Nunca fui una niña que coleccionara muñecas. Más bien fui una niña que jugaba con ellas. Una vez salidas de la caja, jamás volvían a ser merecedoras del calificativo impecables. Si no perdían la cabeza para luego recuperarla a costa de un poco de cuello, terminaban con terribles cortes de pelo (que a mí entonces me parecían fantásticos) o un tanto chamagosas, de tanto arrastrarlas. Eso sí, de poco paseadas jamás pudieron quejarse. Pero curioseando el otro día me topé con estas de la foto, llamadas kouklitas, que sí me dieron ganas de sumar a una de mis repisas (ha de ser porque son de trapo). Además de hacerme pensar en algo muy simple (tan simple que se pasa por alto), más allá de lo exquisitamente hechas que están...
No sé por qué, pero cuando eché un vistazo a la página del neoyorquino que las hace (¿por qué siempre la gente detrás de cosas así es 'neoyorquina'?) me imaginé a su creador emocionado, primero, decidiendo qué look darle a cada una. Luego, pintándolas con ahínco y confeccionando cada traje. Y, finalmente, alistándolas para la foto vendedora. Siempre con una sonrisa en el corazón. Porque según yo, de no ser así, sus minirréplicas de modelos de pasarela no resultarían tan apetecibles.
Así que nada. Lo sabido: el entusiasmo que uno pone en lo que hace, se transmite. Y ello hace toda la diferencia. Para uno y para el resto del mundo. Qué importante es no traicionar al corazón. No obligarlo a hacer cosas que, en vez de alegría, le infunden desaliento de manera rutinaria.
A hacer, pues, cosas que nos alimenten en vez de drenarnos. Y si lo olvida uno de nuevo, a atender los guiños que la vida nos hace para recordárnoslo.
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