jueves, abril 29

Faltar a clases


Cuando en la escuela escuchaba a algún niño relatar cómo su madre le había permitido faltar a la escuela el día anterior, nomás porque tenía flojera, porque había sido día del niño o porque habían llegado los Reyes, algo en mí se sacudía. Ya por entonces mi mentecita no daba crédito a que eso fuera posible. En mi casa, sólo una enfermedad capaz de tumbarme en la cama podía ser causa de una falta escolar. Religiosamente yo era levantada cada mañana (en lo que siempre me ha parecido la madrugada), sentada a la mesa a desayunar y entregada en la puerta de la escuela mucho antes de que ésta se congestionara con madres e hijos atolodrados ante la certeza de que les cerraran la puerta en las narices. Jamás supe qué era eso. Porque, claro, jamás de los jamases llegué tarde ni falté injustificadamente. Lo que explica muy bien de dónde me viene entonces lo exacerbadamente puntual y antifaltista de mi yo (quesque) adulto. Pero lo confieso, siempre he tenido ganas de abrir un día laboral los ojos y decir: "No, no me paro y háganle como puedan", encogerme de hombros, hacerme taco en las cobijas y darle la espalda al mundo de las responsabilidades. Total, siempre estarán ahí, ¿no?

3 comentarios:

  1. Me pasaba igual, si había una medalla que ganaba año con año, era la de Puntualidad, osea que nunca había llegado tarde o faltado a clases

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  2. Reconozco que yo sí faltaba a la escuela y llegar tarde, con mis cuatro hermanos atrás de mi, ni se diga. Lo peculiar es que cuando faltaba por motivos ajenos a mi propia pereza, me enojaba, lloraba y hasta le hacía drama a mis papás, porque, ¿cómo iba a sacar diez si no me revisaban mi tarea? Toda ñoña.
    Deberíamos proponer una reforma laboral para que se permita el ausentismo por cansancio, a veces es muuuy necesario un día de sueño.

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  3. Mariano: Me consuela saber que no he sido la única en batir récords de puntualidad. :P

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Anda, anda, escupe...