lunes, marzo 8

A patín





Patino desde que recuerdo. Ergo, me pasé la infancia y la pre-adolescencia (jo,jo) con las rodillas hechas una miseria. Primero lo hice trepada en unos súper Fisher-price azules con naranja (aunque con éstos, más que deslizarse, uno arrastraba los pies. Shjjjss, shjjsss, shjjjss, shjjsss). Luego lo hice en unos de metal ho-rri-pi-lan-tes, que gritaban a kilómetros de distancia ahí-viene-la-Patinstein. Pero claro, resultaba muy práctico para la economía familiar que se ajustaran a mi creciente pie. Bah, como si por entonces uno entendiera de esas cosas.
Luego tuve unos de cuatro ruedas, de botita (sí, de botita), que, ejem, no me duraron mucho porque... ¡me creció el pie! Ni siquiera lo suficiente como para que recuerde de qué color eran o qué habrá sido de ellos. Pero luego, ¡por fin!, ¡POR FIN!, ya que mis inestables pies decidieron no estirarse más, me compraron unos en línea, que usé hasta que no dieron más de sí. Pobres, al final ya daban pena de tan mal que los trató el asfalto.
Y luego... Luego me hice adulta y lo de patinar se fue al carajo. Al menos por un rato. En parte porque no tenía tiempo, en parte porque las tiendas de deportes decidieron que los patines en línea no estaban de moda. Bendito el día en que salí de viaje y me crucé con una tienda de patines. No me importó desembolsar una contante cantidad para hacerme de unos Roller Blade que siempre traigo en la cajuela del auto. No se me vaya a ofrecer la ocasión y yo sin estar preparada. Antes, por supuesto, no me daba miedo brincar, saltar, virar y patinar hacia atrás. Ahora me la pienso tanto que siempre que lo intento siento que estoy a punto de caerme o realmente estoy a punto de caerme. Pero al menos puedo ir a la par de Takechi en su versión más desenfrenada los domingos por Reforma, liberando mi droga favorita: las endorfinas.

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