miércoles, febrero 24

Por La carretera



—¿Qué es lo más valiente que has hecho?, le pregunta el hijo a su padre.
—Levantarme esta manaña, le responde éste.
—¿En serio?
—No. No me hagas caso.

He leído La carretera, de Cormac McCarthy, en un momento atinadísimo, creo yo (lo que reafirma mi teoría de que los libros se las ingenian para hacerme saber que es momento de leerlos). Lo he leído en un momento en el que ya no dudo de la valía de nuestras instituciones, de nuestras autoridades o de nuestro sistema, dudo de nosotros mismos, de nuestro espíritu como individuos y como sociedad. Porque, quiénes sino nosotros son el aceite del engranaje en el que vivimos.
Somos nosotros los ambiciosos. Somos nosotros los que cometen injusticias. Somos nosotros los que se corrompen. Somos nosotros los que se meten unos a otros el pie. Somos nosotros los que se consideran siempre parte de los buenos y a los otros siempre parte de los malos. Somos nosotros los que nada saben de tratarse con dignidad unos a otros. Me resulta inevitable sentir que vivo nadando en una melcocha de sinrazón, caos, desaliento, cinismo, queja continua sin acción, hartazgo, cansancio ante la lucha que parece vana... Siento que vivimos en una época fétida, muy fétida. Y, lo peor, estamos resignados a su pestilencia. Porque nos dijeron (y nos dicen) que así olía (huele) el mundo.
El padre e hijo anónimo de McCarthy andan cada día por un escenario apocalíptico. Un mundo hecho cenizas. Literalmente. Y cada día sobre La carretera es cuestión de sobrevivir o morir. Así de simple. Con cada viñeta leída, no pude más que preguntarme, ¿y a qué salimos nosotros cada día sino a enfrentar al mundo y sus obstáculos? ¿A qué sino a hurgar por aquello que nos permita andar un día más? ¿A qué sino a jugarnos la vida (o alguien tiene la certeza de que en un país como el nuestro abrirá la misma puerta que cerró por la mañana)?
El mundo de McCarthy está narrado con tal áspera y cruda precisión que uno incluso siente la pesadez del aire, su fatigoso manto cenizo. Yo irremediablemente pensé que esa carretera por la que McCarthy lleva a padre e hijo es un poco como nuestra vida. En la que a veces nada de lo que nos pasa tiene sentido. O nos parece demasiado. Por la que a veces hay que seguir derecho, a veces rodear y a veces regresar sobre lo andado. Una carretera sobre la que se ganan y se pierden víveres y batallas. Sobre la que hay encuentros y desencuentros. Sobre la que hay sufrimiento y pequeños destellos de alegría y esperanza. Sobre la que nos confrontamos con nuestra propia naturaleza animal. Y así como el padre desea proteger a su hijo a como dé lugar, llevarlo hasta la costa (sea lo que sea que haya en ella), cada cual tiene su motivo para salir a buscar sustento. Como cada cual tendrá que aceptar el momento de su derrota, o derrotas.
Una a una, esas pequeñas viñetas de McCarthy son dolorosamente certeras. Y, a la vez, hábiles ganchos para sumirte en tremendas reflexiones personales. Sí, uno quisiera que el mundo fuera de tal forma. Que todo sucediera bajo nuestros términos. Que nunca nos equivocáramos. Que todo estuviera siempre bajo control. Que pudiéramos preverlo todo. Pero no se puede ser 'bueno' todo el tiempo, no se puede estar todo el tiempo alerta, en vela. Es frustrante, pero es así. A veces, uno simplemente tiene que aceptar que se está cansado, enfermo, abatido. Lo que importa no es lo que sucede, sino cómo afrontamos eso que sucede, con qué intenciones, con qué acciones. En aras de sobrevivir, a veces uno se convierte en una bestia. Aunque el verdadero peligro está en dejarse llevar por ella todo el tiempo. En no notarlo. En olvidar que hay otra alternativa.
No, la historia de McCarthy en realidad no es novedosa. Lo de un padre y un hijo en apuros ha sido muchas veces narrado. Ni hablar del mundo extinto. Pero, a mi parecer, el logro de McCarthy es ese carácter hirsuto con la que la cuenta. Porque no cualquiera te hace atragantarte de ceniza y sentir que estás a punto de toser sangre. No cualquiera te hace ver un mundo enterrado por la ceniza, que todo lo pudre, y contagiarte con la (vaga) esperanza de que el amanecer traiga consigo un día mejor que el anterior.
¿Que si valdrá la pena vivirlo?, ¿que si valdrá la pena el esfuerzo?, son preguntas que todos nos hacemos. Y cómo no, si al andar por la carretera se pierde la fe. Se recupera. Se titubea, pero se sigue andando. Porque no queda de otra. Porque algo debe haber al final de ésta. Si vale la pena, no es algo que necesariamente comprobemos en carne propia. Y, ahora que lo pienso, es una necedad demandar una respuesta inamovible a esa pregunta. De un modo u otro, a todo esfuerzo corresponde una recompena (que sea la que nosotros deseamos o esperamos, ya es otra cosa completamente distinta). Pero aprender a lidiar con ello, en un mundo hundido por nosotros mismos, es duro, duro de aceptar. Lo cierto es que el mundo puede arder en cenizas una y mil veces, pero es uno el que se deja (o no) vencer. Es uno el que decide hasta dónde llega el cuerpo, o el fuego de cada quien. Y bajo qué términos.
Ante la inevitable pregunta que se hace uno a través de las páginas de La carretera, no puedo más que decir que seguramente no sería muy distinto a lo que describe McCarthy. La gran interrogante es, en realidad, qué papel jugaría cada uno de nosotros. He ahí su grandeza. Mier-da.


*Ahora a ver qué tal quedó la adaptación en cine.

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