—¿Te conté que ya nació mi otro hijo?, me dijo casualmente un día un amigo mientras charlábamos y nos echábamos unos tragos, después de meses de no vernos.
Acto seguido: escupí el whisky que me estaba tomando.
—Ni siquiera me habías dicho que ibas a tener otro, balbucée estúpidamente.
—Ah, ¿no?, me respondió sin extrañeza. Bueno, se llama J.
—Mierda, pensé. Nos está cargando la vida.
Pop. Pop. Pop. Pop... Como palomitas en micro. Así van brotando las parejas con-hijos a mi alrededor últimamente. Hace un par de años, si acaso era una la aventurada en eso de extender la familia. Era el negrito en las comidas y reuniones. Pero ahora pareciera que vamos a todo galope en pos del casi todas (¿pero en qué momento?, me pregunto yo). Ah, los treintas y sus cosas.
A algunos los he visto muy montados en su papel, como si hasta silla acolchada tuviera el asunto (y me dan ganas de decirles que si hubiera una campaña pro-paternidad, ellos deberían ser protagonistas). Otros, la verdad, parecieran pagar caro la ocurrencia de montar a pelo. Eso, o los he agarrado en los tres minutitos de sinceridad y espanto en los que todo papá admite que eso de ser papá no es precisamente un cuento de Disney. Ya luego recobran un poco la compostura y echan la pelota a tu lado de la cancha con el "y-tú-para-cuándo".
Espanto más, espanto menos, lo que todos te sueltan es aquella obviedad de "un hijo te cambia la vida". "Sí, se nota", me dan ganas de responderles, pero siempre me limito al amable "me imagino" para no herir susceptibilidades.
Lo que realmente me causa curiosidad es el tono con el que te lo dicen. Porque tengo la sensación de que pronuncian esas cuatro palabras como si pretendieran suspenderlas en el aire. Como si buscaran impregnarlas de todo el peso que conlleva tener un hijo. Para que, con suerte, uno capte por qué a pesar de los desvelos, las preocupaciones, los gastos, la corredera, la chilladera, el reflujo, bla, bla, bla, hay algo mágico en procrear uno. A veces también me parece que en esa fracción de segundo en la que te lo dicen, y en la que parecen desenfocarte, repasan su vida, con y sin hijos; poniendo sus pros y sus contras sobre la balanza. Y luego, rápidamente, se apresuran a inclinarla hacia la sonrisa con la que acompañan su convencido "pero sí vale la pena".
Escucharlos me hace pensar en que quizás la posibilidad de nuestros tiempos —la de vivir como pareja como un fin en sí mismo, en lugar de tener una pareja sólo para formar una familia— ha venido a sacudirnos todo a todos. Antes, tener hijos era lo que procedía. Punto. Hoy, puede ser una elección de vida. Y entonces, pasar de una vida sin-hijos a una con-hijos tiende un puente sobre el que nuestros padres no caminaron: el del peterpanismo en pareja.
Uffff. Qué intensa. En esto pensé el fin de semana pasado, whisky en mano, mientras veía cómo, poco a poco toma forma una nueva frontera en nuestro círculo de amistades y conocidos: la que dibujan los con-hijos de los sin-hijos. Me consta que unos trataron de mezclarse con los otros. Pero qué lío mantener conversaciones fluídas. Cualquier hilo se rompe porque... El bebé llora. Se echa a correr. Se inquieta. Hay que ir por la carriola para dormirlo. Cambiarlo.
Y luego está el tema de que no se sabe bien a bien de qué hablar. Los con-hijos hablan de sus nuevas vidas con hijos. Los sin-hijos, de cualquier cosa con la que llenemos nuestros tiempos (y no es que una cosa sea mejor que la otra). Es como un diálogo de locos. Aunque supongo que, en algún momento, todos volveremos a reconocernos unos a otros. O algo por el estilo.
Lo dicho: los treintas y sus cosas. De veras.