repetir lo que sé. Es en verdad una de las cosas que más triste me han puesto. Sólo diré que me siento en deuda con él, aunque haya dejado de existir hace tantos años.
Perro no. 5. Tako.
Cuando dejé de vivir con mis padres (por ahí de los 22), les heredé a Denzel. No había modo de que un labrador de sus tamaños cupiera en el departamento al que me mudé. Durante los cuatro años que viví en él, nunca me faltaron ganas de tener un nuevo perro (de dimensiones más humildes, sí), pero el casero lo había dejado claro en el contrato: no aceptaba mascotas. Así que me conformé con acariciar perritos ajenos en las calles y ver con nostalgia envidiosa a sus dueños. Pero cuando me volví a cambiar y ya no hubo restricciones, decidí que era tiempo de cerrar mi capítulo con los cockers y le abrí las puertas al hiperactivo Jack Russell responsable de haberle dado el toque art-mordió a todos nuestros muebles. Su tamaño compacto, agilidad y astucia singular (no miento, la raza es tremendamente un caso), sumados a su carita de ardilla bonachona (cualidad apreciable en la foto superior), le granjearon un lugar fijo en mi lado de la cama, a pesar de todas las negativas de mi señor mareado. Hoy, claro, Tako es EL el rey del hogar, el que verdaderamente goza las instalaciones de lunes a dormingo. Y en definitiva no hay nada como acurrucarme con él y disfrutar viendo cómo disfruta el piojito. Cómo entrecierra sus ojitos de puro placer. 

Y ya, he ahí mis historias caninas a lo Historias engarzadasCon un nudo en la garganta. Supongo que está más que claro por qué no eran conocidas. Y se entenderá aún más que mi perrito actual sea un consentido de primera, sin importar un pepino que el condenado me despierte los domingos a las 7am para salir 'al baño'.


viernes, mayo 15

Viernes de Club

Tuve que trabajar en Conocida revista de sociales para dejarme aceptar que ver a la gente retratada en esa especie de Sección Amarilla de 'Gente Bien' verdaderamente le fascina a mi morbo. Y en cantidades industriales. No importa que sean siempre los mismos diez pelados los que salen. O quizá es justo por eso que me causan tan tremebunda adicción. Me gusta verlos en diferentes escenarios con la actitud número 3512, la de que-todo-mundo-admire-lo-guap@-feliz-con-clase-reconocid@-altruista-que-soy (jajajajajajaja).
Cada que voy al súper, una de mis paradas obligadas es la sección de revistas. Además de tapizar con la Revista femenina en la que ahora trabajo el stand, soy feliz echándome a velocidad ultrasónica (no sé por qué siempre tengo prisa, hasta en el súper) las pinchumil páginas que suelen tener las revistas (a.k.a catálogos) de sociales. Son una joya de la humanidad actual. Me cae. Que si Pitukita y Petakita son amigas y están embarazadísimas, y salen muy abrazadas ellas, sobándose y presumiendo sus pancitas. Que si Pedrito Clavó Un Clavito y A Chuchita La Bolsearon tuvieron un bodorrio de ensueño en el que se juraron amor eterrrno. Que si Juniorcito Insoportable armó un reventonzazo en Acaaaa... ¡Ufff! Si uno tuvo un mal día, estas cosas son la Hostia Madre para evadirse.
¿Que qué me puede fascinar tanto? Todo. Ver sus ropajes quesque muy monaguescos (que luego más bien son de pena ajena), sus caras como de cera de tantas estiradas que se han dado, sus sonrisas ensayadísimas, sus poses de diversión in-cre-í-ble, sus abrazos fraternalísimos. Me divierte que, en esas páginas, la gente vive como en un eterno final feliz de telenovela. Y me los imagino perfecto tragándose el cuento una vez que el fotógrafo se ha dado la media vuelta. De ahí que una de las secciones que defiendo con las uñas el viernes a las 10am en la oficina sea la de Club Reforma. Y me choca cuando viene anoréxica. Ésa es la meritita verdad.


jueves, mayo 14

El twitter y yo, ¿qué?


Mientras el mundo se contagió de pánico por ya-sabemos-quién, a mí me entró un amor todavía más juerte (grados por encima de fuerte) por internet. Tanto, que hasta me trepé en la ola twitter.com/monmargo. Aunque han pasado ya varios días, como que todavía no le agarro bien-bien la onda. La verdad, no puedo decir que haya sido amor del bueno a primera vista.
Me tardé una eternidad en escribir mi primer update. Simplemente no me fluía el tecleo (sin albur), y vaya autosorpresa, porque si algo hago es teclear como posesita. Luego dudé en avisarle a mi primer following-follower que ya tenía cuenta. Me daba (aún me da) penita responder, literal, a lo de what are you doing?,  o informar quesque-minuto-a-minuto de mis actividades e impresiones (a lo mejor me traumó hacer eso en el Deforma). '¡¿Y eso qué?!', me dije, aunque fue exactamente ESO lo que empecé a hacer.
Ya después pensé: 'pero esto no tiene caso así, sin foro, caray'. Ok. Le dije a un par de amigos y nos agregamos mutuamente bajo la adorable tacitez de me-agregas-te-agrego. Pero pasaron días antes de que buscara twitteros conocidos. No quería verme toda Mike Wazowski ("¿somos amigos?, ¿sí?, ¿sí?, ¿sí?, ¿somos amigos?..."). ¡Bah!, tarugada de ego que finalmente vencí. 
Así que los empecé a buscar y followear (con bastante moderación) de chile, mole y pozole, como para variarle a lo que iba a encontrar cada vez que entrara a mi home. Aunque antes, re-indecisa, cambié mi user no sé cuántas veces (pinche inseguridad, de veras).
Y hasta hace un rato venía dándole vueltas al asunto de seudo-obligarme a pensar en un status constante, preguntándome si no iba yo a terminar abandonando esto de la twitteada por falta de autodiversión, pero finalmente una de mis neuronas se dignó a hacer tiling, tiling. De ahí que desde mañana me dedicaré a clasificar en tops variopintos aspectos míos de mí y de mi vida, a lo loser de High Fidelity. Ahora sí me da harrrta emoción. Será todo un reto porque nunca me ha dado la gana eso de hacer tops, y doble porque me prometí hacerlos positivos. Ay, jijos.

miércoles, mayo 13

Oda al tenis (Converse)


Ya sé que, estando en las filas féminas, lo que voy a confesar resulta un pleonasmo, pero ¡qué diablos!: tengo una terribilísima y a la vez placentera debilidad por los zapatos (y las bolsas y... yadayada-yada). Tanto que, desde que dejé de combatir a mi order-freak y los apilo guardados en sus respectivas cajitas marcadas con plumón para encontrar más fácilmente el par adecuado, es necesario recargarme en la puerta para cerrar el condenado clóset cada mañana. Pero fuera de los zapatos de cuña que últimamente me comen los ojos, los que desde siempre le causan estragos a mi cartera son los tenis. Son taaan cómodos. Tan versátiles. Tan adorables. Tan, tan... todo. Aunque he de admitir que desde que soy Sra. Editora he limitado mis adquisiciones en este rubro, por aquello de verme más Editora y menos Escuincla. Pero hace unos días tuve que sucumbir ante unos sublimes Converse edición especial The Who (sí, los bellacos de la foto) y recordé mis fervientes y hasta ahora aún incumplidos deseos de tener el modelo botita en todos los colores y sabores. Ush, ush, ¡qué ganas! No sé dónde carambas los pondría, pero el sólo hecho de imaginar un clóset-zapatero tipo Devil Wears Prada, que en vez de estar repleto de Manolos y Choos, lo estuviera de Converses, Nikes, Adidas, Panams y así... me hace aplaudir y aplaudir como foquita emocionada. Ah, qué lindos mis tenis nuevos. Mañana volveré a ponérmelos, y pasado mañana... y hasta que se les quite el penosillo tufo a nuevos.

martes, mayo 12

Pitufa oficinista

Hoy tengo el ánimo oficinista tan azulado como un Pitufo y tan apachurrado como el de un limón exprimido sobre lo ya exprimido. Como cuando en vez del jugo, son los gajitos limonescos lo único que te resta para darle sabor a tus jícamas. Y todo porque esta mañana entré a una oficina de la mano de una pregunta ociosa (porque ya sabía la respuesta) y salí suspirando. Lo que, horas después, no he podido parar de hacer. Supongo que suspiro para no ahogarme. Para no llorar de coraje. Suspiro porque no entiendo la lógica que habita en quienes se supone tienen la sartén por el mango (ya veo que, más bien, eso es sólo lo que dicen y se han creído). Suspiro porque, a pregunta expresa, la culpa de lo que no sucede nunca es nuestra; siempre es del Sr. Alguien Más. Por los pretextos disfrazados de razones. Por la poca valía que hoy tienen las palabras hechas promesas. Qué vacío insondable comprobar que a nadie alarma la gran cobardía que se respira en los aires acondicionados de nuestras oficinas.
Leí que las personas con las mejores intenciones pueden terminar por convertirse en los peores monstruos. Hoy me parece más que posible. ¿En qué otra cosa va a transformarse la montaña infranqueable de frustaciones laborales sino en un monstruo de siete cabezas que sin piedad devora la mano que le da de comer a la primera oportunidad? Qué profunda tristeza ver directamente a los ojos de quien día con día te pide luchar y ver lo derrotado que está de raíz. Y luego no quieren que uno piense que, de entrada, la batalla ya está perdida. JA.

—Para Dorotea

domingo, mayo 10

Es Tzche, no Che

Al menos para mí. Curiosamente, este tzche-tzcheo mío es algo que descubrí apenas hace algunas semanas, a lo más un par de meses (no recuerdo bien). Me sorprende que llevo escutzchándome toda la vida y tenía que venírmelo a decir Tzchach como quien habla del clima (luego de aaaños de ser amigos) para darme cuenta. 
Así que, desde aquella vez, cada que estoy a punto de pronunciar una tzche, el mundo se para a mi alrededor y me escutzcho con más atención que nunca. Como esperando... no sé, a ver si digo che en vez de tzche. Acto seguido, lo digo justamente al revés, me encojo de hombros y me jajajeo internamente. Entonces me es imposible no sentirme como el castorcete ése amigo de Winnie Poo que dice calabatzzzitas, con una especie de tzchiflido. Tzchale.

jueves, mayo 7

tragaldabas mon amour

Apuraba mi okonomiyaki con la mirada perdida, emitiendo alaridos de voluptuosidad.
Hasta que terminé de zampármelo todo, no vi que los demás me estaban mirando con educada incomodidad.
—Cada país tiene sus costumbres en la mesa— balbucée. Acaban de descubrir a los belgas.
—Oh, my God!— exclamó Amy.

Leí este pasaje en Ni de Eva ni de Adán, de Amélie Nothomb, y casi me ahogo de risa. Literal. Porque casualmente estaba devorándome cual monstruo-come-galletas una hamburguesa Memorable tradicional con su respectiva ración de papas jiumongus (¡slurp!). Nunca como entonces me sentí un personaje literario-autobiográfico (el libro de Nothomb es deliciosamente autobiográfico). Y, a la vez, me imaginé a los montones que me han visto comer... con ese apetito voraz con el que la vida me dotó. El mismito que me hace tener limpio el plato cuando los demás apeeenas van empezando.
En mis años de troglodita profesional, me han dicho de todo. Y he visto rostros Oh, my God! incontables veces. Pero sólo tres personas, hombres los tres, han alabado mi espíritu aspirador: M., S. y Mi mareado (tenía que ser). El primero lo hizo llevándome a cuanto restaurante pudo. El segundo me dijo que me comía los postres como si fueran a provocarme un o-ere-ge-a-ese-eme-o. Y el tercero, bueno, se casó conmigo (qué cheeeeesy) y me sonríe con los ojos cada que le comparto alguno de mis invariables antojos.

¡Bingo! De ahí que me cueste tanto compartir mi platito; es como si se me fuera un poco de vida con cada bocado. Sorry.

miércoles, mayo 6

Lo había olvidado por completo



Pero de la nada hoy recordé que de niña:

1. Le sacaba dinero al monedero de mi madre (la cartera de mi padre me parecía infranqueable). Primero sólo eran moneditas, pero poco a poco me fui permitiendo billetes. Y mi ingenuidad de entonces me daba para creer que nunca se daba cuenta. Ja. Como si de adulto uno perdiera tan fácilmente la cuenta del dinero que se esfuma.
2. Cuando jugaba a las Barbies con otras niñas (lo cual, la verdad no se daba nada seguido) que tenían algo que yo quería pero ni esperanzas de tener, así fuera una simple toallita azul, me las ingeniaba para hacerlos míos. ¡Qué avaricia de hija única, de veras!
3. Junto con una amiguita-mala-influencia de la primaria, protagonicé mi propia versión de La(s) estafa(s) maestra(s) en una tienda de Sanrio. Infinidad de veces salimos atiborradas de plumas, libretas, pines, carteras (¡todavía tengo una!)... Y nunca nos cacharon (y ni me gustaba Hello Kitty).
4. Mi prima y yo (a lo mejor la amiguita-mala-influencia era yo) intentamos apropiarnos de algunos juguetucos en un súper, pero ahí sí nos cacharon. Aunque el poli fue rebuena onda y sólo nos acusó con mi bis, que tuvo a bien improperiarnos con su terribilísimo "¡muchachas traviesas!", y ya.

Ooops. Bueno, pero además de haber tenido brotes cleptómanos (juro que ahora no robo ni un lapicito de esos amarillo-sobre-manila): 

4. Me pasaba horas y horas 'erigiendo' mansiones de campaña que abarcaban la enteridad de mi cuarto. Tardaba semanas en desmontarlas y me encantaba dormir en el piso, en un sleeping bag chaquetísimo.
5. Grababa y grababa cintas de cassete. A ratos me las daba de cuentista, a ratos de entrevistadora, a ratos de locutora... aunque nunca volvía a escucharlas. Sólo las llenaba y regrababa. Las llenaba y regrababa.
6. Odiaba bañarme. Llegar a la regadera era como mi propia chiqui-representación del viacrucis de Semana Santa (con perdón del Santo cielo).
7. No hablaba mucho (cosa difícil de creer por estos mis treintones días).
8. Me tuzaba el fleco con unas tijeras de punta chatita y bicicleaba feliz, dejando que el viento jugara con mi mordedura en pelo.
9. Le ponía un bote apachurrado de Frutsi (amaba el de uva, así como el sabor de uva de Danesa 33) a la llanta trasera de mi bici. Ya por entonces me sentía la Fitipaldi que encarné de adolescente.
10. Me embarraba Resistol blanco en la palma de las manos, dejaba que se secara y luego me extasiaba quitándola como si fuera un pellejito. El éxtasis máximo era quitarla de un solo jalón. (Mmm... con razón me gusta despaturrar las tiras de pintura que provoca la humedad).
11. Fuera de casa sólo desayunaba hot cakes con poquita miel y comía milanesa con papas. Invariablemente. Cómo le destrozaba eso a mi mamá la paciencia.
12. Y era igualita-igualita a la niña que la hace de Amelie Poulain de niña (qué impresión el día que me vi a ese tamaño de pantalla).

Y de momento es todo lo que recordé de un trancazo. Qué bonita mi infancia. Me cae.

martes, mayo 5

Parlanchina nocturna

Jíjolas. Qué suerte que sea yo quien parlotee sin cesar por las noches y no mi mareado. Porque así, rememorar que en esta casa no se durmió nadita porque me pasé la noche zarandeándolo cada cinco minutos para decirle algo tan ni al caso como: "Sólo con el formato naranja vas a poder pasar", mientras mi mente creía que era ÉL quien me estaba hable y hable, es motivo de carcajada. De otro modo, con la sangre nada atolezca que tengo... uff, qué agriedad. 
Según yo, hacía rato que no me surgía esta necesidad adormilada de comunicarme (mi episodio más memorable es de hace años, cuando mi mamá y yo no paramos de parlotear de cuarto a cuarto durante toda la noche. Aunque mi papá se merece un gran ¡buuu! por no habernos prestado la atención suficiente como para contar con el resumen ejecutivo). 
Ahora, lo que me causa curiosidad es de qué demonios depende el despertarme y saber que hablé, o de plano no darme ni por enterada. Si que hablé, nunca recuerdo qué dije (qué peligro). Y a veces hasta me despierto un segundillo después de haberme sentido hablando. Mmmmm... 
En fin, lo malo de esta última vez es que sumé otra noche a nuestra fila india de noches insomnes. Como si no hubiéramos tenido ya suficiente con el insufrible pelotón de mosquitos-muertos-de-hambre de antenoche y el bochornazo primaveral de ante-antenoche... Qué chafez. Y mañana, a olvidarse de la oficina en casa. Doble chafez.

En serio, sí cocino

Hace un rato, mientras sofreía (¡ah, qué gran palabra!) unas verduritas y echaba a cocer un paquete de noodles (yom-yom), me pregunté por qué la gente, a excepción de mi astróloga-de-cabecera y su conocimiento de a qué aspecto de mi carta astral atribuirle esta gracia, se asombra de que Yo cocine, y encima cocine bien. Que hornee panqués de zanahoria y plátano de rechupete de plano les resulta todo un misterio. ¿Quién cocinó?, ¿en serio lo hiciste túuu?, me preguntan la primera vez que prueban bocado hecho por mí y comprueban que no van a envenenarse (cuando mi suegra se enteró que sabía hacer milanesas, hasta suspiró aliviada porque su hijo no iba a morir famélico a mi lado, como ha de haber creído).
Supongo que ha de ser porque entre mis múltiples personalidades está la intachable Sra. Caústica Grynch. O también porque tengo una mala-cara que no puedo con ella (mi frente tiene una arrugota-mal-humor como prueba). O porque no tengo ni pizca de fe en la humanidad. O a lo mejor porque no sonrío ni en defensa propia. O por todas las anteriores. Ah, claro, y porque de tan criticona que soy (y de tanto-tanto que lo disfruto), ya es del dominio público que San Pedro me dará con la puerta en la cara. Supongo que todo eso es lo borra de la mente colectiva el ver a La que suscribe con un mandilito puesto y olla en mano.
Tampoco es que mis dotes de cocinera sean como para suplantar desde ya mismito al chef de _ _ _ _ _ _ (inserte Ud. el nombre de su restaurante favorito), pero de que tengo carta de especialidades, la tengo.

Receta 'pa la posteridad: un paquete de Asian curly noodles, una bolsa de Mezcla Oriental de La Huerta (producto 100% mexicano), tocino y soya. Fría, mezcle y sazone. Se vale embutirse el wok completo. O casi. Sentirse aturdidoramente lleno es sólo pasajero (y signo irrefutable de ser un tragaldabas).

domingo, mayo 3

Un asuntito de libros

A riesgo de sonar un pelín pedante, creo que tengo un issue con las librerías y los libros. No, no soy tan divertida como para robarme libros cada vez que me paro por una. Sólo soy compulsivísima a la hora de comprarlos. 
Típico en mí: mi mente se obsesiona con equis libro (Kitchen, de Banana Yoshimoto, esta vez) y mi mente no para de decirme "ve a comprarlo, ve a comprarlo". Resisto el impulso por unos días; al fin, pienso, ya tengo un nutrido stock por leer. Ah, pero no pasa más de un fin de semana cuando ya estoy en mi librería de confianza recetándome el imprescindible título, que, curiosamente, siempre resulta estar agotado.
"Como mulita, derechito y a la salida", me digo. Mmmm, aunque no sé bien para qué. Soy tan débil que apenas termino de decírmelo, ya estoy paseando extasiada mis deditos y ojitos por las pilas de novedades, y luego por las de no novedades, mientras me reprocho por no haber llevado mi eterno listado de títulos a comprar (ja, como si de verdad lo necesitara). Y una hora después, ahí estoy yo, pagando un montón de libros que de sobra sé que no voy a leer tan pronto cruce la puerta, pero que nomás no puedo permitirme no seguir teniendo.
El ticket, obvio, sobrepasa por creces lo que pensaba gastarme (como si no supiera ya en qué iba a parar el asunto). Al menos tan pronto pasa la tarjeta no me entra la culpa esa horrorosa que me entra cuando en la bolsa llevo zapatos o bolsas. Lo malo es que compro libros a contentillo de mis etapas de ánimo (digo, que si Picasso tenía etapas de colores, ¿por qué uno no va a tener las suyas, aunque más modestas?), y con eso de que el tiempo se va volando, para la próxima vez que tengo antojo de echar un vistazo a mi propio stock de 'novedades', he mudado de ánimos, un nuevo libro me ronda la cabeza y... todo vuelve a empezar. 


No es un domingo cualquiera

Dos litros de Coca-Cola Zero, media ración de papas Memorables con queso, una paleta Chemisse de piña-coco en el congelador, películas malísimas de fondo, chorros de ánimo ocioso (de ése que hasta da como naúseas y te inhibe el sueño), mi perriuqui echado a los pies y una nueva pila de libros por leer de donde escoger. Mmmm... no, nada mal para un domingo de 'encierro forzado'. Pero lo mejor sigue siendo saber que mañana no tengo que ir a la oficina, puesto que la oficina estará en mi casa hasta el martes (Yesss!). Supongo que hoy, ver que el reloj marca más allá de las 4, me dará lo mismo. Qué belleza caray.

sábado, mayo 2

Colorful India: ahí estaré




Me tengo ya muy bien decidido que uno de estos días, antes de que se acabe el mundo, me dedicaré al menos un año a vagar por Asia y parte de África, como quien va a su trabajo cada mañana. Pero por puro placer. Sueño con Petra, Mongolia, Camboya, Bután, Marruecos, Estambul, China, India... con todos los olores, colores y formas de vida de ese otro lado indómito del mundo. Nada de civilidad europea o más del latinismo. Na. Una de estas primaveras, el rostro impregnado de pintura con agua del Festival del Color en Hali, India, será el mío, y el de mi cámara, claro. Me lo he prometido, y ahora me lo debo.

Poras Chaudhary (www.poraschaudhary.com), ex jugador de cricket: gracias por tu inspiradora imagen. No me queda duda que también en algún punto yo misma adoptaré el 'ex'.