lunes, marzo 8

Escombro, luego existo





















En mi familia soy famosa, entre otras aptitudes, por malgeniuda (porque me pone de malas que me despierten, que me interrumpan cuando estoy leyendo, por no comer a mis horas, por estar cansada... Ok. Mejor le paro). Pero también por mi sorprendente habilidad para ir formando (y acumulando) montones y montones de cosas, de libros, de revistas, de papeles, de ropa. Básicamente de lo que se deje, por donde se pueda. Aunque a pesar del amontonamiento crónico, sé perfectamente dónde está cada cosa (o eso me digo). Excepto las llaves, que siempre estoy perdiendo y encontrando, así sea dentro de mi propia bolsa.
Pero he de decir que siempre (así sea más temprano que tarde) llega el momento en que me da por acabar hasta con el último y más recóndito montón. Símbolo de muchas cosas, entre ellas, claro, que ya me harté de mi propio desastre de acomodo. O de que ya me aburrió el panorama. O de que hay algo en particular que no encuentro (esta vez fue un brazalete que llevaba extraviado meses). O de que estoy mudando otra capita de piel. O de todo un poco.
Depurar. Redecorar. Reacomodar. Tres de los verbos más constantes en mi vida; en algunas etapas con más vehemencia que en otras (habría que preguntarle a mi mamá cuántas veces reacomodé mi cuarto durante la adolescencia). Y es que a veces me basta mover una lámpara de lugar o un portarretratos. O cambiar una foto o hasta la colcha. Pero hay momentos en los que me resulta necesario mover absolutamente cada mueble. De una zona en particular o de la casa entera (bueno, eso es ahora; antes sólo tenía mi cuarto como campo de prácticas). Meter todo en cajitas o canastas. Cambiar la cama de lugar. Reordenar los cajones. Acomodar los libros con algún nuevo orden. Doblar/colgar la ropa por colores, por tipo, por estaciones... Me sobran ideas sobre cómo acomodar todo (¿obsesiva, yo? ¡noooo!), y siempre me falta tiempo para lograrlo.
Pero lo que verdaderamente me gusta de 'poner todo en orden' no es el resultado (a veces no pasa ni un día cuando ya me regresó lo amontonadora). Para mí, lo reconfortante es, simplemente, hacerlo. Sacarlo todo de su lugar, limpiarlo y reordenarlo (ajá, justo como los papás de Amélie). Mientras lo hago, no existe nada más que encontrarle el lugar adecuado a cada cosa. Es entonces cuando más disfruto escuchar música (y hasta canto y bailo, lo juro). Y, una vez cumplida la misión, nada se equipara con el suspiro de alivio de haber vencido al monstruo del desorden y darle la bienvenida al que está ya tocando la puerta. Yo qué sé, entre despedir a uno y recibir a otro, algo se aclaran y acomodan mis ideas, y voy por la vida un poquito más ligera. Hasta que he vuelto a acumular demasiado.

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