Pues sí, yo también crecí leyendo las tiras de Mafalda. Una y otra y otra y otra vez... La hija-pelos-necios de Quino se incrustó en mi mente tan pronto supe leer, lo que se dice leer. Recuerdo que mis papás fueron comprándome uno a uno los 12 tomos que conforman la colección de tiras. Y yo los llevaba a todos lados. Los leía y releía tanto que no tardaron en deshojarse, despastarse y desgastarse. Pero entonces mi fetichez era nula. Lo que me importaba era tenerlos a mano. Los releía porque me hacían reír, carcajearme, pero también porque sabía que algo se me escapaba, un algo que sólo era posible entender de pizca en pizca.
Hasta que un buen día me entró la tontera adolescente y me dije que ya había leído demasiado a Mafalda, que ya me la sabía de memoria y que ya podía irla desterrando de mi librero. Tan decidida como puede estar una puberta-ansiosa-de-liberarse-de-la-infancia, le regalé la colección enterita a una prima más chica que yo, aun cuando mi madre intentó hacerme recapacitar (ay, pero a esa edad, qué le iba yo a hacer caso).
No pasó ni un año para que echara en falta mis tardes con Mafalda (aunque me tomaría varios más asumir mi estupidez) y con toda frescura le solté a mi tía, que no a mi prima, un "¿me la devuelves?". Sorprendentemente, lo hizo sin que tuviera que pedírselo dos veces. "Yo le compraré la suya a B.", me dijo con una sonrisa comprensiva, como si desde el principio hubiera sabido que un día u otro iba yo a salirle con el siempre-sí-la-quiero.
De esto hará unos 15 años. Más o menos. Las páginas de esos 12 tomos de tiras ya lucen amarillas, huelen a papel viejo; pero el montoncito que hacen es uno de los más grandes tesoros de mi librero. Encierran a la pandilla que más risas me ha provocado. Aunque por aquello de que siempre hay algo que descubrir en las palabras de Mafalda, cuento ahora con el gordo ese de Toda Mafalda. Y, de un modo u otro, en mi vida hay un Miguelito, un Guille, un Manolito, una Libertad y una que otra Susanita. Ya no digamos ese algo que poco a poco comprendí.