jueves, agosto 12
Dictadores a tiempo completo
Hoy me puse a pensar en cuánto queremos que las personas opinen lo que a nosotros nos parece adecuado. Que se conduzcan como nosotros consideramos apropiado. Que digan y piensen lo que nosotros creemos correcto. Que sean de nuestro agrado. Que manejen rápido si nosotros tenemos prisa; que no nos toquen el claxon si nada hay que nos apresure y vamos a paso más lento que el de atrás. Que el de enfrente camine ágilmente, pero que el que viene detrás no se desespere si de pronto es uno el que estorba (y todos estorbamos en algún momento). Que aprueben nuestra forma de ser y de ver el mundo sin cuestionamientos. Demandamos que los otros nunca se equivoquen, aunque nosotros cometemos un sinfín de errores cada día (pero los pasamos por alto por ser nosotros quienes lo cometen). Criticamos todo lo que sucede que no cae dentro de nuestras expectativas, en todas las escalas posibles, todo el tiempo. Estamos en desacuerdo con aquello y con aquellos que no son como según nosotros deberían de ser. Actuamos como una especie de dictadores de circunstancias a tiempo completo, sin importar si realmente tenemos injerencia en ellas o no. El asunto es dictaminar cómo debe serlo todo. Emitir a diestra y siniestra el veredicto que siempre tenemos listo en la boca: todo, to-do está mal si no se da a conveniencia propia. No importa la trascendencia del asunto. Francamente, me dije, qué ridiculez. Qué aburrida expectativa. Pero, sobre todo, qué cansado papel. Con razón siempre estamos inconformes desde el dedo meñique del pie hasta el último de los folículos capilares. Con razón es tan fácil que nos corroa el humor gris. Yo espero poder deshacerme del todo de ese pesado traje uno de estos días.
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