Mi madre siempre me anda pregunte y pregunte por qué leo lo que leo y, aunque en mis emocionales adentros sí sé por qué, nunca me he tomado el tiempo de darle una respuesta-respuesta. Supongo que por eso ando escribiendo esto. Lo cierto es que eso de por qué uno lee lo que lee es buena pregunta. De algún modo, leer implica una especie de agenda escondida de razones personalísimas.
No es que por estos días yo sea una 'descubre-autores', como quien vive con la nariz empapada de literatura. No, no. Tampoco es que me gusten los best-seller tipo Ángeles y Demonios (que, fuera del prejuicio típico de lector-con-ínfulas, no tengo nada en contra de ellos). No, no. Yo más bien diría que mis actuales gustos literarios están a medio camino entre uno y otro. O sea que si los primeros fueran los caminos polvosos fuera del mapa que requieren un todo-terreno para recorrerse y los segundos, las autopistas en los que una llanta de refacción sale ilesa, yo diría que mis lecturas son como esas carreteras dos-tres pinchonas de dos carriles.
Ya lo dije, no fui una lectora precoz. O sea que no leí a Joyce ni a todos-esos-que-se-supone-uno-lee-camino-a-la-erudición. Aunque de niña mis papás me compraban libros de cuentos y año con año me llevaban a las Ferias del libro infantil. Ah, cómo me gustaban esos fines de semana llenos de incesante actividad de la mañana a la noche (origen de mi hiperactividad, claramente). Pero, si la memoria no me deja en mal, mis lecturas empezaron a tomar forma propia fuera de los salones de secundaria. Más allá de los libros que nos endilgaban en la escuela, nadie me dijo nunca qué leer. O qué no. Leí lo que me apetecía de lo que tenía al alcance. Y, así, simplemente he leído lo que tenía que leer. Poco a poco he ido brincanco de libro en libro, de gancho emocional en gancho emocional.
Hoy puedo sonar reteavezada (y también rete a lugar común, cómo no) diciendo que autores como Coetzee, Bolaño, Murakami o Roth han dejado su pluma grabada en mi persona. Pero sería presuntuoso omitir que terminé llegando a ellos, en primer lugar, gracias a Agatha Christie. Sí, mi memoria lectoril me dice que fue ella la primera en embaucarme en esta droga-bien-vista que implica devorarse páginas y páginas; en este asunto de no querer que se acaben y, al mismo tiempo, ansiar saber qué depara la frase previa al punto final.
Ya luego se fueron repartiendo y sumando la culpa Mika Waltari y su Sinuhé el egipcio (juro que me sentí recorriendo la oscuridad de los pasillos egipcios a su lado). Gary Jennings y sus Azteca y Marco Polo (yo hasta diría que viví con ellos sus aventuras). José Agustín y sus La tumba, Ciudades desiertas y Tragicomedias mexicanas 1,2 y 3 (reí, reí, reí). Herman Hesse y Demian o El lobo estepario (qué shock haberme sentido tan identificada con un personaje). Dante y su Divina Comedia (pero sólo el Infierno, el Cielo me aburrió infinitamente; mal signo, supongo, ¿no?). Los amoríos planteados por Ángeles Mastretta y Marcela Serrano (aptísimos para soñar adolescentemente)... Uushhh. Qué avalancha de alegría y nostalgia por esos y otros autores y libros. Tanta como para parar ahora mismo de escribir y correr a mi librero (aquí a dos pasos) y ver sus portadas y sonreír por todos los gratos momentos que me han dado. Regreso... en otro post.
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