De niño, la vida se mide en años escolares, y cada uno representa la eternidad. Entonces, de tan largos y duraderos que nos resultan los días, uno cree que pueden contener la creación de un universo entero. Pero luego el cuerpo se estira, la mente se acochambra y, sin aviso previo, sucede justamente lo contrario: los días no parecen contener más que un puñado de escurridizas horas y alcanzar para poco menos que nada. No suena creíble decir que unos y otros, impertérritos, siempre nos han ofrecido las mismas 24 horas. Salvo sus debidas excepciones, los días, las semanas, los meses y los años en la vida adulta se cuentan en un respiro. Cada vez menos el tiempo nos hace creer que se detiene; por el contrario, corre cada vez más. Y no me refiero sólo a los fines de semana, que esos, en particular, tienen maestría en esfumarse sin ser vistos frente a nuestros atónitos ojos. Digo todo esto porque, pues, nuestras agendas ya marcan junio, por ejemplo (¿no fue apenas ayer cuando nos deseábamos felicidad, prosperidad y éxito en el año venidero?). Y a estas alturas se ha constatado que, gastado el primer semestre del año, ya puede uno irse olvidando del segundo. A qué exactamente se deberá esta sensación, me pregunto. Si era de niños cuando más nos queríamos comer el mundo, y ya adultos sabemos de sobra que si le damos un par de mordidas significativas, nos ha ido más que bien. Será que de niños, salvo las horas pupitre, prácticamente consumíamos todo nuestro tiempo en actividades menos tediosas. Y ahora, escupidos en el entorno adulto, no se puede vivir entregado al ocio... Qué sé yo. Aunque pensar en esto, invariablemente me hace preguntarme: si así es ahora, cómo transcurrirán los días cumplidos los 60-70 años. Bah. Supongo que no hay otra respuesta más allá del: ya veremos. Mientras tanto, a tratar de que nos rinda el tiempo. En lo que sea que queramos que nos rinda.
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