
Cuando en la escuela escuchaba a algún niño relatar cómo su madre le había permitido faltar a la escuela el día anterior, nomás porque tenía flojera, porque había sido día del niño o porque habían llegado los Reyes, algo en mí se sacudía. Ya por entonces mi mentecita no daba crédito a que eso fuera posible. En mi casa, sólo una enfermedad capaz de tumbarme en la cama podía ser causa de una falta escolar. Religiosamente yo era levantada cada mañana (en lo que siempre me ha parecido la madrugada), sentada a la mesa a desayunar y entregada en la puerta de la escuela mucho antes de que ésta se congestionara con madres e hijos atolodrados ante la certeza de que les cerraran la puerta en las narices. Jamás supe qué era eso. Porque, claro, jamás de los jamases llegué tarde ni falté injustificadamente. Lo que explica muy bien de dónde me viene entonces lo exacerbadamente puntual y antifaltista de mi yo (quesque) adulto. Pero lo confieso, siempre he tenido ganas de abrir un día laboral los ojos y decir: "No, no me paro y háganle como puedan", encogerme de hombros, hacerme taco en las cobijas y darle la espalda al mundo de las responsabilidades. Total, siempre estarán ahí, ¿no?