miércoles, junio 30

Ellos y Twilight


Me causa una mezcla de curiosidad y extrañeza la reacción tan encendida de muchos hombres ante la saga Twilight (acrecentada en estos días por el estreno de Eclipse). Sobre todo por la dosis de desdén que le imprimen a sus críticas, aun a sabiendas de que es una historia muy femenina. Por lo i-nau-di-to que parecen encontrar que las mujeres (las suyas incluidas, claro) babeen, más o menos, por un quesque-vampiro-que-encima-de-todo-brilla-bajo-el-sol y por un lobito-inflado-que-se-descamisa-a-la-primera. Desdeñan que una parte del sector femenino esté enganchado con furor a una historia que dota de nuevos niveles a lo cursi y lo soso. Se quejan de haber padecido una sala abarrotada de mujeres con la hormona de la fantasía un poco fuera de control. Por ahí uno que otro dice que deshace las películas con la misma precisión que lo haría con cualquier otra. O que sólo son bromas ácidas. Pero todos sabemos que no es precisamente así. Admitamos que algo hay en la historia de Twilight que tensa de más el acuerdo tácito de tú-no-te-metes-con-mis-comics y yo-no-digo-nada-de-tus-chick-flicks: y ese algo son los vampiros. Seres largamente reverenciados en la literatura fantástica, elevados de algún modo a la categoría de intocables que, de la nada, fueron echados a la licuadora junto con una alta dosis de edulcolorante por una gringuita casi-cuarentona con alma de emo. Se entiende. Pero en una época en la que hasta a Jane Austen le toca ser reescrita con zombies de época (Orgullo y prejuicio y zombies), queda claro que el mash-up no es para respetar a nadie. Pero sí para vender. Por millones.

Ahora, antes de proseguir me gustaría aclarar algunos puntos:
1. Opino que las películas están pésimamente realizadas.
2. No me gusta Robert Pattinson, aunque creo que para las teens es un tipo idóneo.
3. Tampoco me gusta Taylor Lutner, alias 'El lobito'.
4. No me enorgullezco de que algunas mujeres se desgañiten en el cine cuando Jakob aparece sin camiseta en pantalla.
5. Leí enteros, y casi de un jalón, los cuatro libros. Y, la verdad, los disfruté. Stephanie Meyer supo conformar con mucha habilidad un arquetipo masculino anhelado por las mujeres. Irónicamente, aún más en tiempos de la supermujer como role model.
6. Ojalá las masas nos desbordáramos por contenidos más sustanciales. Cosa que no es Twilight. Pero entretenerse por entretenerse, que se sepa, todavía no es pecado.
7. No soy una fan alocada. Sólo encuentro harto interesante lo que se ha ido tejiendo alrededor de esta saga.

Dicho esto, procedo a enlistar los argumentos que he escuchado en voz de todo tipo de hombres, en las más variadas situaciones. Y debo añadir que en muchos casos (al menos de mujeres arriba de 25 años), he comprobado que se trata de detalles que se tienen muy, muy conscientes.

La trama es estúpida y las películas están mal hechas. Son una total pérdida de tiempo. ¿Cuántas guy-flicks de trama de poca monta y visualmente pobres no se han hecho y y aún así los hombres han acudido emocionados a verlas? Que haya una mala trama de por medio no afecta el interés en términos románticos (el verdadero gancho de la saga).

El vampiro es supergay y el lobito ese se quita la camisa sin razón alguna. Suena al equivalente de una mujer descalificando a una actriz, cantante o modelo que se cae de buena porque se hizo cirugía. Sumado al hecho de que, con frecuencia, a los hombres les gustan mujeres que las mismas mujeres no encuentran atractivas. Y eso no cambia nada.

Se alborotan demasiado en el cine. ¡Gritan! Habría que preguntarle a una mujer sentada por ahí qué opina de una función llena de nerds disfrazados. Y pensar en cuántos sabroseos hacen los hombres frente a las mujeres, sus parejas incluidas. ¿Por qué no es tan apropiado que las mujeres se dejen llevar por sus impulsos más insulsos y básicos?

Pero si son unos malditos pubertos. Está bien que le gusten a las teens, pero ¿qué les ven las mujeres? Lo mismo que los hombres encuentran en las adolescentes o lolitas. Y habría que decir que los personajes son arquetipos masculinos muy poderosos. Una especie de versión actual y cool del príncipe azul. ¿Y quién dijo que fantasear fruslerías es malo para la salud o propiedad exclusiva de los hombres?

Hay mejores chick-flicks. Difícilmente una mujer dirá lo contrario. Pero ésta ha establecido una conexión sui géneris. Además, hay que ser honestos: ¿quién no se ha dejado arrastrar hasta lo más bajo por una reverenda porquería? ¿Cuántos hombre admiten, por ejemplo, que George Lucas pudo haberse ahorrado las primeras tres partes de Star Wars? Lo cierto es que todos tenemos malos gustos. ¿Por qué menospreciar los del sexo contrario? ¿Por qué tanto alboroto de que manifieste su emoción de forma tan abierta?

Twilight tiene una premisa ñoñísima. Sí, ¿y? Ya sabemos que los móviles atractivos para hombres y mujeres son harto distintos. Las emociones son uno de los principales ganchos femeninos. Y también es un hecho que más de una mujer argumentará que el hombre que lee comics o colecciona juguetes a sus 40 es un nerd/geek irredento o, peor aún, un forever. ¿Y? Dejamos pasar peores cosas.

¿Y qué estupidez es esa de que todos son vírgenes y quieren boda? Se llama tensión romántica. ¿Recuerdan aquello de que mientras los hombres buscan sexo, las mujeres buscan caricias y apapacho? Volvemos al punto: las mujeres tienen una parte cursi, como los hombres una nerd. Big deal!

Es un martirio que sean cinco películas. ¿Cuántas mujeres conocen que consideren que las seis películas de Star Wars, las cuatro de Fast and the Furious o Die Hard son una delicia? Emancipadas, seudoemancipadas o no, el romance siempre vende. Y muy bien. Así sea baratón. Tanto como la escena de una mujer en top y microshorts deteniendo el cofre de un auto.

Pero es que no pueden creer que Twilight es una verdadera historia de vampiros. Quienes antes han leído historias de vampiros, jamás pensarán eso. Aunque la estrategia de mercadotecnia lo promueva así, en realidad, Twilight es una historia de amor ambientada entre vampiros y hombres lobo. ¿Consistentemente? No. Sólo lo necesario para hacer de ella un best-seller. A quienes no hayan leído nada sobre vampiros, les vendría bien un poco de guía en el tema. Seguramente lo agradecerán. O devolverán el libro decepcionadas por la falta de romance. Como sea, alguien saldrá beneficiado al descubrir los verdaderos intereses, ¿no?

A esos nueve puntos se resumen los comentarios que he escuchado a lo largo de meses. En mi opinión, no es sólo uno de ellos lo que trasmina de desdén la reacción de los hombres ante Twilight. Es el combo. Y aunque al hablar al respecto algunos terminan por disminuir el tono de sus críticas o se escudan bajo el argumento de que el tema en realidad no es tan serio, lo es mientras detrás haya aunque sea una mínima carga de desprecio o sobrada intolerancia. Y, tristemente, muchas veces las hay. Es como decir que no importa insultar a alguien con el calificativo de puto o marica. Claro que importa. Es despectivo, a propósito.
Se dirá también que algunas mujeres siempre se quejan de los gustos masculinos, de cuánto los detestan. Dirán mal: espejear una actitud como esa es todo menos inteligente. Al final, Twilight es uno de esos gustos culposos que cualquiera desarrolla. Y yo diría que si una mujer les pide que la acompañen a ver Eclipse, se hagan a la idea de que es mejor ver algo digno de un coma diabético con una ración jumbo de palomitas a la mano. Ya podrán cobrársela con una dosis de balazos y patadas en otra ocasión. Y si una mujer a su lado se desborda de emoción hablando sobre el tema, no está de más preguntarse realmente por qué van a criticarla antes de lanzarse a la yugular. Digo yo.

Lo de siempre: sorprender a la gente



–"Siempre debes sorprender a la gente. Haz algo diferente. Y nunca hagas revistas para los lectores, hazlas para ti. Porque hay miles de publicaciones. ¿Y por qué te van a comprar? Pon pasión"–

Lo ha dicho George Lois, publicista y director de arte de Esquire, en su versión USA, en los años 60. Ajá. El responsable de las dos emblemáticas portadas superiores, además de otras 90. Algo ha de saber el tipo.

Maquetismo holandés





El arte suele confundirme. De pronto, siento que cualquier cosa que a uno se le ocurra, mientras su explicación sea un poco enredada o excéntrica, puede ser considerada arte. O igual es que no tengo ni pizca de apreciación artística. Puede ser. En eso volví a pensar el otro día, cuando me encontré con el trabajo del holandés Levi van Veluw, que usa su rostro y torso como lienzo, digamos, para convertirse en una especie de maqueta autorretratable harto llamativa. Muy ad hoc con esto de los temas orgánicos.
Pasa que verlo: a) inexplicablemente me transmite una sensación de frescura y b) me hace preguntarme si le dará una terrible comezón como la que me entra a mí. Mmmm... Pensándolo bien, puede que sea medio bestia. Yo.


*Las fotos salieron directo de su sitio: www.levivanveluw.com

martes, junio 29

Les regalo un panqué


Creo que ya había dicho que para mí, hornear panes o panqués es harto terapéutico. Lo que no había dicho es que, a diferencia de la que cocina y cocina en Como agua para chocolate (cuyo nombre me da flojera buscar), yo no creo que la comida se contamine del ánimo con el que se prepara. Simplemente porque cocinar ayuda a que a uno se le olviden el mundo y sus problemas; lo mete a uno es una especie de trance en el que lo único que importa es la delicia que se trae entre manos. Y saborearla se vuelve lo únicoimportante. Pero no me desvío más. Por aquello de que siempre estoy hable y hable de sesiones vespertinas de horneado, tan aptas para levantar el ánimo en domingo o en lunes, ahora les voy a compartir la receta para preparar panqués de zanahoria. Total, siempre es un buen día para ponerse el mandil y hornear. Y, mucho más, para saborearse un panqué recién salido del horno acompañado de un gran vaso con leche. Enjoy!

Ingredientes
2 tazas de harina de trigo
2 cucharaditas de polvo para hornear
1 1/2 cucharadita de canela molida
1 taza de azúcar morena
1/2 taza de miel
1/3 taza de aceite vegetal
1 huevo entero
3 tazas de zanahorias ralladas
225 gramos de piña machacada en su jugo, escurrida
1/4 de taza de nueces picadas (opcionales)

Más ingredientes
1 barra de queso crema
3/4 taza de azúcar glass
1 cucharada de fécula de maíz
1 1/2 cucharaditas de extracto de vainilla

¿Qué hacer?
Mezclar harina, polvo para hornear y la canela en un recipiente pequeño. En otro más grande, batir (puede ser con batidora eléctrica o con una palita) el azúcar morena, la miel, el aceite, el huevo entero y las claras de huevo. Poco a poco, batir la mezcla de harina con la de azúcar hasta integrarlas. Agregar las zanahorias, la piña y las nueces. Vaciar en un molde engrasado y enharinado y hornear a 180 C durante 40-45 minutos. O hasta que al introducir un palillo este salga seco.

¿Y el betún?
Batir en un recipiente el queso crema, el azúcar glass, la fécula de maíz y la vainilla hasta que suavice la mezcla. Esparcir la cantidad deseada sobre cada panqué. ¡Listo!



lunes, junio 28

Turnos de 24 x 24

–Every morning, when we wake up, we have twenty-four brand-new hours to live. What a precious gift! We have the capacity to live in a way that these twenty-four hours will bring peace, joy, and happiness to ourselves and others... Every breath we take, every step we make, can be filled with peace, joy, and serenity. We need only to be awake, alive in the present moment*.

Anoche estaba leyendo un libro y me encontré con este pasaje de arriba. En otro momento, fuera de no estar leyendo un libro que contuviera pasajes de este tipo, habría dicho que de tan obvias las palabras, resultaba una enseñanza tonta. Pero hoy creo lo contrario... Las palabras son simples, pero no necesariamente el comprenderlas. Mucho menos el asirlas durante 24 horas cada 24 horas. Pero anoche también m
e quedé pensando que en vez de lidiar con los días en términos de lunes o viernes o domingo (ya tan impregnados de cierto carácter), resulta harto conveniente para el ánimo hacerlo sólo en términos de las 24 horas que nos son entregadas al abrir el ojo lagañiento cada 24 horas. Sea para que vivamos sumidos en la misma mierda de siempre o para hacer de ellas algo diferente, aunque sea de vez en cuando y sólo para no sentirnos protagonistas de una versión personalizada de Groundhog Day. O seguirlo siendo, si eso es lo que nos hace felices.


*El pasaje fue escrito por Thich Nhat Hanh, en Peace is Every Step.

jueves, junio 24

De aquí vengo



El otro día me encontré un montón de fotos viejas. Entre ellas, este par de mis padres cuando eran jóvenes, cuando yo todavía no existía (una, del día de su boda civil; la otra, de un día cualquiera). Me gustan tanto precisamente por ello: porque son el retrato de las personas antes de ser mis padres. Y me entra una alegría enorme saber que vengo de ahí (la segunda es mi favorita de favoritas). Y ya. Sólo eso quería compartirles.

La vida cabe en un librero



Le había dado largas a la misión, pero finalmente me sentí con energía suficiente para enfrentarla. De modo que llevo varios días trabajando en darle un orden definitivo (y una limpiada a consciencia) a mi librero. Tanto físico como en papel. Me decidí por hacerlo bajo un principio totalmente arbitrario para cualquier biblioteca: acomodar los libros de acuerdo al año en el que los leí, para así contarme a mí misma una parte de mi vida. Ahora y cualquier otro día. La formalidad esa de por autor y en orden alfabético la confiné a la lista en la computadora.
Sentir que el fino polvo acumulado entre las hojas te entre hasta el cerebro no es muy divertido que digamos (sobre todo con una nariz extrasensible), pero leer cada título, recordar cada historia y sus emociones, repasar algunas de las anotaciones hechas, los nombres olvidados de algunos autores, las frases marcadas o las dedicatorias ha resultado un singular y entrañable viaje en el tiempo. Al final de cada pila de libros que representa un año o una época casi siento que toco a la yo de entonces. Sonrío por todas esas yos que se unen a través de los viajes hechos en papel. Y lo que falta. Espero.

jueves, junio 17

Crónica del México-Francia, según una no futbolera

En mi casa, ver el futbol nunca fue parte de los rituales familiares; de modo que carezco de recuerdos asociados al taco y al balón. Soy de las que no sólo no entiende las jugadas entre 11 tipos para anotarle al contrario, sino que encima no las siente. Soy célebre entre mis amigos por alguna vez haber confundido la posición de volante con la de volantero (sic). Me di por enterada del otro significado de Panini hasta que escuché por ahí el alborozo que genera el intercambio de repetidas. Y tampoco puedo negar que en más de una ocasión he hecho los comentarios de rigor del resentido antifutbolista. Supondrán bien entonces: llevar la cuenta regresiva para el Mundial no era cosa mía.
Pero contra todo pronóstico terminé viendo el México-Sudáfrica. En parte porque ese día estaba insomne desde las 6am. En parte, supongo, por mi admiración (sí, admiración) ante tanto entusiasmo exudado; que ha de ser el mismo de cada Copa, pero comprenderán lo fácil que es olvidar los detalles que no te interesan. Sin contar con que estamos más comunicados que nunca. Y debo confesar que cuando el mundo entero se une de tal modo por un balón, resulta difícil no cuestionarse por qué no se cae bajo el mismo encanto (aunque te lo hayas respondido ya otras veces).
Con todo esto andando en mi cabeza, es lógico que también terminara viendo el México-Francia. Sin pensarlo, a la 1:15 prendí la tele. Sola en mi sillón, pero en sintonía con prácticamente todo el país, empezando por mi edificio. No hay otro modo de explicar el eco de la tele. Pasé el primer tiempo echando uno que otro vistazo al partido mientras escribía en la computadora. Aunque poco a poco se fue invirtiendo la ecuación. Los gritos de emoción, potenciados por el cubo de las escaleras, y las subsecuentes celebraciones contenidas empezaron a distraerme. O a hacer que me concentrara en los 22 tipos sobre la cancha. Asegún.
No puedo decir que experimenté cómo se va la sangre a la cabeza ante cada llegada a la portería y cómo se estrella en los pies cuando se falla, pero sí que bajé mi guardia. Para el segundo tiempo conservé la computadora en el regazo, pero prácticamente no tecleé nada. Pensé: ojalá no se cansen (¿acaso no padecemos de siempre intentarlo y no lograrlo?). Sonreí de corazón ante la cara de extásis del tal Chícharo tras anotar el primer gol (no importa el deporte, me maravillan las expresiones de los deportistas triunfadores). El edificio vibró. E inmediatamente acudió a mí el típico "con que ahora no se confíen". Corrieron algunos minutos más y vino el marcaje de un penal. Un penal: la prueba que siempre se falla, ¿no es eso lo que se dice comúnmente? Mientras se acomodaban, una parte de mí pensó en qué pasaría si Cuauhtémoc Blanco la fallaba. La otra esperaba que la metiera; la misma que decidió cerrar los ojos, contener la respiración y no mirar sino hasta escuchar los gritos indicativos de que la había metido. La repetición triunfal, pues. Siguieron las obligadas tomas de los franceses desencajados, aunque a mí me habría encantado un micrófono oculto para escuchar los pensamientos del director técnico galo. Dudo que hayan sido políticamente correctos.
Y de pronto... el corredero y los pases largos se redujeron al mínimo. México se sabía con el partido ganado y Francia, derrotada. Sonó el silbatazo final. Ya habían transcurrido los 90 minutos, con todo y medio tiempo (¿en qué momento?). Mientras los jugadores intercambiaban sus camisetas, me llamó emocionadísima mi madre (¿desde cuándo ve ella los partidos?, ni idea) para ratificarlo: habíamos ganado. Cuando colgamos me quedé un rato contemplando la cancha vacía, las gradas aún verdes. Afuera, en la calle, chocaban ya los alaridos y claxonazos de euforia. Mis vecinos brincaban en el piso de arriba y en el de junto. Y pensé: Sigo sin entender nada del juego y no estoy al borde del fervor casi religioso, pero estoy emocionada. No puedo ignorarlo. Como tampoco puedo ignorar lo bien que la alegría y la ilusión, aunque se diluyan, le caen a un país inmerso en tetricismos a tiempo completo. Me alegra que hayan ganado. Me alegra haber visto el partido. Pero más me alegra la alegría que se respira en el aire. Ojalá flotara en él por muchas otras razones, más allá de la cancha.

La persona detrás del libro

–¿Por qué la escritura hace que sigamos la pista del escritor? ¿Por qué no podemos dejarle en paz? ¿Por que no nos basta con los libros? Flaubert quería que bastasen: pocos escritores han creído con tanta firmeza en la objetividad del texto escrito y la insignificancia de la personalidad del escritor; y aun así seguimos desobedientemente a nuestro aire. La imagen, el rostro, la firma (...) ¿Cómo es que las reliquias nos ponen tan cachondos? ¿No tenemos la suficiente fe en las palabras? ¿Creemos que los restos de una vida contienen cierta verdad auxiliar?*

Lo confieso: aunque una parte de mí se pregunta si no seré una idiota por ello, en mí rige la parte a la que no le atrae ni un gramo la vida de los escritores cuyos libros me cautivan o han cautivado. Ya. Me dirán aquello de que la biografía de un hombre encierra las coordenadas para explicar su obra. Pero la verdad es que a mí no me importa explicármela ni saber si quiso decir esto o hacer una analogía de lo otro. A mí sólo me importan los mundos y personajes que crean. Las emociones que despiertan. Lo bien que embotellan la esencia humana. Si son miserables, solitarios, alcohólicos, fervorosos creyentes, seres iluminados o una pifia de persona, me da igual. Me quedo con lo escrito y punto. Por más obtusa que eso pueda hacerme.

*El fragmento pertenece a "El loro de Flaubert", incluido en El mejor humor inglés, publicado por Anagrama.

martes, junio 15

Un día después

Es extraña la tristeza que genera una pérdida. Porque no es precisamente constante. Tampoco inmediata. Inmediata es la burbuja que crea la mente cuando se entera de la pérdida. Luego vienen las lágrimas. Pero la tristeza que se incrusta en el corazón, la que tumba, tarda algunas horas en dejarse sentir. Da un golpazo y se serena un poco. Y de nuevo. Como una especie de marea que aturde. De pronto, uno se ve fragmentado. El cuerpo emite un mensaje de quererse dormir, pero no es que realmente tenga sueño; sólo quiere apagarse, no sentir. Una parte quiere encontrar consuelo instantáneo: piensa en las comidas que suelen alegrar el espíritu, en ir de compras, en ir a dar una vuelta, en hornear panqués, en hablar con alguien, en escribir. Otra más se deja hipnotizar por ese insondable abismo de tristeza recién abierto al interior; se abstrae del tiempo. Y una más contempla enternecida todos esos esfuerzos... tan necesarios y a la vez inútiles. Sabe que el dolor y la tristeza dejarán de manar, que su fuerza no es infinita. Sólo es cuestión de dejarlos correr, de llorar lo que haya que llorar y de respirar profundo. Como todo, pasará.

lunes, junio 14

Un hoyito en mi corazón



*Para Denzel

En tan sólo un par de días habrías cumplido 13 años exactos. Algo así como 91 humanos. Lo sé con precisión porque recién hurgué en mis cajas de fotos y encontré unas impresiones de cuando tenías días de nacido marcadas con la fecha. Casi 13 años no es poca cosa. No me parece casualidad que tu cuerpo decidiera que ya iba siendo hora de cerrar los ojos y reintegrarse a ese todo que sopla vida al universo. Hoy de una forma y mañana de otra. Me alegra saber que ya no sufrirás de achaques. Tanto como me entristece saber que no podré volver a abrazar tus metros extra de pijama. Aunque algo de consuelo es haberlo hecho una última vez hace poco. Ah, pero en tu lugar dejas inagotables buenos recuerdos y futuras sonrisas. Como el día en el que decidimos que tú y yo nos íbamos a entender dadas tus simpáticas manchitas en las patas. Todas las veces que te tiré de la cama (a la que te subía a escondidas), antes de que fueras intirable, claro. Todos aquellos suéteres y blusas que desgarraste del tendedero. Todos los objetos babeados y mordidos. Esos clavados gozosos que te dabas en cualquier charco de agua. Todos los sábados contenidos en el año que pasamos en entrenamiento. Cuánto dejabas que Bruno, luego Pipo y luego Taco te mordieran las orejas o los bigotes. Tu emoción desbordada para subir al auto y salir a dar un paseo. La fuerza con la que jalabas del collar y la correa. Incontables lengüetazos como muestras de cariño. La siempre firme demanda de recibir unas palmadas en la cabeza. Escucharte respirar al pie de la cama. Verte correr tras la pelota o un tronco. El enorme lazo que tendiste con mi padre. Lo mucho que acompañabas a mi madre. Nunca dejar de saludarme como si aún viviéramos juntos... Cientos y cientos de hermosos gestos que sólo quien ha compartido tantos años de su vida con un perro sabrá de qué hablo. Gracias Denzel, por ser el perro que fuiste. Un abrazo más, abierto para siempre.

sábado, junio 12

De alto impacto






La pintura no es una expresión con la que fácilmente me entienda. Nací trunca para eso del flujo de emociones con un lienzo. No importa por quién esté firmado. No importa cuántas páginas de libros haya contemplado para intentar captar algo o cuántos museos haya visitado. He estado parada frente a cuadros considerados como grandes obras maestras y... nada. Parezco sorda. Me sigo de largo. Cosa que en esos momentos me ha dado pena propia y ajena, pero qué le va uno a hacer. Si se está pictóricamente tullida, se está y punto. Me conformo con saber que existen felices chispazos en los que sucede lo contrario. Y encursivo felices porque esos chispazos se me dan con autores algo torturados. Es algo muy primitivo de mi parte. Así pues, tratándose de pintura sólo escucho gritos como los de Tetsuya Ishida, a quien descubrí en una de esas joyitas de links que se encuentran en Twitter (este en concreto es aportación de @Ruys). Agárrense sus tripitas y echen un vistazo a su obra justo aquí.

viernes, junio 11

Mi amor por Mr. Clapton




Llevaba años, literalmente, de no escuchar a Eric Clapton. Volví a hacerlo porque, de paso, alguien me recordó la existencia del Crossroads. ¿Cómo pude olvidar que la música de este tipo me emociona tanto? No sé, no sé. Pero me pasa. Siempre digo que no tengo canciones favoritas pero, de tenerlas, una de ellas obligadamente sería "Layla". Toda ella. Aunque, ¡santocristo!, el solo me resulta em-bria-gan-te.
Cuando Clapton vino a México, al Foro Sol, fui a verlo con mis padres (puedo presumir que me han llevado a grandes, grandes conciertos). Si sus acordes me emocionaban desde pequeña, verlo en vivo me estremeció. Puede que no sea el mejor concierto al que he ido, porque no traía show alguno. O puede que acaricie dicho calificativo justamente por eso. Qué importa. Es un gran músico. Aparte de un cielo particularmente estrellado como telón, era ese hombre canoso, vestido con pantalones khaki, camisa azul (más señor, imposible), su guitarra y su discreta banda, al centro de una gran estructura metálica que soportaba un sencillo juego de luces. Y ya. Pero con eso bastó. Sólo de recordarlo se me eriza la piel (sé que estoy en una etapa muy eufórica de mi vida, pero no exagero: así fue).
Clapton llegó a mis oídos por culpa de mi padre, quien lo escuchaba mientras barría o lavaba trastes el fin de semana. (Él. Yo mientras realizaba labores propias de la edad, como mal tocar un pianosaurio). Pero, más que un gusto impuesto o por añadidura, desde niña una parte de mí se hipnotizó no sólo con la canción que le escribió a la entonces mujer de George Harrison, Pattie Boyd (terminó casándose con ella; y divorciándose, cómo no). También con "Cocaine", "Wonderful Tonight", "Bell Bottom Blues", "River of Tears"... Entonces, escucharlo era como escuchar emociones con las que me relacionaba pero no entendía.
En 1991, cuando su hijo de 4 años, Conor, cayó del piso 53 de un edificio en Manhattan, yo tenía 13. Y recuerdo sin fisuras el momento en el que dieron la noticia por radio. Más que impactarme, me invadió una gran tristeza. Meses después, cuando escuché "Tears in Heaven", pensé en lo mucho que me gustaría llegar a ser capaz de destilar así una pena semejante (de forma más instintiva que así de estructurada, claro). Ya no había vuelta atrás: Eric Clapton se quedaba conmigo, a pesar de la contreritis paternal típica del adolescente.
Nunca me había escarbado para deducir por qué su música se me mete hasta los huesos (yo, la no musical), pero ahora que escucho su Live on Tour 2001, lo sé: cuando lo escucho, escucho a alguien que se ha dejado el corazón y las tripas en sus canciones, a alguien que no se arredra ante sus batallas. Y con ese mismo ritmo las ejecuta. Diría la astróloga: pues sí, es un Aries. Espero no volver a olvidarlo.


*Sin duda, tenía más onda cuando era joven. Ah, los setentas.

Onirismos para un viernes



Si por algo soy adictota al internet es por el alucinante ventanal que resulta para descubrir y admirar el trabajo, escrito o gráfico, de toda la gente talentosa que hay regada por el mundo, y que de otro modo nunca estaría a nuestro alcance. Es como una (muy tentadora) pendiente infinita por la cual deslizarse.
Para un día cargado de sueños, en el que el mundo al menos está de acuerdo en algo, un par de deleitables portafolios: el de Ellen Kooi, fotógrafa holandesa, responsable de los niños en el árbol; y el de Andrew Pearce, del mismo oficio pero bajo la bandera australiana (descubierto gracias a esta nómada), autor del chamaco y la sombrilla. Diferentes latitudes, sí, pero llevados por el mismo espíritu onírico. Dense un tiempo tiempito para suspirar con cada uno. Enjoy!

La ciudad

Abrí la cajita de recuerdos que puede ser la bandeja de entrada de una cuenta de correo y me encontré con esto...

You said: "I'll go to another country, go to another shore,
find another city better than this one.
Whatever I try to do is fated to turn out wrong
and my heart -like something dead- lies buried.
How long can I let my mind moulder in this place?
Wherever I turn, wherever I look,
I see the black ruins of my life, here,
where I've spent so many years, wasted them, destroyed them totally."
You won't find a new country, won't find another shore.
This city will always pursue you.
You'll walk the same streets, grow old
in the same neighbourhoods, turn grey in these same houses.
You'll always end up in this city. Don't hope for things elsewhere:
there's no ship for you, there's no road.
Now that you've wasted your life here, in this small corner,
you've destroyed it everywhere in the wo
rld.

Constantine P. Cavafi

martes, junio 8

Mi infancia en historietas


A cuento de nada, el otro día salió a la plática qué historietas leía de escuincla, aparte deMafalda. Y junto con un alud de buenos recuerdos y carcajadas emitidas vinieron a mi mente los ejemplares desgastados de Calvin y Hobbes (ni crean que me identificaba con su risible egoísmo de hijo único), Lorenzo y Pepita, Archie (sí, Archie. Y yo era, claro, de las que detestaban a Verónica) y, en mucho menor medida Peanuts (adoraba el disfrazado mal carácter de Woodstock). Recordé también que me aburrían de forma soberana Ásterix y Óbelix (por más que uno de mis tíos les profesara un amor beato) y que, salvo por su odio recalcitrante a los lunes, nada me hacía soportar a Garfield (aunque Odie me pareciera un perrito tan adorable como estúpido). Hoy sólo conservo mis ejemplares de Mafalda, pero me gustaría contar con los de Calvin y Hobbes para releerlos. ¿Los venderán aquí? Pero fuera de si las encuentro físicamente o no, a ustedes, ¿qué historietas los hacían reír?

¡&%$"%$&%!


Este tema del incontrolable derrame petrolero me, me... me encoge el alma. Pero, sobre todo, me despierta unas ganas locas de olvidarme del la violencia genera violencia e ir a sumergir en crudo a los ineptos de BP. Y luego, las quesque autoridades de este país, confiadísimas de que el asunto no afectará un gramo a nuestras playas y fauna marina. Grrrrrrrrrrrrrrr. Ojalá me equivoque y no empiecen a dar campanazos de histeria al cuarto para las dos. O sólo porque a algún ilustre funcionario se le hicieron pachiches los pies al nadar en una playa mexicana que no iba a contaminarse.

*Acá, más desgarradoras imágenes de The Boston Globe. Por si no se les ha estrujado lo suficiente el corazón.

lunes, junio 7

Shock bélico


Anoche, mientras veía el penúltimo capítulo de The Pacific (la hermana menor de Band of Brothers), caí en esa especie de pasmo que me da al pensar en los latigazos mentales y emocionales que debe sufrir un hombre que ha estado en combate. Y si hay algo que en particular resuena en mi corazón es ese fugaz momento en el que un soldado, fusil cargado, se enfrenta cara a cara al enemigo (ese ente malévolo y amorfo del que le hablaron en su entrenamiento) y se percata de un detalle nimio, pero que todo lo trastoca: que a quien está por matar es, como él, un ser humano, también esperado de vuelta en su propia casa... Cuando comprende que ese que corre hacia él desaforado, lucha por una causa que cree tan justa y valiosa como él mismo considera a la suya; y su cuerpo, insuflado exponencialmente de deseos de sobrevivir, es tan perfecto como para congelar (aunque sea de forma temporal) semejante revelación y jalar del gatillo antes que ser muerto. Y luego, a seguir andando. Foc. Foc. Foc. Invariablemente pienso que, de regresar a una vida sin uniformes y bayonetas, esos hombres que han ido a la guerra (y que aún van), requieren un abrazo de consuelo que nadie sobre la tierra es capaz de darles.

domingo, junio 6

¿Para qué? (o reflexiones de una workaholic en rehabilitación)

En el mercado de Pátzcuaro, Michoacán, sólo una o dos señoras venden huchepos cada mañana. Llegan alrededor de las 9 con su olla de tamales de elote llena... sólo hasta la mitad. Acomodan su sillita, abren su sombrilla y se van tan pronto venden el último. Eso puede llevarles lo mismo 15 minutos que una hora (no más). Depende del día. Del antojo local. A saber. Si has calculado mal la demanda de esa jornada y llegas cuando está recogiendo el tinglado (sean las 9:15, 9:30 o 10:00), sin un gramo de lamento en la voz (y quizás hasta con un dejo de regaño), la señora te dirá: "Uy, no. Ya se me terminaron. Ora hasta mañana". En caso de que al llegar no la encuentres y por ingenuidad creas que ese día se puso en un lugar diferente, en lo que es un gran gesto de amabilidad, la señora de junto te dirá: "Se acaba de ir. Ora hasta mañana". Un local despistado se irá conforme. Sabe que quien alcanzó, alcanzó. Pero un citadino fuera de lugar como yo se irá pensando por qué, si podría, no llena la olla. Algo parecido sucede con la señora que vende gorditas en la plaza central. Todos queremos las rellenas de papa, pero ella rigurosamente sólo prepara algunos paquetes (vienen tres en cada uno) de ésta; el resto de la canasta (que termina siendo la mayoría), con otros sabores. Y sí, una historia similar se da en la panadería a dos cuadras, donde un pan de higo se acaba en cuestión de minutos. Se lo llevan quienes están en la fila el día correcto a la hora correcta (que sólo el espíritu del panadero determina cuándo es). Así, lo que sonaba como una fantástica mañana de delicias locales, termina en un fracaso estrepitoso. Con su consabida frustración culinaria.
Ya en el autobús de regreso a la ciudad, pensé en eso que se piensa siempre que se viven un par de días inmerso en el ritmo que impera fuera de las grandes ciudades: la gente no sabe lo que es la prisa. Ni para servir un helado (menos para comérselo, por supuesto) ni para cruzar la calle. Tampoco le encuentra mucho sentido a aquello de trabajar o vender más para tener más. Se rigen, simplemente, por el 'vivir al día'. Y luego me reí y sentí torpísima cuando me encontré con esta fábula en el periódico del fin de semana (contenida en un artículo sobre cuánto nos hemos dejado arrastrar emocionalmente por la ferocidad del capitalismo):

–Un hombre de negocios pasaba sus vacaciones en un pueblo costero. Una mañana advirtió la presencia de un pescador que regresaba con su destartalada barca. “¿Ha tenido buena pesca”, le preguntó. El pescador, sonriente, le mostró tres piezas: “Sí, ha sido una buena pesca”. El hombre de negocios miró al reloj: “Todavía es temprano. Supongo que volverá a salir, ¿no?”.
Extrañado, el pescador le preguntó: “¿Para qué?”. “Pues porque así tendría más pescado”, respondió el hombre de negocios. “¿Y qué haría con él? ¡No lo necesito! Con estas tres piezas tengo suficiente para alimentar a mi familia”, afirmó el pescador. “Mejor entonces, porque así usted podría revenderlo”. “¿Para qué?”, preguntó el pescador, incrédulo. “Para tener más dinero”. “¿Para qué?”. “Para cambiar su vieja barca por una nueva, mucho más grande y bonita”. “¿Para qué?”. “Para poder pescar mayor cantidad de peces”. “¿Para qué?”. “Así podría contratar a algunos hombres”. “¿Para qué?”. “Para que pesquen por usted”. “¿Para qué?”. “Para ser rico y poderoso”.
El pescador, sin dejar de sonreír, no acababa de entender la mentalidad de aquel hombre. Sin embargo, volvió a preguntarle: “¿Para qué querría yo ser rico y poderoso?”. “Esta es la mejor parte”, asintió el hombre de negocios. “Así podría pasar más tiempo con su familia y descansar cuando quisiera”. El pescador lo miró con una ancha sonrisa y le dijo: “Eso es precisamente lo que voy a hacer ahora mismo”.

Primero me reía amargamente porque vi mi absurdo "¿por qué no...?" retratado. Luego me dije que, en efecto, los citadinos vivimos presas de más meses sin intereses de los realmente útiles. No. Yo no viviría en una pueblito. Al menos no ahora. Y me queda claro que las reglas no escritas para sobrevivir en una ciudad son otras. Pero ahora creo que mantener bien clara la respuesta del para qué trabaja uno tanto es un buen principio para vivir al día. Cualquiera que sea la interpretación que uno desee darle a la frase.

sábado, junio 5

Un sueño cualquiera

Soñé una solución para este corrompido país. Una muy simple: el respeto. ¿Cómo así? Pues soñé que hacíamos siempre caso de las luces del semáforo. Que por ningún motivo obstruíamos los pasos peatonales. Que donde los hubiera, los peatones subían y bajaban los puentes peatonales; donde no, que cruzaban en las esquinas. Que no hacíamos parada al taxi o al autobús en donde se nos atraviesa la necesidad. Que no violábamos el sentido de las calles. Que cedíamos el paso a otros autos, a los peatones y ciclistas. Que no manejábamos alcoholizados, que en semejante estado sólo nos parecía prudente pedir un taxi. Que no dábamos cuenta, con picardía estúpida, de la ubicación de los alcoholímetros... Pero no vayan a creer que sólo soñé con que respetábamos las leyes de tránsito. No. También soñé que tomábamos ordenadamente nuestro lugar en cualquier fila. Que leíamos instructivos y seguíamos instrucciones al pie de la letra, sin aquello de sentirnos astutos por no hacerlo. Que actuábamos conforme a los plazos y términos establecidos. Que no dejábamos nada para el último minuto. Que no éramos capaces de enunciar la frase 'ándele, haga una excepción, sólo por esta vez'. Que no dábamos ninguna clase de mordida. A nadie. Que no tirábamos basura en otro sitio que en los botes. Que pagábamos debidamente por cada servicio recibido. Que la filosofía del 'y yo por qué no, si él sí' carecía de fanático alguno. Que todos pagábamos impuestos. Que no buscábamos sacar ventaja a la menor provocación...
Soñé entonces que acciones tan individualmente simples daban pie a una sociedad que no busca su beneficio a costa del de los demás; sino que, al buscar el propio, busca también el de todos. Soñé que nos dábamos cuenta, así como se percata uno de lo más obvio, de nuestra inconsciencia al creer que sólo las acciones del resto resultan perjudiciales. Que, de un modo u otro, todos somos pequeños contribuyentes del caos colectivo. Soñé, pues, con ciudadanos comprometidos, solidarios, informados, amorosos... intachables. Entonces, sólo entonces, la idea de un gobierno digno me pareció más tangible que nunca. Así como un país sin entuertos dolorosos y sin la impunidad como moneda corriente. Y aunque fue sólo un sueño, tan pronto abrí los ojos, con ese sedimento febril que dejan los viajes nocturnos del inconsciente, recomponer este país no me pareció complicado. Al menos, no tanto. O no la parte que está en mis manos. Lo que no soñé fue que todos lo soñamos.

viernes, junio 4

Cuando los días se acortan

De niño, la vida se mide en años escolares, y cada uno representa la eternidad. Entonces, de tan largos y duraderos que nos resultan los días, uno cree que pueden contener la creación de un universo entero. Pero luego el cuerpo se estira, la mente se acochambra y, sin aviso previo, sucede justamente lo contrario: los días no parecen contener más que un puñado de escurridizas horas y alcanzar para poco menos que nada. No suena creíble decir que unos y otros, impertérritos, siempre nos han ofrecido las mismas 24 horas. Salvo sus debidas excepciones, los días, las semanas, los meses y los años en la vida adulta se cuentan en un respiro. Cada vez menos el tiempo nos hace creer que se detiene; por el contrario, corre cada vez más. Y no me refiero sólo a los fines de semana, que esos, en particular, tienen maestría en esfumarse sin ser vistos frente a nuestros atónitos ojos. Digo todo esto porque, pues, nuestras agendas ya marcan junio, por ejemplo (¿no fue apenas ayer cuando nos deseábamos felicidad, prosperidad y éxito en el año venidero?). Y a estas alturas se ha constatado que, gastado el primer semestre del año, ya puede uno irse olvidando del segundo. A qué exactamente se deberá esta sensación, me pregunto. Si era de niños cuando más nos queríamos comer el mundo, y ya adultos sabemos de sobra que si le damos un par de mordidas significativas, nos ha ido más que bien. Será que de niños, salvo las horas pupitre, prácticamente consumíamos todo nuestro tiempo en actividades menos tediosas. Y ahora, escupidos en el entorno adulto, no se puede vivir entregado al ocio... Qué sé yo. Aunque pensar en esto, invariablemente me hace preguntarme: si así es ahora, cómo transcurrirán los días cumplidos los 60-70 años. Bah. Supongo que no hay otra respuesta más allá del: ya veremos. Mientras tanto, a tratar de que nos rinda el tiempo. En lo que sea que queramos que nos rinda.