Me gusta la alegría perezosa que traen consigo las mañanas de domingo. Esa que le permite a uno entregarse sin tantas restricciones ni ansias a los dictados caprichosos del día y la voluntad. Como abrir el ojo temprano y saltar de la cama para ir casi en pijama a la panadería porque el paladar recordó esos tesoros de harina de origen escocés llamados scones. Para luego recalentarlos y disfrutar cada mordida acompañada de un café con leche bien cargado, mientras se desmenuza el periódico. Decidir con el último sorbo en la taza que siempre sí es un buen día para ir al Munal y ver los collages de Max Ernst. Embutirse los jeans, la sudadera y los tenis, mal-hacerse una coleta y desentenderse de usar el auto. Admirar cada cuadrito a ritmo absolutamente personal. Salir satisfecha de la sala y maravillarte, una vez más, ante la arquitectura del edificio en el que estás. Caminar sin prisas y con una sonrisa, aunque sea interna. Observar las caras relajadas de la gente en el vagón del metro. Regresar a casa y descubrir que en el reloj aún hay más de medio día por delante. Que en camino vienen unos chiles en nogada y... quién sabe qué más.
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