Será que así siento que me rinde más el día. Porque así puedo llegar a patinar a Paseo de la Reforma sin que haya tanta gente (aunque me da gusto que más y más gente saque sus bicis y patines). Porque así siento cómo van cambiando la temperatura y la luz del día. Cómo va despertándose la ciudad. Porque así el desayuno y el café me saben a calma, una calma que no necesariamente puede lograrse entre semana. Porque así puedo leer todas las notas que se me antojan en los periódicos. Y las revistas que tengo pendientes. Y los blogs y el libro en turno. Y aún hay tiempo para ver una película o para no hacer nada. Vaya, que así el día es una suma interminable de momentos que me gustan. Y entonces sopla en mí un aironazo constante de alegría. Y todo por levantarme temprano en domingo. Qué simpleza.
Desde que empecé a vivir sola (en noviembre pasado) me da por levantarme muy temprano los fines de semana. Al principio era automático, ahora me despierta Sebastián, mi perro, pero tengo la impresión de que si no lo hago, desperdicio todo el día y no avanzo en las 19,584 cosas que tengo en mi lista de planes. Y sí, también mi mamá se ríe de mi cuando le hablo los sábados a las nueve de la mañana ya lista para salir.
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