A riesgo de sonar un pelín pedante, creo que tengo un issue con las librerías y los libros. No, no soy tan divertida como para robarme libros cada vez que me paro por una. Sólo soy compulsivísima a la hora de comprarlos.
Típico en mí: mi mente se obsesiona con equis libro (Kitchen, de Banana Yoshimoto, esta vez) y mi mente no para de decirme "ve a comprarlo, ve a comprarlo". Resisto el impulso por unos días; al fin, pienso, ya tengo un nutrido stock por leer. Ah, pero no pasa más de un fin de semana cuando ya estoy en mi librería de confianza recetándome el imprescindible título, que, curiosamente, siempre resulta estar agotado.
"Como mulita, derechito y a la salida", me digo. Mmmm, aunque no sé bien para qué. Soy tan débil que apenas termino de decírmelo, ya estoy paseando extasiada mis deditos y ojitos por las pilas de novedades, y luego por las de no novedades, mientras me reprocho por no haber llevado mi eterno listado de títulos a comprar (ja, como si de verdad lo necesitara). Y una hora después, ahí estoy yo, pagando un montón de libros que de sobra sé que no voy a leer tan pronto cruce la puerta, pero que nomás no puedo permitirme no seguir teniendo.
El ticket, obvio, sobrepasa por creces lo que pensaba gastarme (como si no supiera ya en qué iba a parar el asunto). Al menos tan pronto pasa la tarjeta no me entra la culpa esa horrorosa que me entra cuando en la bolsa llevo zapatos o bolsas. Lo malo es que compro libros a contentillo de mis etapas de ánimo (digo, que si Picasso tenía etapas de colores, ¿por qué uno no va a tener las suyas, aunque más modestas?), y con eso de que el tiempo se va volando, para la próxima vez que tengo antojo de echar un vistazo a mi propio stock de 'novedades', he mudado de ánimos, un nuevo libro me ronda la cabeza y... todo vuelve a empezar.
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