Hace unos días fui a ver Up. Realmente estaba emocionada por ir a verla. Me gustó, me divertí, me sacó unas lagrimitas y le hizo creer a mi obtusa mente (aunque fuera por unos instantes) que una casa puede hacerse volar amarrada a un montón de globos inflados con helio. Y aun cuando no la situaría entre mis preferidas de Pixar (no logré conectar con los perros habladores), sí me dejó pensando en la maravilla que es que, a mis 30, me emocionen más la películas animadas que a mis 10. Porque en aquellos ayeres, la casa Disney y yo nunca nos llevamos de maravilla. Tampoco tenía fijación por ninguno de sus personajes. Lo único que quería era poder hablar como el pato Donald; creo que pasé horas intentando imitar su cuajjjcc-cuajjjjjc-cuaaajjjjc, pero pues no, nunca lo logré. Bambi y Dumbo me parecieron una barbaridad atroz, gratuitamente cruel para mi tierno corazón. Aborrecí Fantasía: recuerdo haber estado sentada en la butaca, deseando con todas mis ganas infantiles salir corriendo justo cuando Mickey Mouse alza las olas en el risco. Ay no, qué soberana aburrición. Sí, vi Blancanieves, Cenicienta, 101 Dálmatas, La Dama y el Vagabundo, más porque eran las películas que me ponía mi abuela las mañanas de vacaciones en las que me quedaba en su casa, porque nunca jugué a ser una princesa en apuros ni moría de ganas por verlas cada tres días (de hecho, son poquísimas las películas que puedo ver más de dos veces). Yo a lo que jugaba era a ser dama de una corte real. Jaja, ¿qué tal?. Alicia en el país de las maravillas y Peter Pan me resultaban un tanto como Fantasía: las sentía lejanísimas a mis intereses y, por ende, me aburrían. Luego crecí y el cine animado... pasó a mi historia.
Hasta que Toy Story llegó a mi mundo fílmico y todo fue como creo que debió haber sido desde siempre. Ahora basta que aparezca en escena la lamparita de Pixar para que me emocione ante lo que está por aparecer ante mis ojos. Y, por supuesto, me parece una eternidad esperar al verano del 2010 para Toy Story 3. O a los subsecuentes veranos para los estrenos aún por venir.
Otra de mis golosinas son los mundos creados por Hayao Miyazaki, el japonés papá de Spirited Away (mi momento memorable: ése en el que Chihiro pisa uno de esos ericitos negros y la recorren de pies a cabeza los escalofríos) y de Howl's Incredible Castle (¿a poco no es adorable el perro flojonazo que vuela?). Lo suficiente como para que poco a poco haya ido buscando algunas de las películas que ha hecho: Castle in the Sky, Nausicaä, Porco Rosso, Princess Mononoke, The Castle of Cagliostro... (es una lástima que no siempre estén a precios precisamente accesibles).
En fin, que nunca pensé que sería de adulta cuando las películas de animación me emocionarían como a una niña, el público para al que en origen están pensadas. Nunca pensé que sería ahora cuando lograría dejarme envolver por mundos fantásticos, historias conmovedoras y personajes entrañables. Pero ¡qué alegre sorpresa!
A mi me pasa algo muy parecido: de niño no disfruté tanto las cosas propias como cuando crecí.
ResponderEliminarAhora siento fascinación por los juguetes (de vinyl), las películas animadas y una devilidad extraña por Mazinger Z. ¿Estoy mal?