Los polinesios recurrían a los tatuajes como ornamentación corporal, aunque también como símbolos de jerarquía. Las mujeres egipcias, principalmente, les daban funciones protectoras y mágicas. Los indígenas de América del Norte se tatuaban para proteger el alma en su paso de la pubertad a la edad adulta. En América Central lo hacían como muestra de adoración a sus dioses. En India o Pakistán, los tatuajes han servido más bien como ornamento nupcial. En las islas Marquesas implican un significado erótico. En las antiguas Grecia y Roma se usaban para marcar e identificar a los criminales. Todo eso (y un alud interminable) encuentra uno si se va tras los rastros de la historia de los tatuajes.
Por estos días, las implicaciones culturales de estos siguen siendo igual de variadas, creo yo. Quizás la peculiaridad es que todas esas variedades se dan al mismo tiempo dentro de una sola región o país, entre personas con todo menos idénticos bagajes. ¿Cuál de todas las razones posibles habría de animarlo a uno a dejarse una huella imborrable sobre la piel?
Por ahí he leído que uno termina contando su vida no como en realidad fue, sino sólo como la recuerda. Lo que hace de las memorias todo menos un reflejo confiable, si de ser preciso se trata. Para mí, los tatuajes son una pequeña memoria indeleble (aun cuando el color se desgaste). Una especie de foto sobre la propia piel para evocar con cierta certeza una época personal significativa y lo que la envolvía. Un recordatorio de la forma en la que te enfrentaste al mundo en cierto momento. El rastro del viraje dado dentro de tu propio mapa.
Hace más o menos diez años me hice un primer tatuaje. Mi decisión sobrevino a una época en la que me reinventé tras una ruptura amorosa y personal de la cual me costó más de un año levantarme. Para no olvidar que había podido hacerlo y qué había aprendido en ello me hice ese pequeño primer tatuaje. Ahora ha sido otro arduo proceso personal el que me ha llevado al tatuaje número dos. Un poco más grande y situado en línea recta por encima del anterior (aquí cobra más sentido aquello del mapa).
Llevaba un año pensando en hacerlo. Supongo que sentía correr nuevos tiempos dignos de no olvidar nunca. Como todo, la convicción del diseño y el momento indicado llegó por sí sola, hace apenas unos días. Esta vez opté por un símbolo obvio para recordarme que la vida es un flujo por el que hay que dejarse conducir gozosamente, a pesar de la fuerza de sus cauces. Para recordar que uno nace, florece y muere en muchos sentidos, todo el tiempo; cosa que de pronto se olvida por andar distraído tomándose el asunto demasiado en serio. Mientras lo coloreaba, el tatuador me dijo que el mínimo eran tres (dicen que una vez hecho uno, siempre querrás otro). Ya veremos si en los próximos diez años se me ocurre que mi mapa requiere de un nuevo punto cardinal.
Hay veces en que uno necesita recordatorios de lo que ha vivido, y hay experiencias que necesitan ser recordadas.
ResponderEliminarMuy bonito que te quedó. :)
Yo prefiero cicatrices de colores como esta! las del corazón no se ven, las del alma, la alegría las borra. Que bonito te quedo que bonito que lo compartas y coincido con el tatuador ... yo, voy por otro jojoj... beso!
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