Estando sola en casa, hay gente que hace de la tele un compañero ambiental. Otra que hace lo propio con la radio o la música. Gente que canta, llama por teléfono o busca platicar con lo que se deje prácticamente a tiempo completo. Cada quien sus rutinas. A mí, aparte de estar sola, desde niña me gusta sintonizar con el silencio y los ruidos aledaños. Me gustaba jugar o hacer la tarea sin nada de fondo más que el silencio espectral de la casa de mi abuela, interrumpido sólo por los gritos de mi bisabuela, que me llamaba a comer. Y ahora me gusta sentarme a leer o a escribir en mi casa mientras escucho cómo se estiran los cristales fríos conforme les dan los rayos del sol. El agua corriendo por las tuberías del baño. El martilleo a lo lejos en una construcción. El trinar de alguno de los pájaros mutantes de la ciudad. El gugururu de la paloma que se apoltrona en una columna, afuera de mi cocina. El eco de los ladridos de un perro. El aire meciendo las persianas. La sirena de la ambulancia que pasa rauda a una o dos cuadras. Pero, por encima de esos sonidos aledaños, me gusta escuchar esa especie de murmullo silencioso que despide el espacio en sí que conforma mi casa (hoy es esta, pero así ha sido con todas aquellas en las que he vivido). Me gusta llegar de la calle, meter la llave en la cerradura, abrir la puerta y dejarme envolver por su 'vacío' auditivo. Me inunda de mucha, mucha paz. ¿Por qué? No lo sé de cierto. Pero creo que tampoco importa. Quizás importa más poder hacer esto mismo en donde sea que se esté.
*Sí, por supuesto, el título es alusivísimo a The Sound of Silence, esa canción de Paul Simon que, invariablemente, me transporta a un sitio cuya apacibilidad también va más allá de mi comprensión.
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