martes, noviembre 30
¿Araña en potencia?
Hace unos días me armé de valor para tomar unas agujas de tejer y aprender a hacerlo. O al menos intentarlo. Y digo valor porque no siempre permitirse aprender algo nuevo resulta sencillo. El temor de no hacerlo bien, de descubrir que no tenemos suficiente talento o paciencia para ello puede frustrar o amargar el disfrute. Supongo que sirvió que había té, helado y mucha japichainez de por medio, porque no solo me gustó más de lo que en otro momento hubiera pensado. Me llenó de alegría el simple hecho de montar y enlazar puntos, incluso a sabiendas de que para convertir en maravillas una madeja hay un largo trecho que no sé aún si recorreré del todo. Pero qué importa. Ya fui capaz de reírme de mí misma y el pronóstico (certerísimo) de que tejería apretado. Supongo que si a la mera hora fracaso en la misión de convertirme en una verdadera araña, no me sentiré mal por no haberlo logrado.
Lo que también descubrí con gran fascinación es que tejer es tan hipnotizante como gratificante. Uno se concentra en el ir y venir de la agujas y el mundo se desdibuja. Se sonríe genuinamente por el hecho de ir viendo cómo las manos hacen que una bola de estambre vaya tomando forma de un bufandín, por ejemplo, aunque sea bajo el punto más básico. Y ni hablar de la especie de comunión tan especial, tan gozosa, que genera cuando se hace entre un grupo de mujeres. Con razón nuestras bisabuelas y abuelas tejían y tejían.
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