martes, junio 15

Un día después

Es extraña la tristeza que genera una pérdida. Porque no es precisamente constante. Tampoco inmediata. Inmediata es la burbuja que crea la mente cuando se entera de la pérdida. Luego vienen las lágrimas. Pero la tristeza que se incrusta en el corazón, la que tumba, tarda algunas horas en dejarse sentir. Da un golpazo y se serena un poco. Y de nuevo. Como una especie de marea que aturde. De pronto, uno se ve fragmentado. El cuerpo emite un mensaje de quererse dormir, pero no es que realmente tenga sueño; sólo quiere apagarse, no sentir. Una parte quiere encontrar consuelo instantáneo: piensa en las comidas que suelen alegrar el espíritu, en ir de compras, en ir a dar una vuelta, en hornear panqués, en hablar con alguien, en escribir. Otra más se deja hipnotizar por ese insondable abismo de tristeza recién abierto al interior; se abstrae del tiempo. Y una más contempla enternecida todos esos esfuerzos... tan necesarios y a la vez inútiles. Sabe que el dolor y la tristeza dejarán de manar, que su fuerza no es infinita. Sólo es cuestión de dejarlos correr, de llorar lo que haya que llorar y de respirar profundo. Como todo, pasará.

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