Hoy tengo el ánimo oficinista tan azulado como un Pitufo y tan apachurrado como el de un limón exprimido sobre lo ya exprimido. Como cuando en vez del jugo, son los gajitos limonescos lo único que te resta para darle sabor a tus jícamas. Y todo porque esta mañana entré a una oficina de la mano de una pregunta ociosa (porque ya sabía la respuesta) y salí suspirando. Lo que, horas después, no he podido parar de hacer. Supongo que suspiro para no ahogarme. Para no llorar de coraje. Suspiro porque no entiendo la lógica que habita en quienes se supone tienen la sartén por el mango (ya veo que, más bien, eso es sólo lo que dicen y se han creído). Suspiro porque, a pregunta expresa, la culpa de lo que no sucede nunca es nuestra; siempre es del Sr. Alguien Más. Por los pretextos disfrazados de razones. Por la poca valía que hoy tienen las palabras hechas promesas. Qué vacío insondable comprobar que a nadie alarma la gran cobardía que se respira en los aires acondicionados de nuestras oficinas.
Leí que las personas con las mejores intenciones pueden terminar por convertirse en los peores monstruos. Hoy me parece más que posible. ¿En qué otra cosa va a transformarse la montaña infranqueable de frustaciones laborales sino en un monstruo de siete cabezas que sin piedad devora la mano que le da de comer a la primera oportunidad? Qué profunda tristeza ver directamente a los ojos de quien día con día te pide luchar y ver lo derrotado que está de raíz. Y luego no quieren que uno piense que, de entrada, la batalla ya está perdida. JA.
—Para Dorotea
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