El pequeño bodoque que mira directamente a la cámara (o más bien a mi padre detrás de ella), soy yo. Lo sé sólo porque reconozco en la que me va cargando a mi madre, pues como recuerdo ese momento me es en lo absoluto extraño. Algo que me sucede siempre que echo un ojo a las fotos de mi primera infancia. Aun cuando diez de cada diez imágenes son el retrato de una chiamaca ora bien sonriendo, ora posando con toda intención para la cámara, ora disfrutando una paleta de hielo o con un gesto adusto (como si desde entonces tuviera esos episodios de abstracción en los que pareciera estar a punto de desentrañar las entrañas mismas de este mundo), aquella época me parece la mar de ajena y extraña. Como si alguien más la hubiese vivido en mi lugar. Hay tantas cosas y eventos que, por más que intento, mi cabecita atolondrada nomás no recuerda (para tramafat de mi pobre madre). Y me encantaría descifrar por qué.
En cambio, hay momentos, o más bien debo decir emociones, que podría decir sentí ayer. Soy capaz de revivir la impresión que me causaron con tanta viveza como cuando las experimenté por primera vez. Curiosamente, son las emociones fuertes, de ésas que ya de adultos denominamos traumáticas, las que tengo harto grabadas. Qué caprichosa mi memoria, ¿eh?
Por ejemplo: Mi mamá siempre me cuenta que se tardaba hasta una hora en llevarme caminando cada mañana a la guardería, aunque vivíamos a unas cuantas cuadras. Y todo porque me subía a cada uno de los juegos que se nos cruzaban. Pero yo no recuerdo ni pizca de ello. Lo único que recuerdo de mis años de guardería, aparte de una maestra haciéndome trenzas y los respectivos tirones de pelo, es el día que a mi papá se le hizo tardísimo para recogerme. Tanto, que era ya la única niña esperando. No era que temiera que me hubiera dejado ahí, no. Sabía que tarde o temprano aparecería por la puerta. Nomás que, estando sola en aquella sala de juegos para entonces vacía, sin otra cosa que hacer que esperar, me entró una especie de... no sé, de algo inmenso que hoy sólo atino a llamar vacío de tristeza.
Está también el día que cocinaron moronga (guá-ca-la) y decidieron no dejarme levantar de la mesa sino hasta acabar con el plato que me habían servido. Aunque ese día lo que quedó en claro fue mi férrea voluntad, porque casi se hizo de noche y yo no me comí ni un solo bocado de aquel quesque guisado. O está también el día en que a la ñoñaza-que-desde-entonces-era le entregaron la bandera, y cual heroína loser captada en cámara lenta, busqué y busqué a mis padres entre el público sólo para darme cuenta que no habían llegado AL momento 'cumbre' de mi vida escolapia. Llegaron casi al final de la ceremonia, de hecho. "Bah, ¿ya para qué?", me dije yo.
En fin... que anécdotas por el estilo le resultan sencillísimas de traer a cuento a mi chip de memoria. Y la única explicación que se me ocurre para una aptitud selectiva tan peculiar (aparte de haber nacido escorpión, el signo al que las cosas que le hacen sentir mal se le graban con efe-u-e-ge-o) es que en una de las tantas veces que de niña me pegué en la cabeza, haya abollado de más la vena drama-queen de mis neuronas. ¿O de qué otro modo podría explicármelo?
Placer secreto ese de echarle limón a las heridas. Rico placer da saber que hemos sobrevivido a la espera en soledad del papá (mamá en mi caso) al que se le hizo tarde, a las horas sentada frente al plato sin abrir la boca (chuletas de cerdo en mi plato), al éxito público que pierde toda la gracia porque quien más te importa no esta ahí para aplaudirte. Pequeñas victorias que te hacen grande. ¿Qué haríamos el resto de la vida si no tuvieramos traumas infantiles que resolver durante la adultez?. Que viva el drama.
ResponderEliminaranonimata, dice casi todo es totalmente cierto, salvó que sí fui al la entrega del abamnderamiento y a tiempo chata,....uffffff!!!
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