domingo, abril 18

La, la, laaaaa...


Aunque no lo demuestre mucho, siempre he sido de un sensible espeluznante. Muchas cosas me duelen. Muchas cosas me hacen enojar. Muchas cosas me generan emociones. Ya una vez un jefe me dijo que yo era como esos cirujanos que se acongojan hasta el tuétano por cada paciente que se le queda en la plancha. Pues sí. Así soy yo. Las cosas me importan y me pegan demasiado. Así sean ajenas. Por eso dejé de leer compulsivamente las noticias de cabo a rabo. Por eso me desespera la gente que parece robot, me cae mal la gente déspota y me hiperventila la gente que ignora a la otra gente. Por eso... tantas cosas. Pero he de aceptarlo: es una parte de mí que estaba empezando a adormilarse más de la cuenta. Supongo que en algún momento el volumen me pareció tan alto que, más que nivelarlo, de plano apagué el chip. Y luego me enajené de más. Y ahora, como que siento que estoy espabilándome de nueva cuenta. De a poco. Como para intentar calibrar el asunto, supongo. La novedad es que lo estoy haciendo no sólo en lo malo o en lo doloroso. También en lo alegre. Quienes me conocen de a diario saben de sobra que soy experta en echarle ácido a lo que se pueda, y que aquello de ir cual Dorotea en el camino amarillo no se me da fácil. No es que ahora esté en vías de convertirme en una Hello Kitty (con todo respeto a mis queridas fans de esta gatita). Tampoco. No me va la personalidad rosa, ya lo sabemos. Pero parece que sí puedo ser unos gramos menos adicta al drama. Andarme con pies más ligeros. O en eso ando.

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