martes, septiembre 29

Mafalda y yo


Pues sí, yo también crecí leyendo las tiras de Mafalda. Una y otra y otra y otra vez... La hija-pelos-necios de Quino se incrustó en mi mente tan pronto supe leer, lo que se dice leer. Recuerdo que mis papás fueron comprándome uno a uno los 12 tomos que conforman la colección de tiras. Y yo los llevaba a todos lados. Los leía y releía tanto que no tardaron en deshojarse, despastarse y desgastarse. Pero entonces mi fetichez era nula. Lo que me importaba era tenerlos a mano. Los releía porque me hacían reír, carcajearme, pero también porque sabía que algo se me escapaba, un algo que sólo era posible entender de pizca en pizca.
Hasta que un buen día me entró la tontera adolescente y me dije que ya había leído demasiado a Mafalda, que ya me la sabía de memoria y que ya podía irla desterrando de mi librero. Tan decidida como puede estar una puberta-ansiosa-de-liberarse-de-la-infancia, le regalé la colección enterita a una prima más chica que yo, aun cuando mi madre intentó hacerme recapacitar (ay, pero a esa edad, qué le iba yo a hacer caso).
No pasó ni un año para que echara en falta mis tardes con Mafalda (aunque me tomaría varios más asumir mi estupidez) y con toda frescura le solté a mi tía, que no a mi prima, un "¿me la devuelves?". Sorprendentemente, lo hizo sin que tuviera que pedírselo dos veces. "Yo le compraré la suya a B.", me dijo con una sonrisa comprensiva, como si desde el principio hubiera sabido que un día u otro iba yo a salirle con el siempre-sí-la-quiero.
De esto hará unos 15 años. Más o menos. Las páginas de esos 12 tomos de tiras ya lucen amarillas, huelen a papel viejo; pero el montoncito que hacen es uno de los más grandes tesoros de mi librero. Encierran a la pandilla que más risas me ha provocado. Aunque por aquello de que siempre hay algo que descubrir en las palabras de Mafalda, cuento ahora con el gordo ese de Toda Mafalda. Y, de un modo u otro, en mi vida hay un Miguelito, un Guille, un Manolito, una Libertad y una que otra Susanita. Ya no digamos ese algo que poco a poco comprendí.


domingo, septiembre 27

Lecturas dominicales

Tan pronto sale algún reportaje firmado por Juan José Millás en El País, tan pronto lo atesoro y lo reservo para un momento en el que pueda darle una lectura calmada, atenta. Me cautivó con su serie Sombra. Lo seguí cuando decidió cambiar a las personalidades por gente de calle en Vidas al límite. Y ahora le ha tocado ser Testigo del horror. No estoy muy segura de que su colaboración en ésta última, cuarta y última entrega de una serie pensada por El País Semanal y Médicos Sin Fronteras para poner en la mira cuatro conflictos empolvados: Congo, Haití, Yemén y Cachemira, sea una lectura propia de una noche de domingo. Aunque, bien pensado, nunca será un día propio para enfrentarse con la pizca de realidad que retratan sus páginas, por más bellamente escritas que estén.
Mario Vargas Llosa sobre Congo. Sergio Ramírez sobre Haití. Laura Restrepo sobre Yemén. Juan José Millás sobre Cachemira. Cuatro reconocidas plumas comisionadas para estrujarnos el corazón con sus reportajes, para evidenciar lo mal que está este mundo, y nosotros con él. Pero también para recordarnos que hay realidades que estamos condenados a no entender, a no resolver, pero sí a contemplar desolados... Desde el otro lado del mundo. Con la posibilidad de sentir compasión para, al cabo de unos minutos, dejarla a nuestras espaldas y sumirnos en esa demandante vida diaria que llevamos. Así de irónico es el mundo.

Para leer los textos de Testigo del horror, clic acá.

jueves, septiembre 24

Cosa de todos los días

Algo curioso me sucede cada vez que entro a alguna de mis cuentas de correo personales: me entra la esperanza de encontrar EL mail con LA noticia. ¿De quién? Ni idea. ¿De qué? Mucho menos. Pero así me pasa cada mañana o tarde en la que después de escribir mi usuario y contraseña, doy enter. Durante los segundos que tarda en cargar la página, mi corazón y mi mente se mantienen en vilo. Hasta que veo que están los mails-nuestros-de-cada-día. Y entonces pienso "a lo mejor mañana".

viernes, septiembre 18

De nombres para hijos no nacidos

El otro día alguien me preguntó—con inconfundible tono de 'estoy perdiendo mi tiempo'— si alguna vez había pensado en el nombre que me gustaría ponerle a mi hija. Para su sorpresa, le dije que sí. Que me gustaba Isabella o Allegra (chin, chin si alguien me los copia). Aunque Allegra, combinado con el apellido del que sería su padre, no va en lo absoluto bien.
Habría que preguntarme como por qué tengo ideas de nombres para una hija si el rotundo gracias-pero-no-gracias me sale en automático cuando mi familia política saca la cantaleta esa de "¿para cuándo?". Incluso habría que preguntarme por qué tengo nombres para niña, y no para niño, cuando ya me soñé feliz-como-una-lombriz jugando con uno.

jueves, septiembre 17

Antojos santísimos 1

Aquel o aquella que se precie de conocerme bien, sabe que no miento si digo que a)tengo una debilidad tremebunda por la comida b)no hay modo de sacarme un antojo de la cabeza hasta haberlo saciado c)tengo una pata hueca. Aquí, un listadillo de la comida que me produce placer, de sólo pensar en ella:

Pozole. Chiles en nogada. Crepas de cajeta. Crème brûlée. Cochinita pibil. Helado. Guayabas en almíbar. Mermelada de frambuesa. Fresas (solas o con crema). Panqués de zanahoria. Panqués de plátano. Pad-thai. Wontones. Fideo seco (con crema, camarones y aguacate). Ceviche de caracol. Chocolates. Empanadas de marlín. Crepa de Nutella. Maruchan-ramen. Plátanos fritos. Papas fritas. Papas al horno. Aguachile de camarón. Uchepos. Gorditas de anís. Avena. Hot cakes. Pizza vegetariana. Sashimi. Rajas con queso. Pasta en salsa de queso azul. Pitas y jocoque. Aceitunas rellenas. Bagel de salmón o jamón serrano. Milanesa. Torta de milanesa. Tortilla española. Falafel. Ensalada César. Ensalada con aderezos dulzones. Pastel de cajeta. Pastel de zanahoria. Hamburguesa (Memorable). Queso provoleta asado (y relleno). Nopales asados. Cheetos. Barbacoa. Carnitas. Pambazos. Strudel de manzana. Pie de atún. Sopes. Sopa de médula. Esquites. Elotes preparados. Arroz con leche. Crema de zanahoria. Brócoli con sal y limón. Jícamas con sal y limón. Pie de limón. Gelatina de leche. Tacos árabes. Tacos especiales (bistec, chuleta y aguacate). Aguacates rellenos de atún. Pan con nata y mermelada. Pan de pueblo. Albóndigas. Tostadas de salmón. Arroz blanco. Cordero. Quiche. Dulce de plátano. Huevos domingueros. Papas con chorizo. Crema de espinacas. Tamarindos. Obleas. Mejillones. Pulpo al ajillo. Ceviche de pulpo. Coctel de pulpo. Coctel de ostiones. Pepinos con limón y sal. Pollo frito (las piernas, en realidad). Tortas de papa. Papa al horno. Empanadas de elote y queso. Arrachera. Filekatsu. Sunomono mixto. Calamares fritos. Calamar a la parrilla. Papas de carrito. Cereal con plátano... Y hasta ahora es todo lo que me ha venido a la mente. Pero sospecho que hay más.

09.09.09 (añadido)


No sé cómo pude pasarlo por alto. Tenía que ser mi madre quien me lo recordara. Yo le estuve busque y busque tres pies al gato en mi memoria y ésta me falló gacho. La razón por la que no crecí alabando a los Beatles es porque crecí escuchando a sus 'némesis': Los Rolling Stones. Fin de la historia.

Pd. Y a lo mejor de tanto ver esa lengua se me quedó el tic de sacar la mía en cuanto foto pueda. :P

martes, septiembre 8

09.09.09


Esta noche, millones y millones de fans mal-dormirán cortesía de las ansias infantiles como de víspera navideña por aquello de que a partir de mañana podrán hacerse del catálogo remasterizado de los Beatles. Podrá sonar a imprudencia o a frase de miren-qué-interesante-y-atípica-soy, pero juro que es la meritita verdad que a mí ni el catálogo ni el juego de Rockband me hacen cosquillas. Vamos, ellos en sí. Aunque el furor pre-09.09.09 me ha hecho preguntarme por qué. Por qué los Beatles no forman parte de mi banda sonora.
Sondeando en mis memorias infantiles (onda 5-10 años) recuerdo haber escuchado a mi madre mencionar que le gustaban, pero no la recuerdo poniendo una y otra, y otra vez sus canciones. Como si la recuerdo tatuándome en voz alta a Carole King y su álbum Tapestry ("It's too late" es una de las pocas canciones cuya letra me sé todita). O a doña Aretha Franklin (Chain-chain-chaiiiin... of fools). O a Janis Joplin (con "Piece of my Heart" a todo pulmón). O a Fleetwood Mac (y su "Tell me Lies", "Gipsy", "Don't Stop"...). O a Tina Turner...
Ciertamente tampoco mi padre cooperó en el asunto. Supongo que para un verdadero hippie-come-flores como lo fue él, le eran demasiado bien portados o bien vestidos. Yo qué sé. Lo que él escuchaba y, por ende, yo, era Pink Floyd (juro que con "Learning to Fly" me teletransportaba al borde de un risco). O a Cream y Eric Clapton (yo siempre quería escuchar "Cocaine" o "Layla", en particular el solo de guitarra). O a Joe Cocker y su "With a Little Help from my Friends"). O a Jetro Tull (ay, esos solos de flauta). O a Paul Simon y su "The Sound of Silence". O a Cat Stevens y su "Peace Train" (con razón, además del amorío Kevin-Winnie, Los años maravillosos me engancharon tanto: musicalmente resumían la esencia de mi niñez).
A ello habría que agregar que ante las tribulaciones adolescentes me dio por escuchar pop basura (oh, ¡revelación!) o de plano no escuchar nada de nada. Aunque ya luego fui reconciliándome con los sonidos y entendiendo que para mí la música o me conduce a momentos, emociones o personas con resonancia en mi vida, o nomás no se me pega.
Me basta, por ejemplo, escuchar un par de acordes para revivir mis días de infancia. Puede que por entonces no supiera ni remotamente lo que decían sus letras, pero disfrutaba cómo mis padres las disfrutaban y sonreían al escucharlas una mañana de sábado o una tarde de domingo. Así que, no llevar a los Beatles en el corazón tiene una razón simple: emocionalmente nada ni nadie me ha atado a ellos. Falta ver si de aquí al día que cierre los ojos se me atraviesan.
Voilà! Misterio resuelto.

jueves, septiembre 3

El efecto de las mujeres bellas

Hay mujeres guapas, mujeres con onda y mujeres bellas. Y ya sabemos que cada categoría puede alborotar una variopinta gama de pensamientos, emociones y actitudes en nosotras, las otras mujeres, las que no somos la ELLA en cuestión. Mucho depende de la circunstancia pero, ante cualquiera de estas especies, una bien puede sentirse incómoda, amenazada o quedarse estupefacta. Justo como me pasó el otro día (¡Ay, jijín!, diría Don Pestañita).
Resulta que estaba yo bebiendo muy amenamente con el mareado en una fiesta, cuando de pronto el anfitrión nos presentó a una chica que recién llegaba. De sólo verla me cayó bien. Cero maquillaje, vestida muy sencilla y sonriente. Como la noche aún no tenía mucho quórum, ELLA se quedó platicando con nosotros. Intercambiamos las preguntas y respuestas de rigor —dónde trabajas, qué haces/ah, qué bien, qué padre— y la charla fluyó con relativa facilidad. Pasaron algunos minutos antes de que me diera cuenta de lo que en realidad estaba pasando (chan, chan, chan, chaaaaan...)
Debe saberse que, en círculos poco familiares, el mareado es un hombre de escasas palabras. Hasta da la impresión de que pocas personas extrañas le son interesantes. Pues bien. En ese preciso momento, ese-mareado-de-escasas-palabras estaba muy charlador. Y de pronto caí en cuenta de que la conversación se daba más entre ellos dos que entre los tres. Yo sólo asentía y sonreía. Los miraba a uno y otro. Y, de algún modo, a mí, viéndolos. Estaba... fascinada por la escena.
No había pasado por alto que ELLA era muy bella (ya luego vi que no fotografía así de bien, muajajá). De ésas que hasta te obligas a enfocar dos veces porque no puedes creer que se vea tan, pero tan bien sin un gramo de producción. Y entonces fue que entendí el trance* en el que, de algún modo, nos tenía al mareado y a mí. Porque no estábamos hablando de nada trascendente. Tampoco habíamos descubierto que teníamos cosas o amigos en común ni resultamos viejos conocidos. Simplemente, la chica era bellísima y una parte de nosotros quiso agradarle.
No paso mucho tiempo antes de que ELLA dijera que iba a arreglarse un poco (!), antes de que llegara más gente. Así que de un momento a otro, el trance se esfumó. El mareado y yo volvimos a platicar y beber como si nada.
Ya en el taxi rumbo a casa, una parte de mí pensó en hablar en voz alta del episodio. Pero otra la acalló. Cacharme de no estar ofendida sino divertida por la escena me dejó pensando muchas cosas. Aunque estoy segura de que si algo así me ha pasado años antes, decir que habría montado en cólera celosa sería poco, poquísimo. Pero está visto que aquella noche de fiesta decidí dejar el asunto por la paz y me dije que ya tendría tiempo para meditar al respecto.
Hoy, sin ningún motivo, me acordé de aquella noche de fiesta. Y sólo atino a pensar que hay veces en las que las inseguridades femeninas están bien guardaditas en el clóset. Veces que toca reírse de las pequeñas situaciones en las que te pone la vida y admitir que las que son bellas, son bellas y toca admirarlas. Aunque no por ello te arrancan el trono. Si estás con la persona correcta, a lo más te robarán unos momentos de atención. Y ya (lástima que nadie te lo explica cuando eres puberta).

*Tipo Felipito (sí, el de Mafalda) caminando rumbo a la escuela y convirtiendo a las monocotiledóneas en moconotiledóneas...

Ironías de la vida

Cada que se les presenta la oportunidad, mi suegra y buena parte de la familia de mi mareado salen con el sonsonete ese de: "¿Y ustedes, para cuándo?". Refiriéndose, claro, a en qué momento de nuestras ilustrísimas vidas nos dignaremos a generar un retoño.
Uno creería que mis padres serían aún más insistentes en el renglón. Pero resulta que no. Que son exactamente el polo opuesto. Mi mamá, que aunque no niega lo mucho que le emocionaría tener un nieto (ps sí, para reteconsentirlo y fundirlo en todos los abrazos y besos que yo no me dejo dar), me ha dicho con toda franqueza: "¿Y cómo para qué querrías tener un hijo? Eso tienes que pensártelo muy bien". Palabras sabias de una mujer sabia. Mi papá, producto de su adorable-tremebundo sarcasmo característico, de plano opina: "Ay no, son muchos gastos, preocupaciones y desvelos". Palabras más, palabras menos. Y luego por qué no se puede negar que uno es digno hijo de sus padres.
Ahora, ¿que qué opino yo sobre tener hijos? La verdad, no figuran (aún) en mis planes. Y, como tampoco en los de mi mareado, me resulta muy cómico-déjenme-de-machacar con el tema. Ya cuando éste rebasa los cinco minutos de charla, uno recurre al: "¿Pero y quién los cuida y quién los mantiene?", y asunto más que zanjado. Al menos hasta la siguiente reunión.