No llevo la cuenta de desde hace cuántos años acudo a la muestra de World Press Photo en el Museo Franz Mayer. Pero sé que no son pocos. Aunque los últimos dos me abstuve de ir porque me hastié de ver siempre el mismo tipo de fotografías. Primero, el mundo destrozándose a balazos y bombazos, cayéndose a pedazos (de piel, de concreto, de tierra). Y luego, como para palmearte un poco el estómago, la poesía visual del hombre y su vida cotidiana. Bah.
Este fin de semana pasé por ahí, como para ver si el año pasado (en el que me alejé un poco más del frenesí noticioso) había tenido un golpe de suerte y la cosa algo había cambiado. Pero no. Como era de esperarse, no. Como cada año, colgadas hay grandes fotos (de esas que entran en la categoría: el lugar correcto en el momento adecuado con el ángulo necesario), pero en ellas está retratado el mismo hombre de siempre: el sobrado de coraje, enfermo de poder, en su papel de víctima y de victimario. Y también el sonriente de espíritu, el que lleva su cuerpo a los maravillosos e increíbles límites de este, el que vive.
Pero ahora, por primera vez, mientras transitaba a pasitos del infierno al cielo cotidiano no sentí oleadas de enojo. Tampoco se apoderó de mí la desesperanza. Me di cuenta de que por fin acepté algo que parece una tontería pero que hace una gran diferencia, y que en años anteriores no me era posible deglutir: el mundo es así, siempre lo ha sido y lo seguirá siendo. Y así está bien. Comprendí que lo único (y muy valioso) por hacerse es tomar verdadera consciencia personal de la molesta protuberancia que todos podemos ser desde nuestro pequeño punto cardinal en el universo y tratar de dejar de serlo. Así que ahora, al salir, me pregunté: ¿qué más, qué más está en mis manos? Porque estoy dispuesta a hacerlo. Como abrirme de verdad al hecho de que todos, todos somos iguales. Que nadie es mejor ni peor que yo. Ni aquellos a los que pueda considerar mis enemigos.
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