sábado, agosto 1

Mi postal de Alaska



Si pronunciar la palabra Alaska resuena exótica y con gran fuerza en los adentros, hacerlo en voz alta, frente a otros, tampoco carece de impacto. Por más que se quiera, no hay modo de pasar desapercibido si un buen día uno dice: "Voy a Alaska". Debe ser porque se trata de una tierra lejana, indómita (aunque tenga poblados más civilizados que algunas de nuestras ciudades), desconocida y común como fantasía viajera, mas no como destino frecuente.
Hace unos días, un gran golpe de suerte llevó a mis pieseses por allá. Allá donde el sol se esconde sólo por un puñado de horas, allá donde la belleza natural lo es todo y no te cabe en los ojos (ni en las fotos), allá donde la fauna (aún) es el habitante más venerado y presta sus tierras al hombre, allá donde el verano es un verdadero milagro, allá donde el ruido ambiental es el silencio. Un allá cuya lejanía, más que medirse en kilómetros, se mide en forma de vida. Un allá donde para la pregunta tonta del citadino "¿pero, de qué vivirá la mayoría de esta gente?, sólo puede haber una respuesta tan simple como: "la pesca".
A su capital, Juneau, no puede llegarse más que en avión o en barco. Al resto de sus poblados, sólo en hidroplano o bote. No, nada de carreteras para ir de un lado a otro. En Alaska, el auto se tiene para transportarse unas cuantas calles y avenidas y, claro, para sobrevivir la crudeza del invierno. O acercarse a las faldas del señorón Tongass National Forest (¡tiene casi 7 mil millones de hectáreas!).
Durante una fastuosa caminata por una de sus incontables montañas, la guía que nos acompañaba me preguntó cándidamente: "¿Y a dónde van de excursión los fines de semana?". "Errr..., bueno, en realidad no salimos al campo tan seguido", balbucée. "¿No?, ¿y entonces qué hacen?", replicó con cierta curiosidad bañada de extrañeza. "Mmm... leer, ir al cine, reunirnos con amigos, quedarnos en casa", dije. "Ah", fue su respuesta. En su tono, nada prejuicioso, se advertía que mis valoradísimos placeres urbanos le eran por completo indiferentes. Pues sí. Si uno nace o vive en Alaska, la vida a diario cobra sentido a través del contacto con una naturaleza avasalladora. Un día soleado y sin lluvia doblega a cualquiera a explorarla del mismo modo que su invierno es una prueba constante de resistencia, física y de espíritu.
Alaska es un sitio inolvidable para un citadino porque, parado en cualquier punto de sus tierras, sus paisajes te obligan a calibrar la maravillosa y sagrada obra de la naturaleza. Su trascendencia y nuestra pequeñez. Te inspira a reflexionar sobre el verdadero 'encanto' del caos urbano y su frenética vida moderna. Parado ahí, admirando el planeo de un águila calva o viendo el incesante saltar de uno y otro salmón, resulta imperante avergonzarse por la estupidez depredadora de la raza humana, a la que sólo le ha tomado algunos años irse tragando irrespetuosamente lo que ha tardado millones de años en formarse. Pensar en la posibilidad de que llegue el día en que todo aquello que te desborda los ojos desaparecerá es escalofriante. Imposible no murmurar: qué arrogancia la nuestra para pisar semejante majestuosidad.

*Mi cara en la foto es producto del tremebundo esfuerzo físico que implicó llegar hasta ese punto, que no era la cima.

1 comentario:

Anda, anda, escupe...